10. El salto de la capilla

Corre por la ciudad el rumor de que Tristán y la reina han sido hallados juntos y de que el rey se dispone a darles muerte. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, todos lloran y se lamentan.

—¡Ah! Tristán, ¡el mejor y más valiente caballero! ¡Esos glotones os han tomado a traición! ¡Vil enano! ¿Para eso sirven tus artes? ¡No vea a Dios cara a cara quien te encuentre y no traspase con su espada tu deforme cuerpo! Noble y digna reina, ¿en qué lugar podrá encontrarse hija de rey que te iguale en belleza? Tristán, ¿cómo podríamos consentir que tu cuerpo fuese condenado a perecer? Cuando llegó el Morholt dispuesto a llevarse a nuestros hijos ningún barón fue capaz de armarse contra él. ¡Sólo tú arriesgaste la vida!

Aumenta el tumulto y la irritación. Todos corren a palacio pidiendo clemencia sin, por ello, lograr apiadar al rey, rojo de furor y de ira.

Llega el alba. Cavan una fosa, traen sarmientos y los mezclan con espinas blancas y negras. Preparan la hoguera para los amantes. Los pregoneros recorren el país e incitan a todos a acudir a la corte. Las gentes llegan presurosas. Todos hacen duelo salvo el enano y los felones. El rey anuncia que hará quemar a la reina y a su sobrino.

—Rey, ¡gran crimen cometerías si antes no los sometieras ajuicio! —exclaman las gentes.

—¡Por el Señor que creó el mundo y cuanto en él se halla! —responde el rey airado—. ¡Antes preferiría perder mi reino que aplazar este castigo!

Ordena encender el fuego y traer a su sobrino.

Tristán se despide de la reina que le dice llorando como desesperada:

—Amigo. ¡Qué ultraje veros así maniatado! ¡Mejor sería morir y veros a salvo, pues moriría segura de que os vengaríais!

Los guardianes lo sacan fuera a empellones. Lo llevan a gran escarnio. Tristán llora de vergüenza.

¡Escuchad, señores, cómo Dios, que no quiere la muerte del pecador, mostró su gran misericordia y escuchó las súplicas y lamentos que las gentes sencillas y humildes hacían en favor de los condenados!

Junto al camino que Tristán debía seguir había una capilla. Se alzaba en la cima de un acantilado dominando el mar por el norte. El coro se asentaba sobre una roca de granito escarpada. Un santo había hecho construir una ventana con vidriera en el ábside que daba sobre el precipicio. ¡Una ardilla que hubiera saltado desde esta roca no habría escapado a la muerte!

—Señores —dice Tristán a los guardianes que lo conducían—. Mi fin se acerca. Dejadme entrar en esta capilla. Quiero pedir a Dios clemencia, pues mucho he pecado. Sólo tiene una entrada y vosotros estáis armados: no podré escapar.

Los guardianes deliberan y acceden. Desatan sus manos. Tristán entra en la capilla. ¡No rezó ni un ave maría! Atraviesa el coro, se acerca a la ventana, la abre y, sin perder tiempo, salta.

— ¡Prefiere esta caída a perecer en la hoguera delante de asamblea! Pero el viento se introduce entre sus ropas y amortigua su caída. Tristán se posa sano y salvo sobre un pico que aún hoy las gentes de Cornualla llaman el Salto de Tristán. Mientras sus guardianes lo esperan a la puerta de la capilla, él huye. Corre por la orilla hasta quedar sin aliento. Oye ya crujir los sarmientos y las espinas de la hoguera. ¡Gran merced le ha concedido Dios!

Ante su tardanza, los guardianes hunden la puerta y entran en la capilla. Corre la voz de que Tristán ha logrado escapar. Al saberlo la reina sonríe contenta. ¡Poco le importa ya la sangre que las cuerdas apretadas hacen brotar de sus puños! «Gracias a Dios —se dice—. Poco me importa ya vivir o morir». Por temor a que el rey lo haga perecer en lugar de su señor, Governal abandona la ciudad, llevando consigo las armas y el caballo de Tristán. A la vuelta del camino, Tristán lo descubre:

—Maestro. ¡Dios me ha ayudado! Mas ¿de qué me vale haber escapado de la capilla si perece la reina en la hoguera?

—Amigo, no desesperes. Escondámonos tras estas zarzas espesas. Pronto podremos tener noticias de Iseo. Si dan muerte a la reina, jura que no montarás en silla hasta que la hayas vengado. Mira, he traído tu espada, tu loriga y tu yelmo.

—Dámelos. Acudiré a salvar a la reina y haré pedazos a los que la llevan presa.

—No te precipites, hijo. Dios te dará mejor ocasión para vengarte sin correr ese riesgo. No está en tus manos hacerlo ahora. El rey, enfurecido, te ha puesto en bando y ahorcará a quienes intenten ayudarte. Todos antepondrán sus vidas a la tuya.

Tristán calla, abatido. Si no lo impidiese su maestro, ni el temor a las gentes de Lancien ni el miedo al suplicio, podrían impedir que corriese a salvar a su amiga.

Marcos ha pregonado un bando contra Tristán. Maldice a los guardianes que lo dejaron escapar. Lleno de desmesura quiere acallar su cólera haciendo perecer a la reina. Ordena que la traigan sin tardanza. Al verla tan bella y maniatada, las gentes se espantan y lamentan:

—Reina noble y honrada —dice—, ¡qué duelo han creado en el país los felones que os han acusado! ¡No necesitarán grandes alforjas para guardar el provecho que obtendrán por este mal! ¡La maldición caiga sobre ellos!

Cuando la reina es conducida a la hoguera, Dinas, señor de Lidán, que mucho apreciaba a Tristán, se postra ante los pies del rey:

—Señor —le dice—, escuchadme. Muchos años os he servido como vasallo generoso y fiel sin obtener ningún provecho: nadie en este reino, ni huérfano ni viuda, por pobre que fuera, daría una blanca bovesina por la senescalía a la que he consagrado mi vida. Señor, ahora os pido clemencia para la reina. Queréis condenarla a la hoguera, mas no es justo que perezca sin juicio quien no se ha reconocido culpable. Grandes males podrían sobrevenir a vuestro reino si persistís en vuestra intención: Tristán ha escapado. Es valiente y audaz. Nadie conoce como él los llanos, bosques y vados. Vos sois su tío y no levantará su espada contra vos. Pero atacará a vuestros barones y vuestros campos serán devastados. ¿Creéis que podrá dejar sin venganza la muerte de esta noble princesa que él trajo de Irlanda? Rey, en recompensa por los numerosos servicios que durante toda mi vida os he prestado, otorgadme la vida de la reina.

Los felones que habían maquinado la traición se acercan al rey y lo incitan a cumplir su venganza. Marcos toma de la mano a Dinas y jura por Santo Tomás que por nada del mundo renunciará a su justicia. El buen senescal se desespera: todos sus esfuerzos para impedir la destrucción de la reina son inútiles.

—Rey —dice levantándose—. Regreso a Lidán. El Dios que creó a Adán es testigo de que, por todo el oro del mundo acumulado desde tiempos de Roma, no podría sufrir la vista del suplicio de la reina.

Sube a su corcel y se aleja, cabizbajo y con aire triste, hacia sus dominios.

Iseo camina hacia la hoguera rodeada de la muchedumbre que chilla, se lamenta y profiere gritos injuriosos contra los traidores. Las lágrimas corren por su rostro. Va vestida con un brial gris bordado con un fino hilo de oro. Sus cabellos caen hasta sus pies en trenzas doradas. ¿Quién viéndola tan bella no se compadecería?

Había en Lancien un malato llamado Iván. Acudió al juicio de la reina con sus cien compañeros. ¡Nunca nadie viera seres más deformes, contrahechos y repugnantes! Llevaban muletas, bastones y unas tablillas como corresponden a quienes padecen tan horripilante enfermedad. Al ver que la reina se aproximaba a la hoguera, se llegó hasta el rey y le gritó con su voz ronca.

—Señor, elegisteis la hoguera para hacer justicia de vuestra mujer: el suplicio es terrible mas de corta duración; pronto el fuego consumirá su cuerpo y el viento esparcirá sus cenizas. Si quisierais escucharme os propondría un castigo mucho más duro por el que la reina viviría una vida miserable y añoraría la hoguera todos los días.

—Si así es —respondió el rey—, y me enseñas un castigo más terrible que el fuego, serás recompensado.

—Rey —respondió el gafo—. Dadnos a Iseo. Dádnosla a los leprosos: será nuestra mujer común. Nunca dama tuvo peor fin. Bajo estos andrajos que se nos pegan a la piel, arde en nosotros el deseo insatisfecho, pues nunca mujer pudo soportar nuestro comercio. Con vos la reina vivía honrada y feliz, vestía ricas peñas veras y grises, se adornaba con joyas preciosas, descansaba en habitaciones de fino mármol, asistía a delicados festines y se divertía en fiestas. Si nos la entregáis compartirá nuestras sucias chozas, nuestras escudillas y nuestros jergones, se alimentará de los restos que nos tiran a las puertas. Entonces Iseo, la víbora, comprenderá la vileza de su conducta y lamentara no haber muerto en la hoguera.

Unos momentos permaneció el rey meditabundo. Luego se acercó a Iseo y la tomó de la mano.

—Señor, ¡piedad! —dijo la reina—. ¡Mejor quemadme que entregarme a esas gentes!

Marcos prestó oídos sordos a sus lamentos y la entregó a Iván. Los leprosos se arremolinaron a su alrededor profiriendo gritos de júbilo. Iván arrastró a la reina aproximándose a los matorrales tras los cuales se ocultaban Tristán y Governal.

—¡Hijo! —dice Governal—. ¿Qué vas a hacer? ¡Mira a tu amiga!

—¡Dios! —exclama Tristán estupefacto—. Bella Iseo. ¡Qué aventura! Mejor hubieras muerto por mí y yo por ti antes que ser entregada a estas gentes.

Espolea su caballo y se lanza fuera de la maleza, cortando el paso al leproso.

—¡Basta! ¡Suéltala en el acto si no quieres perder la cabeza!

—¡Compañeros! ¡Usad los bastones! ¡Van a ver quiénes somos!

¡Había que ver a los malatos resoplar, quitarse capas y pellizas, blandir sus bastones y muletas, proferir gritos e injurias! Repugnaba a Tristán herir a tales gentes. Governal, que acude al griterío, golpea a Iván con una rama de verde encina y le hace soltar a Iseo. La sangre brota y fluye hasta sus pies.

Algunos narradores dicen que Tristán y Governal ahogaron a Iván: son charlatanes que conocen mal la historia y la deforman. Béroul, cuya memoria es más fiel, sabe que Tristán era demasiado gentil y cortés para matar al leproso.

La reina sube al caballo de Tristán. Ambos emprenden la huida al galope, seguidos por Governal. Atraviesan las llanuras. Iseo sonríe feliz: ha olvidado los sufrimientos pasados. Los tres se alejan de la corte del rey Marcos y buscan refugio en el bosque de Morois.

Pasaron la noche en una colina. Tristán se sentía tan seguro como si estuviera en un castillo rodeado de gruesas murallas y grandes fosos. El temor había agotado a la reina. Al caer el día sintió sueño y se durmió recostada sobre su amigo.

Mucho tiempo vivirían en el bosque salvaje. ¡Largo sería su destierro!

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