Nadie se cuidaba ya de Lázaro; ya no tenía ni amigos ni parientes. El gran desierto que rodeaba a la ciudad santa llegaba hasta su puerta, y no tardó en atravesar el umbral de la casa del resucitado, en cuyo lecho se tendió, cual una esposa. Nadie se preocupaba de Lázaro. Marta y María, sus hermanas, le habían abandonado. Marta vaciló largo tiempo antes de marcharse, preguntándose quién le mantendría y le consolaría; lloró y rezó mucho. Pero al fin, una noche, una noche en que el viento mugía en el desierto y los cipreses se inclinaban, sibilantes, sobre el tejado de la casa, se vistió sin ruido y se fué. Lázaro oyó el golpeteo de la puerta—que Marta había dejado mal cerrada y el viento movía con violencia—; pero no se levantó, no salió, no fué a ver lo que sucedía. Y toda la noche los cipreses silbaron y la puerta giró sobre sus goznes, quejumbrosa, dejando penetrar en la casa al desierto glacial e insaciable.
Todo el mundo huía de Lázaro como de un leproso, y como a un leproso se le hubiera colgado al cuello una campanilla, a fin de evitar todo contacto con él. Pero alguien objetó, palideciendo, que sería terrible oír de noche aquella campanilla, y sus interlocutores, palideciendo también, asintieron.
Como Lázaro no se cuidaba tampoco de sí mismo, se hubiera muerto de hambre, a no ser porque los vecinos, temerosos no se sabe de qué, se encargaron de mantenerle. Le llevaban la comida los niños, que ni le tenían miedo ni se burlaban de él, a pesar de su ingenua crueldad con los desgraciados. Le manifestaban una fría indiferencia. El se conducía con ellos de la misma manera: nunca sentía impulsos de acariciar una morena cabecita rizada, ni ansias de mirarse en unos cándidos y luminosos ojos infantiles.
La casa del resucitado, en la que eran amos y señores el desierto y el tiempo, se iba desmoronando, y las baladoras cabras habían huido del corral, hambrientas, a las casas vecinas. El traje de fiesta de Lázaro estaba deterioradísimo. Desde el día feliz del festín, no se lo había quitado, como si lo nuevo y lo viejo, los andrajos y las galas, fueran lo mismo para él. Los vivos colores habían palidecido o se habían borrado; los perros y las zarzas habían destrozado el precioso tejido.
De día, mientras reinaba el Sol. implacable, verdugo de todo ser viviente, y hasta los alacranes se escondían bajo las piedras y se retorcían locamente, ansiosos de picar, Lázaro permanecía sentado, inmóvil, bajo los abrasadores rayos, levantadas al cielo la azulada faz, la barba inculta.
Cuando todavía la gente le hablaba, alguien le preguntó:
—¿Te gusta estar sentado al sol, pobre Lázaro?
Y él contestó:
-Sí.
«El frío de la tumba es, sin duda, tan intenso, y su obscuridad tan profunda, que no hay sobre la tierra calor ni luz capaces de confortar al resucitado y disipar las tinieblas de sus ojos», se dijo el que le había interrogado, y se alejó suspirando.
Al acercarse al horizonte el aplastado y rojo globo, Lázaro se iba al desierto y se alongaba de la ciudad en derechura al astro escarlata. Los que se aventuraron a seguirle para saber qué hacia de noche en el desierto conservaron siempre en la memoria, como grabada en una placa inalterable, la silueta de un hombre alto y grueso destacándose en relieve sobre el fondo púrpura de un disco enorme. Los terrores de la noche les ahuyentaron, y los espías del resucitado no supieron nunca qué iba a hacer al desierto; pero la negra silueta sobre el fondo rojo se incrustó para siempre en su cerebro. Como fieras cegadas por el polvo, se frotaban los ojos; pero la sensación que habían experimentado era imborrable y no debía desaparecer sino con la vida.
Había gente que vivía lejos y no había visto nunca a Lázaro, aunque había oído hablar de él. A impulsos de una curiosidad osada, más fuerte que el miedo y alimentada por el miedo, se acercaba, disimulando la angustia de su corazón, al hombre sentado al sol y le hablaba. Por entonces el aspecto de Lázaro había cambiado un poco y no era ya tan terrible; en los primeros momentos, los forasteros se sonreían, juzgando unos estúpidos a los hijos de la ciudad santa. Pero cuando, acabada la entrevista, se encaminaban a su casa, su gesto y su actitud eran tan singulares, que los hijos de la ciudad santa los reconocían al punto y exclamaban, compasivamente:
—¡A ese loco le ha mirado Lázaro!
Y, llenos de lástima, callaban y alzaban los brazos al cielo.
Valientes guerreros, que no sabían lo que era el miedo, acudían con ruido de armas; jóvenes dichosos llegaban cantando y riendo; opulentos hombres de negocios deteníanse ante Lázaro, haciendo tintinear su oro; altivos sacerdotes dejaban su báculo a la puerta del resucitado. Pero nadie se iba como había venido. Una sombra terrible descendía sobre las almas y le daba un aspecto nuevo al viejo mundo.
Y he aquí cómo traducían sus sentimientos los que, después de la fatal visita, tenían aún ganas de hablar:
«Cuantos objetos ven los ojos y tocan las manos parecen vacíos, ligeros, transparentes, a manera de sombras claras en las tinieblas de la noche;
»pues las grandes tinieblas que envuelven la Creación no las.disipa el Sol ni la Luna ni las estrellas: cubren la tierra con un velo negro sin límites, la abrazan, cual brazos maternos.
»Penetran todos los cuerpos, el hierro y la piedra, y las partículas de los cuerpos pierden toda cohesión; las tinieblas penetran en el fondo de las partículas, y las partículas de las partículas se disocian;
»pues el gran vacío que envuelve la Creación no lo llenan lo visible ni lo invisible, ni el Sol ni la Luna ni las estrellas; reina en todas partes, penetrándolo todo, separándolo todo, los cuerpos de los cuerpos, las moléculas de las moléculas.
»Los árboles clavan sus raíces en el vacío, y ellos á su vez están vacíos; los templos, las casas, los palacios, vacíos también, se alzan sobre el vacío y diríase que van a hundirse. Y en el vacío se agita el ser humano, ligero y vacío como una sombra;
»pues el tiempo no existe, y el principio y el fin de todo se juntan: resuenan aún los martillazos de la construcción de una casa cuando se ven las ruinas, y al punto, ni las ruinas se ven; apenas nace el hombre, se encienden a su cabecera los cirios funerarios, no tardando el vacío en suceder al hombre y a los cirios;
»y, rodeado de vacío y tinieblas, el hombre, desesperado, tiembla ante el horror del Infinito...»
Así hablaban los que aun tenían ganas de hablar. Pero los que no querían hablar y morían en silencio hubieran podido, sin duda, decir mucho más.