VI


A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté todavía cuerdo. Aquella mañana estaba yo en extremo tranquilo, y mi cerebro trabajaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y moral. Para que nada turbase mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar a los niños y al aya a decorar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.

Yo había leído y les había oído decir a hombres de seso y de experiencia que las personas abrumadas por un gran dolor o por un gran remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me hallaba en ninguno de esos dos casos. El desconocido, pues, era un ser real. No cabía duda. Ahora bien; ¿qué conexión había entre aquel hombre de sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que acechaba tras los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado afecto? ¿Qué quería de mí? Yo no era en aquella casa mas que un profesor, y no sabía nada del error triste, de la injusticia dolorosa, del crimen quizá, cuya sombra pesaba sobre el lugar y las personas.

¿Qué quería de mí? ¡Yo no era en aquella casa mas que un profesor!

Y repetí, en voz alta, varias veces tal argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que yo no era mas que un profesor en aquella casa. Pero ¿acaso se habla con los espectros y se les aducen razones? ¡Qué estupidez!

—¡Yo no soy mas que un profesor!—empecé a repetir de nuevo, tras una breve pausa.

Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, siguiendo un círculo semejante al de un caballo amaestrado, un círculo que se cerraba siempre con la palabra «estupidez». Era preciso salir de él, pensar otra cosa, pero yo no podía. Parado en mitad del camino, seguía girando, girando, como un caballo bajo el látigo del domador. Sentí un terror atroz, no inspirado por el espectro, a quien no le atribuía ya tanta importancia, sino por lo que pasa y puede pasar en la pobre cabeza humana. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no gritar. Temeroso de la soledad, volví precipitadamente sobre mis pasos: la casa de Norden, en aquel momento, me parecía un abrigo seguro.

Cuando llegué a ella me llené de tranquilidad y de contento. Contribuyó a este cambio súbito la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana, invitados a pasar allí la Nochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos y muy finos, a los que bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a decorar el árbol. Arriba sonaba—sinceramente alegre, por primera vez—el piano de la señora Norden: la invisible pianista tocaba un nuevo bailable que habían traído los estudiantes.

Recuerdo que antes de almorzar dimos un paseo los dos huéspedes y yo. El almuerzo fué muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda con dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.

Los días siguientes llegaron muchos invitados más, muy simpáticos todos. No sé cómo se las compuso Norden, aunque la casa era grande, para alojar a tanta gente. Lo cierto es que, terminadas las diversiones de la noche, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más: no recuerdo la cara de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y de las mujeres, todos los detalles del indumento de unos y otras; pero los rostros, no. Me parece estar viendo aún el uniforme de un general, pero sólo el uniforme, como si fuera un maniquí el invitado que lo llevaba.

Mas volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes, la señora gorda y las dos señoritas. Como había bebido mucho y había bailado no poco—haciendo reír, con mi torpeza, a toda la tertulia—, estaba un tanto mareado cuando me retiré a mi cuarto. Me dejé caer en la cama, sin desnudarme, y me dormí en seguida.

La sed y algo extraño, turbador e imperioso despertáronme a las dos o tres horas y me obligaron a levantarme. Me había dejado descorrido el store. Tras los cristales estaba «él». Recuerdo que me encogí de hombros y me bebí dos vasos de agua. «El» no se iba. Tiritando de frío, como si la ventana se hubiera abierto sola, olvidados el baile y la música, resignado y triste, me dirigí lentamente a la puerta.

Como la víspera, el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo; como la víspera, el frío del cerrojo me quemó los dedos, y, como la víspera, «le» encontré esperándome en lo alto de la escalinata. Se oían, lejanos, solitarios, en el silencio de la noche, los ladridos de un perro.

No sé cuánto tiempo llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por uno o dos pasos de distancia, cuando «él», apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Yo entré detrás y le seguí a través de las habitaciones obscuras. Me guiaba su silueta negra al destacarse sobre el fondo blanquecino de las ventanas. Sin la menor sorpresa, le vi penetrar en mi cuarto.

Yo entré detrás y maquinalmente cerré la puerta; pero me detuve a pocos pasos del umbral: temía tropezar con «él» en la obscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se habituaron de nuevo a las tinieblas, vi un bulto alto e inmóvil junto á la pared, en un sitio donde no había ningún mueble, e induje que era «él», aunque no se le oía respirar ni daba señales de vida.

Era, empero, tan absoluta su inmovilidad y pasó tanto tiempo, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al bulto y lo palpé. Mis dedos tocaron una tela, bajo la que sintieron la dureza de un hombro o de un brazo. Retiré, presuroso, la mano y seguí mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Por fin, no sin un gran esfuerzo,, en voz alta, aunque ronca, dije:

—¿Qué quiere usted de mí? ¡Yo no soy en esta casa mas que un profesor!

Pero él no contestó. Me pareció ridículo haberlo llamado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que quería que me acostase. Me desnudé bajo la mirada de sus ojos invisibles, y los crujidos de la madera de la cama al peso de mi cuerpo me llenaron, no sé por qué, de turbación. Ya entre las frías sábanas, me acordé de que no había dejado, como de costumbre, las botas a la puerta.

Me acosté boca arriba, considerando esta postura la más respetuosa. «El», en cuanto posé la cabeza en la almohada, me empujó suavemente hacia la pared, se sentó al borde de la cama y me puso la mano en la frente.

Era una mano fría y pesada, de la que parecían exhalarse el sueño y la tristeza. He sufrido mucho en la vida, he asistido a la muerte de mi padre; mas no creo que exista una tristeza semejante a la que yo sentí al contacto de aquella mano. Empecé en seguida a dormirme; pero, cosa extraña, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos en mí y se extendían unidos por todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y adentrándoseme en los músculos y en los huesos. Cuando llegaron a mi corazón y le invadieron, mi razón, mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada. Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron extinguirse. La presencia del desconocido me era ya indiferente. Todo mi ser languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño sin ensueños.

A la mañana siguiente me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie, y todo estaba en orden. Yo no me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro—que vi en el espejo, vistiéndome—, un rostro vulgar y nada bello, no había sufrido alteración alguna: seguía siendo, simplemente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no ha conocido nunca afectos.

Todo estaba igual y, sin embargo, yo sabía que algo había cambiado en el mundo y ya no volvería nunca a ser como era. Vistiéndome aún, observé en mí una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso espectro que me perseguía no me inspiraba ya el menor miedo. Al entrar en el comedor, donde Norden hacía desternillarse de risa a sus huéspedes contándoles chascarrillos, sentí una repugnancia invencible, que cuando empecé a estrechar manos se convirtió en verdadero asco.

Este asco fué debilitándose en el transcurso del día—un día animado, ruidoso, de constante jarana— y casi desapareció; pero volví a sentirlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.

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