Bribón estaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos. Pertenecía a hombres y podía servirlos. ¿No era esto bastante para hacer feliz a un perro?
Acostumbrado a la moderación, gracias a sus años de vida vagabunda y llena de miserias, comía muy poco; pero aun así pronto estuvo desconocido; su pelo largo, que antes le caía sobre el cuerpo en sucios mechones, llenos de barro en el vientre, estaba ahora limpio, negro y liso como el terciopelo. Y cuando se ponía delante de la casa examinando gravemente la calle con la mirada a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente mas que cuando se encontraba solo. El fuego de las caricias no había conseguido aún evaporar completamente el miedo de su corazón, y cerca de los hombres no se sentía a gusto y esperaba que le pegaran. Durante mucho tiempo toda caricia fué para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender. El mismo no sabía hacer caricias. Otros perros, para expresar sus sentimientos, sabían ponerse de pie sobre las patas traseras, restregarse en las piernas de los hombres, hasta sonreír; pero él no sabía.
Lo único que sabía era echarse sobre el lomo, cerrar los ojos y lanzar pequeños gemidos. Pero esto era demasidado poco e insuficiente para expresar su entusiasmo, su reconocimiento y su amor. Al fin tuvo una inspiración: imitando quizá a otros perros comenzó a saltar pesadamente, a dar vueltas alrededor de sí mismo, y su cuerpo, siempre tan alerta e inmóvil, se hizo pesado, torpe y chusco.
—¡Mamá, niños! ¡Mirad: Briboncito está jugando!—gritó Lelia, y ahogándose de risa decía:
—¡Otra vez, Briboncito! ¡Sigue! ¡Eso es, así!...
Todos acudieron corriendo y se retorcían de risa mientras Bribón daba vueltas como una peonza, caía y sus ojos conservaban la expresión implorante. Los niños, para provocar aquellos risibles movimientos, le acariciaban como antes se le pegaba para provocar su miedo. Alguno de los niños, y aun de los mayores, le gritaba incesantemente:
—¡Bribón! ¡Briboncito! ¡Juega otro poco, anda!
Y él jugaba con gran alegría de los espectadores que reían ruidosamente. Estaban muy contentos con él y se quejaban solamente de que Bribón no quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia corría al jardín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fué acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora precisa la cocinera le daría de comer, y permanecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer viajes largos, y cuando los niños le invitaban a acompañarlos al bosque movía diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.