V


Y he aquí que el grande, el divino Augusto quiso también ver a Lázaro.

Se engalanó al resucitado con suntuosas vestiduras de boda, como si el tiempo las hubiera legitimado y debiera ser hasta su muerte el novio de una virgen desconocida. Fué como si se hubiera redorado un viejo ataúd podrido, a punto de pulverizarse, y se le hubieran añadido ornamentos nuevos y espléndidos. La conducción de Lázaro a Roma fué solemne; la caravana parecía, en verdad, un cortejo nupcial: todos llevaban claras y bellas túnicas, y sonaban delante las trompetas de los heraldos, para abrirles paso a los enviados del emperador. Pero los caminos estaban desiertos: en el país natal del resucitado por milagro se maldecía su nombre odiado, y las gentes huían al solo anuncio de su terrible acercamiento. Las trompetas de cobre sonaban en el vacío, y sólo el desierto contestaba con su eco prolongado.

Se hizo después subir a Lázaro a bordo de un barco. Y fué aquélla la nave más fastuosa y más lúgubre que surcara nunca las olas de azur del Mediterráneo. Aunque iba en ella mucha gente, reinaban a bordo un silencio y una tristeza sepulcrales, y el agua parecía llorar, desesperada, al rozar la curva armoniosa de la proa. Lázaro, solo, aislado en el extremo delantero del barco, escuchaba, expuesta al sol la cabeza destocada, el ruido de las olas. Lejos de él, los marineros y los enviados yacían sentados o tendidos, masa confusa de sombras angustiadas, taciturnas e inertes. Si en aquel momento se hubiera desencadenado una tempestad, el viento hubiera arrancado las velas escarlata y el barco hubiera zozobrado, ninguno de ellos hubiera tenido valor ni voluntad para luchar contra los elementos. Algunos, en un último esfuerzo, se acercaban a la borda y escrutaban con ojos de esperanza el fondo del abismo transparente y azul: acaso una náyade asomara su hombro sonrosado; acaso un tritón, ebrio de alegría y de locura, pasara azotando con su cola la espuma deslumbrante. Pero el mar estaba desierto y el abismo marino estaba también desierto y mudo.

Lázaro pisó indiferente el suelo de la Ciudad Eterna.

Diríase que para él toda la grandeza de los monumentos alzados por gigantes, todo el esplendor, toda la belleza, toda la armonía de una civilización refinada, no eran sino el eco del viento en el desierto, el reflejo de las arenas abrasadoras. Desfilaban rápidos los carros; pululaba la multitud; hombres hermosos y robustos llevaban pintado en el rostro el orgullo de haber contribuido a la magnificencia de la Ciudad Eterna y de participar de su vida. Sonaban canciones; se oía la risa perlina de las fuentes y de las mujeres; los borrachos filosofaban y los transeúntes sobrios les escuchaban sonriendo; los cascos de los caballos martilleaban las losas. En medio de esta risueña batahola, el hombre obeso y plúmbeo atravesaba la ciudad, semejante a una mancha fría de silencio, y sembraba a su paso el fastidio, la cólera y una angustia vaga y corrosiva: «¿Quién se atreve a estar triste en Roma?», protestaban los transeúntes, frunciendo el entrecejo. Dos días después toda la ciudad estaba al tanto de la historia del resucitado, y se evitaba medrosamente su encuentro.

Pero había también en la capital muchos ciudadanos audaces, confiados más de lo debido en su energía, y Lázaro obedeció sumiso a su temeraria llamada. Los negocios de Estado obligaron al emperador a retardar la audiencia, y el resucitado frecuentó durante siete días la sociedad romana.

Un día estuvo en casa de un alegre gozador de la vida, que le acogió con la risa en los labios.

—¡Bebe, Lázaro, bebe!—le gritó—. ¡A Augusto le hará mucha gracia verte borracho!

Mujeres ebrias y desnudas se reían también, y pétalos de rosa caían sobre las manos azuladas de Lázaro. Pero el libertino le miró a los ojos, y su alegría se extinguió para siempre; su embriaguez duró toda su vida, aunque ya no volvió a beber. Y en vez de los sueños agradables que inspira el vino, terribles pesadillas abrumaron su pobre cerebro. Les sueños espantosos fueron desde entonces el único alimento de su espíritu trastornado y le tuvieron día y noche bajo el yugo de monstruosas quimeras, y la misma muerte no fué más horrible que sus feroces precursores.

Estuvo también Lázaro en casa de un joven y una joven que se amaban y eran felicísimos. Lleno de dulce compasión, el joven, rodeando con su fuerte y orgulloso brazo el talle de su amada, le dijo a su visitante:

—¡Míranos, Lázaro, y regocíjate con nosotros! ¿Hay algo más poderoso que el amor?

Lázaro los miró. Y siguieron amándose; pero su amor se tornó triste y sombrío como los cipreses de los cementerios, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas copas negras buscan en vano el cielo en la paz del atardecer. Lanzados el uno en los brazos del otro por la ignota fuerza de la vida, mezclaban las lágrimas con los besos, el placer con el dolor, y se sentían doblemente esclavos: esclavos sumisos de la vida despótica, esclavos inermes de la Nada amenazadora y silenciosa. Siempre unidos, siempre separados, brillaban como dos estrellas, para apagarse en la obscuridad de la noche.

Lázaro visitó luego a un sabio, orgulloso de su ciencia, que le declaró:

—Ya sé todas las cosas horribles que me puedes decir, ¡oh, Lázaro! ¿Con qué cosa que yo no sepa puedes asustarme?

Pero pasó algún tiempo, y el sabio comprendió que el conocimiento de lo espantoso no es el espanto, que la visión de la muerte no es tampoco la muerte, que la sabiduría y la estupidez son iguales ante el Infinito, pues el Infinito las ignora. Y toda barrera desapareció entre la ciencia y la ignorancia, la verdad y la mentira, lo bajo y lo alto. Y el pensamiento informe del sabio se bamboleó en el vacío.

—¡No puedo ya pensar!—gritó el sabio, horrorizado, con la encanecida cabeza entre las manos—. ¡No puedo ya pensar!

Y bajo la mirada indiferente del resucitado, la vida perdía su sentido y sus alegrías se evaporaban. Se empezó a decir que era peligroso enseñarle un hom, bre así al emperador; que lo mejor sería matarle, enterrarle a escondidas y hacer creer que había desaparecido. Se afilaban ya los aceros, y ciudadanos jóvenes y patriotas se disponían abnegadamente a ser ellos los matadores, cuando Augusto ordenó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y dió al traste con tan crueles proyectos.

Ya que no era posible deshacerse de él, se quiso, al menos, atenuar la deprimente impresión que producía su rostro. A ese fin se recurrió a los servicios de hábiles peluqueros, que invirtieron toda la noche en la tarea. Le cortaron la barba y se la rizaron; el tinte azulado de la cara—así como el de las manos—lo ocultaron bajo una capa de pintura blanca y roja; los surcos dolorosos que afeaban la vieja faz se disimularon con afeites, y en la falsa tersura de las sienes y las mejillas se dibujaron, con un fino pincel, arruguitas de vejez jovial y bonachona.

Lázaro se sometió a todo, indiferente. Y cuando se dirigió al palacio del emperador tenía el aspecto de un hermoso anciano, de un abuelo plácido y patriarcal. Diríase que aun conservaba en los labios la sonrisa con que, en otro tiempo contaba chascarrillos; el rabillo del ojo se le prolongaba en un ligero frunce de indulgente ironía. Pero las vestiduras de boda no se habían atrevido a quitárselas, y no se habían podido transformar sus pupilas, aquellos vidrios negros y aterradores a través de los cuales el misterioso Más Allá miraba a los humanos.

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