V


Debía irme. Al ocurrírseme esta idea salvadora comprendí que no debía demorar su ejecución ni un día ni un instante. Pero algo más fuerte que la voz, débil y opaca, de la razón me encadenaba a aquel lugar, paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel círculo de misterio y de horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y es muy grande el poder de las fuerzas obscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría. Casi sin vacilar rechacé la idea salvadora.

Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de hielo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura ponía la luz áurea del Sol rutilaciones que no sólo deslumbraban los ojos, sino también el alma.

«El» había dejado de aparecérseme. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo y reinaba el silencio en la casa: un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas felices horas, llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche: ¡la tierra, de día, era tan otra!

Por la mañana me calzaba los skys y me iba al lugar, inmediato al mar paralizado, donde se alzaba la pirámide. Y mis ojos se recreaban en la contemplación del puro nombre—Elena—que yo había escrito en la nieve.

Al volver, miraba obstinadamente a la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, en la esperanza de ver otra vez, aunque sólo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía tras los cristales. Diríase que no había nadie en aquella habitación; que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.

Aunque nadie hablaba de ella, todos los días llevaban a su cuarto a los niños, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla, una campanilla de un sonido distinto al de todas las demás: era que ella llamaba. Me parecía inverisímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de «la señora».

Mediado diciembre regresó Norden. El tiempo se tornó sombrío y cayó una copiosa nevada, que parecía gris, cubriendo con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió «él», y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.

El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el taciturno jardín. Y apareció «él» dé pronto. Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y no estando yo solo. Estaba a dos pasos de la ventana y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros, como en los de cualquier mortal. Pero yo, más que en él, me fijaba en Volodia. Sus ojos—no cabía duda—veían al desconocido, le miraban. Y cuando, a los pocos instantes de su aparición, el desconocido volvió la espalda y comenzó a alejarse, Volodia dió un paso hacia delante, como para seguirle con la mirada.

—Lo ves, ¿eh?, lo ves...—le dije con acento duro.

Y él, tranquilamente, mintiendo como una persona mayor, contestó:

—No sé de qué habla usted. Sólo veo la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?

-¡Sí!

—¿Qué ve usted?

Seguro de que continuaría mintiendo, renuncié a la esperanza de saber algo por él.

Al día siguiente sucedió lo mismo, salvo el detalle de no ser Volodia quien se hallaba a mi lado en el hueco de la ventana, sino Norden, no menos mentiroso que su hijo. Después de estar algunos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que le había visto—lo observé—desde el primer momento, le siguió con la mirada.

—Es una cosa muy divertida, ¿verdad?—le pregunté, riéndome de un modo sarcástico.

—Celebro tanto verle a usted, al fin, de buen humor—repuso en un tono de asombro que parecía sincero—; pero no sé de qué habla usted.

—¿No lo ha visto usted?

-No.

—¡Eso no es verdad! ¡La forma de su respuesta le ha vendido a usted!

Norden se quedó mirándome, serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:

—¡No estoy dispuesto a seguir guardando silencio...!

Al oír esta estúpida puerilidad, puso una cara muy amable, abominablemente amable; me abrazó, casi me besó y me hizo mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.

—¿Le ha ofendido a usted alguien? ¿Quizá algún criado? ¡No permitiré nunca, en mi casa...! ¡Dígame el nombre del culpable! ¡Ya verá el que se haya atrevido...! ¿No? ¿No le ha ofendido nadie...? Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué es lo qué le exaspera? ¿Qué es lo que le irrita...? Lo adivino: se aburre usted. ¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven... ¡Oh, la juventud!

Y el desconcertante sujeto se extendió en consideraciones filosóficas, de una filosofía jovial, humorística, sobre la juventud, no sé si burlándose de mí o tratando de ahogar en donaires su propia angustia. «¡Alégrese! ¡Ríase!», me decía, de vez en cuando, en un tono entre suplicante y amenazador.

—¡Sí, sí, hay que divertirse, hay que divertirse!—prosiguió, tras una breve pausa—. ¿Qué inventaríamos...? ¿Qué fiesta doméstica organizaríamos...? ¿A usted no se le ocurre nada...? Ahora, en estos días, nada tan a propósito como un árbol de Navidad. ¡Sí, sí, eso! ¡Un árbol de Navidad monstruo! Mañana mismo se cortará el pino más grande que se encuentre y se traerá al salón. Hay que mandar a alguien en seguida a Petersburgo por todo lo necesario. Voy a hacer una lista...

De este modo estúpido terminó nuestra conversación. Desde el día siguiente animaron la casa, mientras se amontonaban sobre mi alma densas tinieblas, una agitación que quería ser alegre, una actividad ruidosa e inútil, bromas insulsas, carcajadas que sonaban como la tela de una túnica al rasgarla las manos de un desesperado.

Se llevó al salón un pino enorme, cuya copa se iluminó con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaba el olor funerario de la cera. Yo, miss Moll y los niños colgábamos en las ramas con hilos de plata, subiéndonos en una escalera sostenida por el propio Norden, los regalos. Luego se cumplía una serie de complicados ritos y se bailaba y se cantaba al son de músicas jocundas, que tocaba, en el piso alto, la pianista invisible.

Y he aquí lo que pasó por la noche el día de mi conversación con Norden. Aquella conversación, o más bien mi propia tontería, me indignó tanto, que resolví salir en seguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Anotadas, después de comer, en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tal, que las horas me parecían siglos y sentía impulsos de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando «sentí» su silenciosa y sombría presencia.

Salté de la cama; me acerqué, rápido, a la ventana, y descorrí el store: en efecto, allí estaba. Mis ojos se clavaron, coléricos, en su obscuro busto de anchos hombros y cabeza exigua, le amenacé con la mano y me dirigí a la puerta. El también volvió la espalda.

Muy de prisa, aunque de puntillas y a tientas, atravesé algunas habitaciones obscuras, y el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo. Me acerqué a la puerta del jardín, busqué a la luz de una cerilla, que se apagó en seguida, el cerrojo, y con no poco trabajo, pues el hierro estaba tan frío que quemaba, abrí de par en par. Salí. El desconocido estaba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.

No sé cuánto tiempo estuvimos frente a frente, separados por uno o dos pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, atravesé el umbral y, sin apresurarme—pues no sé por qué consideraba muy del caso una extremada cortesía—, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que «él» tiraba, con mano suave, del tirador; pero no me atrevo a asegurarlo.

Share on Twitter Share on Facebook