Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias frecuentes. Las casas de campo iban quedan de desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.
—¿Qué hacer de Bribón?—preguntó pensativa Lelia.
Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acaba de comenzar.
—¿Qué postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido—dijo la madre, y añadió—: En cuanto a Bribón tendremos que dejarlo aquí.
—¡Pobrecito!
—¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y no se puede tener al perro en las habitaciones.
—¡Pobrecito!—repitió Lelia a punto de llorar.
Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar a volar. Mamá dijo:
—Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribón no sabe nada.
—¡Pobrecito!—repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín, y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.
—¿Estés aquí, mi pobre Bribón?—dijo Lelia acercándose a él.
Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que él había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.
—¡Ven conmigo!
Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como volvía a empezar y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas e impenetrables a la luz por el agua de que estaban henchidas. El pobre Sol debía aburrirse mucho detrás de aquel espeso muro.
A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos aislados de árboles y breñas. A poca distancia había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.
—¡Dadme un copek!—pedía con voz lastimera.
—¿Y no quieres partir leña?—le respondían burlándose de él.
Se enfadaba y los otros se reían sin gana.
Un rayo de Sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico como si el Sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo envolvía la tristeza de otoño.
—¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón!—dijo Lelia, y sin mirar atrás volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación no se acordó de que no se había despedido de Bribón.