VII


Aquella mañana, cuando volvimos de la playa, luego de bombardearnos, en un regocijado combate dirigido por Norden, con bolas de nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenía amigos; pero me trataba mejor que los demás y era un buen muchacho, amable y servicial. Le decía que me hallaba en un gran peligro y le rogaba que acudiese en mi socorro; pero en una forma tan desmayada, tan poco expresiva, que la carta, si hubiera llegado a sus manos, quizá le hubiera hecho encogerse de hombros. No sé por qué, no se la envié. El día que me dieron de alta en el hospital, la encontré en un bolsillo de mi americana, con sobre, pero sin dirección. ¿Por qué no le puse la dirección? ¿No la recordaba? Me sería imposible decirlo.

Creo que fué aquel día cuando empecé a perder la memoria. El último período de mi vida en casa de Norden sólo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que de los numerosos invitados no recuerdo mas que la ropa, como si no fueran seres humanos, sino maniquíes. Y debo añadir que sus palabras, todas sus palabras, se me han olvidado también, aunque hablaba y bromeaba con ellos. También me es imposible de todo punto recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Fueron dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, mi recuerdo de ciertos detalles aislados es clarísimo. Acaso mi amnesia no date, como supongo, del día que escribí la carta y sea hija de la larga y grave enfermedad que he padecido.

Recuerdo sobre todo—eso es inolvidable—las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches,, cuando los invitados se retiraban cada uno a su cuarto,, yo me acostaba vestido y dormía algunas horas; luego, a través de las habitaciones obscuras, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Ya ambos en mi cuarto, yo me desnudaba y me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y me ponía la mano en la frente. De su mano exhalábanse el sueño y la tristeza.

No me inspiraba ya miedo alguno. Si no le hablaba,, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Diríase—tan sencilla y tranquilamente obraba él y le dejaba yo obrar—que era un médico silencioso y metódico en su visita diaria a un enfermo silencioso y dócil, no mi mayor desgracia, mi muerte.

Comenzaba después el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su loca alegría ficticia. No sé qué extrañas velas habían puesto sin que yo lo viese en el árbol de Navidad: cada noche brillaba más, inundaba de luz deslumbradora las paredes y el techo. Y se oían a toda hora los gritos jocundos de Norden:

¡Tanziren! ¡Tanziren!

No recuerdo otras voces; pero aquélla me parece estar aún oyéndola, me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y ahuyenta mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito sonaba, tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tomaba ronco, amenazador.

Recuerdo que una noche... La pianista invisible cesó de pronto de tocar y reinó un extraño silencio.

¡Tanziren! ¡Tanziren!— gritó, furioso, Norden.

Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.

¡Tanziren! ¡Tanziren!

Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes, inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.

¡Tanziren! ¡Tanziren!—repetía Norden, agitando los puños.

Y brillaba la amenaza en sus ojos.

Por fin volvió a sonar la música y continuó el baile.

Aquel fué, si no estoy trascordado, el más grandioso de todos. Recuerdo de él, además de lo que he referido, lo extraordinariamente numeroso de la concurrencia: sin duda había llegado aquella tarde muchísima gente.

A mi recuerdo de aquel baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy extraño: el sentimiento claro, preciso, de la presencia de Elena.

No sé si ardían, en efecto, numerosas antorchas en el patio y en el jardín. Lo que sí sé es que, con conciencia o sin conciencia de lo que hacía, me fui a la playa. Y junto a la pirámide cubierta de nieve pensé en Elena largo rato. He dicho «pensé»... y yo juraría que durante toda la velada la tuve a mi lado. Hasta recuerdo las dos sillas en que estuvimos sentados el uno junto al otro conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender... Pero no quiero hacer ese esfuerzo. Que todo siga como está.

Desaparecida Elena, otro sentimiento extraño sucedió en mi alma al de su presencia: el de que era yo testigo involuntario de una lucha gigantesca y fiera entre seres invisibles y misteriosos. Agitaban de tal modo el aire en su lucha, que el torbellino me arrastraba a mí, mero espectador. No creo que Norden, aunque fuera uno de los personajes de aquel drama, tuviera una noción más clara que la mía de lo que pasaba en torno nuestro.

Mi terror, sin embargo, sólo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían en un mar de tristeza. Y el venir siempre aquella tristeza en íntima unión con el sueño la hacía más terrible aún. Cuando el hombre está triste, pero despierto, la visión de la vida que le rodea alivia un poco su dolor; mas el sueño se alzaba entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza—una tristeza inmensa, sin límites—la saturaba.

No sé los días que habían pasado desde que en aquel sarao grandioso el ¡Tanziren! ¡Tanziren! de Norden fué ahogado de pronto por un caos de voces estremecedoras y el baile interrumpido por una súbita y violenta agitación de tromba.

Me despertó, precisamente a la hora en que el desconocido solía detenerse ante mi ventana, un ruido repentino de carreras y gritos, y me acordé de aquella noche tempestuosa del mes de noviembre... No me levanté a abrirle, como de costumbre, al desconocido. Estaba seguro de que no había venido ni vendría. Me desnudé y volví a acostarme. Los gritos y las carreras continuaban. Se oía subir y bajar sin cesar por la escalera interior. Días antes, aquel constante y presuroso subir y bajar, que denotaba una desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión y me hubiera tenido en vela; pero ahora no me preocupaba. Y tranquilo, e incluso alegre—pues sabía que el desconocido no se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa—, me dormí.

No sabía aún que no había de volver a ver nunca los anchos hombros y la exigua cabeza de mi nocturno visitante.

Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, aunque el Sol se hallaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, hasta la servidumbre estaba aún durmiendo.

Me vestí y salí al comedor. Sobre la mesa yacía una mujer amortajada.

A pesar de que nunca había yo visto de cerca a la señora Norden, la reconocí al punto.

Share on Twitter Share on Facebook