IV


Por entonces vivía en Roma un escultor famoso. Con la arcilla, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y de hombres, cuya belleza era tal, que la gente la calificaba de inmortal. Pero él no estaba satisfecho y aseguraba que había algo infinitamente más bello, que no podía fijar en el mármol ni el bronce. «No he cogido aún—decía—la luz de la Luna ni el fulgor del Sol, y no hay vida en mi bronce ni hay alma en mi mármol.» Y cuando, las noches de estío, se paseaba por entre las negras sombras de los cipreses y la luz de la Luna se reflejaba en su blanca túnica, los transeúntes le decían, riéndose:

—¿Has salido a coger luz de luna, Aurelio? ¿No has traído cesta?

Y él, riéndose también y señalándose a los ojos, contestaba:

—He aquí las cestas donde me llevo la luz de la Luna y la del Sol.

Y era verdad: en sus ojos brillaba la Luna y rutilaba el Sol. Pero él no podía transportar su luz al mármol ni al bronce, y ese era el dolor de su vida.

Descendía de una antigua familia patricia. Tenia una mujer excelente y unos hijos encantadores. Su dicha parecía completa.

Cuando el ruido de la sombría gloria de Lázaro llegó hasta él, se aconsejó de su mujer y sus amigos y emprendió el largo viaje a Judea, para ver al que había milagrosamente resucitado. Se aburría, y esperaba que nuevos paisajes avivarían su atención cansada. Lo que se contaba del resucitado no le asustaba; había meditado mucho sobre la muerte, y había llegado a la conclusión de que no debía mezclarse su idea con la de la vida. «Al lado de acá está la vida, y al de allá, la muerte misteriosa—decíase—. Y mientras viva el hombre, lo más acertado que puede hacer es deleitarse en la belleza de lo viviente.» Y hasta acariciaba la esperanza, un tanto ambiciosa, de transmitirle a Lázaro tal convicción y volver a la vida su alma, como lo había sido su cuerpo. Aquello parecía tanto más fácil, cuanto que los extraños rumores que circulaban respecto a Lázaro no eran sino una expresión lejana y apagada de la verdad, una advertencia vaga contra algo horrible.


Lázaro se levantaba de su piedra para seguir al Sol a través del desierto cuando el rico romano, acompañado de un esclavo armado, se acercó a él y gritó:

—¡Lázaro!

Y Lázaro vió el bello y orgulloso rostro aureolado de gloria, las vestiduras claras y las piedras preciosas, que rutilaban al sol. Los rojizos rayos ponían en la cabeza y el rostro de Aurelio la belleza del bronce mate. Dócilmente, Lázaro volvió a sentarse y bajó, con expresión cansada, los ojos.

—No eres guapo, en efecto, pobre Lázaro—continuó tranquilo el romano, jugando con su cadena de oro—. Eres horrible, amigo mío; la muerte no estaba emperezada cuando caíste imprudentemente bajo sus garras. Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no es mala, que dijo el gran César; no comprendo por qué te tienen miedo. ¿Me permites pasar la noche contigo? Es ya tarde y no he buscado posada.

Nadie le había hecho nunca semejante petición a Lázaro, que contestó:

—No tengo cama.

—He sido soldado y sé dormir sentado. Encenderemos fuego.

—No tengo leña.

—Entonces charlaremos, como dos viejos camadas, en la obscuridad. Supongo que tendrás una poco de vino...

—No tengo vino.

El romano se echó a reír.

—Ahora me explico por qué estás tan tétrico, por qué no amas tu segunda vida. ¡No tienes vino! ¿Qué vamos a hacerle? Nos pasaremos sin él; hay palabras que achispan tanto como el falerno.

Aurelio despidió al esclavo con un gesto y, solos ya él y Lázaro, siguió charlando; pero diríase que, a medida que el Sol declinaba, la vida se retiraba de las palabras del escultor; resonaban vacías e incoloras; se tambaleaban como borrachos; resbalaban y caían cual entorpecidas por la angustia y la desesperación. Y negros precipicios se abrían entre ellas, como lejanos precursores del gran vacío y las grandes tinieblas.

—Soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro. La hospitalidad es un deber hasta para los que han estado tres días muertos, pues duró tres días, según me han contado, tu estancia en la tumba. Debe de hacer frío allí... y á eso se debe, sin duda, tu mala costumbre de privarte de fuego y vino. A mí me gusta la luz, y en esta tierra obscurece tan de prisa... La línea de tu frente y de tus cejas es muy curiosa: produce la impresión de un palacio destruido por un terremoto y cubierto de ceniza. ¿Pero por qué llevas ese traje tan feo y tan extraño? Según he visto en esta tierra, los novios se visten así. ¿Acaso es hoy el día de tu boda?

El Sol se hundía en el horizonte; una gigantesca sombra negra llegaba de Oriente; parecían oírse en la arena pisadas de enormes pies descalzos; el viento frío azotaba la espalda del escultor.

—Pareces aún más grande en la obscuridad, Lázaro; se diría que has engordado en algunos minutos. ¿Te nutres, quizá, de tinieblas?... Me gustaría tener fuego, aunque fuera una hoguera muy pequeñita. Tengo un poco de frío... Las noches son en esta tierra demasiado frescas. Aunque no se ve, yo juraría que estás mirándome, Lázaro. Sí, estás mirándome; Jo siento, y en este instante estás sonriéndote...

Cerró la noche; el aire pareció impregnarse de su pesada obscuridad.

—¡Qué agradable será ver mañana salir de nuevo el Sol!... Soy escultor, ¿sabes?, un gran escultor... según aseguran mis amigos. Creo, si eso se llama crear; pero para crear se necesita luz. Le doy vida al mármol inerte, fundo el bronce sonoro en la llama, en la ardiente llama... ¿Por qué me roza tu mano, Lázaro?

—Ven—dijo el resucitado—; eres mi huésped.

Y entraron en la casa. La larga noche cubrió la tierra.


Ya bastante alto el Sol, el esclavo, que llevaba esperando a su amo largo rato, decidió ir en su busca. Y he aquí lo que vió: bajo los ardientes rayos, Aurelio, sentado junto a Lázaro, miraba silencioso, como Lázaro, al cielo. El esclavo se echó a llorar y gritó:

—¿Qué te pasa, amo?

El mismo día, el escultor se puso en camino de Roma. Y durante todo el viaje permaneció pensativo y mudo; miraba, atento, cuanto le rodeaba, el barco, el mar, los seres humanos, como si tratase de recordar algo. Se desencadenó una violenta tempestad, y mientras duró, Aurelio no se retiró de la cubierta, desde donde contemplaba el recio batallar de las olas. A su llegada, el terrible cambio que se había operado en él asustó a su familia; pero él, para tranquilizarla, dijo en tono significativo:

—He resuelto el problema.

Y sin quitarse el traje, lleno de manchas, que no se había cambiado en todo el viaje, se puso a trabajar. El mármol, sumiso, rechinó bajo los golpes del martillo. Aurelio trabajó largo tiempo y con furia, sin dejar entrar a nadie en su taller. Al fin, una mañana declaró que la obra estaba terminada e hizo llamar a sus amigos, expertos y severos jueces en materia artística. Les recibió suntuosamente ataviado. En sus vestiduras fulguraban el vivo amarillo del oro y el rojo sangriento de la púrpura.

—He aquí lo que he creado.

En el rostro de los invitados se pintó un profundo dolor. El escultor, al pronunciar, frío y pensativo, aquellas palabras, había señalado con la mano y los ojos a un mármol monstruoso, en cuyas formas no había nada familiar a la vista, y, sin embargo, había arte—un arte nuevo, desconocido aún—. Sobre una delgada rama, caricaturescamente retorcida, yacían unos despojos informes y dispersos, extraños, inquietantes. Y, como por acaso, sobre uno de aquellos fragmentos, una mariposa, cincelada de un modo admirable, abría sus alas transparentes, trémulas de sed de volar.

—¿Qué significa esa divina mariposa, Aurelio?— preguntó alguien, desconcertado.

—No sé.

Debía decírsele la verdad al artista. Y uno de sus amigos, el más íntimo, declaró en tono firme, resuelto:

—Eso es horrible, pobre amigo mío. Hay que destruirlo. Dame el martillo.

E hizo añicos la monstruosa obra, dejando sólo intacta la mariposa.

Desde entonces, Aurelio no volvió a crear nada. Miraba con una profunda indiferencia el mármol y el bronce, las obras espléndidas que había esculpido en otro tiempo y en las que vivía la belleza inmortal. Tratando de despertar su alma embotada, de reanimar en él el antiguo amor al trabajo, sus amigos le llevaban a ver las obras de otros artistas; pero él permanecía indiferente a todo y la sonrisa no se dibujaba nunca en sus labios. Cuando se le hablaba de la belleza, contestaba con voz cansada, opaca:

—¡Todo eso es mentira!

En cuanto el Sol empezaba a elevarse sobre el horizonte, se iba a su magnífico jardín, buscaba un sitio no sombreado y entregaba sus ojos sin brillo y su cabeza descubierta al ardor implacable y al fulgor deslumbrante del astro. Mariposas blancas y rojas revoloteaban sobre la fuente; el agua manaba, reidora, de los labios burlones de un fauno. Aurelio, sentado e inmóvil, era como un pálido reflejo de aquel que a la entrada del desierto estaba también sentado, inmóvil, bajo el fuego del Sol.

Share on Twitter Share on Facebook