11. El bosque de Morois

¡Poco aprovechó el enano felón su traición! ¡Mal paga el enemigo a los que le sirven! ¡Señores!, ¡ved lo que poco tiempo después le ocurrió por mal servidor! Era el único en conocer el secreto del rey: por imprudencia lo reveló. Esta locura le costó la vida.

—Un día que había bebido se encontró con los barones, que preguntaron por qué el rey tenía un trato tan familiar con él y qué maquinaban juntos.

—El rey me estima porque siempre he sido fiel guardando su secreto —les respondió alocadamente.

—¿Qué secreto? —dijeron los felones.

—Ya sé que queréis conocerlo, pero no puedo traicionar mi promesa.

Tanto insistieron que al final el enano les dijo:

—Iremos al Vado Aventurero donde hay un espino blanco cuyas raíces llegan hasta un hoyo. Meteré la cabeza en el agujero y desde fuera podréis oír lo que diga. De este modo sabréis lo que el rey oculta sin que yo quebrante mi promesa.

Se dirigieron al lugar. El enano era bajito, pero tenía una gran cabezota: los felones tuvieron que ensanchar el agujero y empujarlo para que entrase hasta los hombros. Desde allí habló:

—¡Escuchad!, señores marqueses. ¡Escucha, espino blanco, a ti me dirijo que no a los barones! Marcos tiene orejas de caballo.

No pasó mucho tiempo sin que una tarde, después de la cena, mientras Marcos conversaba con sus barones, se llegasen los cuatro felones hasta el rey. Seguro desde que Tristán vivía lejos de él, Andret se adelantó y le dijo:

—Señor, conocemos lo que ocultáis. Marcos hizo un gesto de furor:

—Si lo sabéis, la culpa es de este adivino fullero y mentiroso —dijo señalando al enano que, para su desgracia, se hallaba en la sala. Se levantó, desenvainó su espada y de un tajo lo decapitó.

Así acabó sus días el astrólogo traidor. Mucho se alegraron todos los que lo odiaban por culpa del daño que había hecho a Tristán e Iseo.

Entre tanto Tristán, Iseo y Governal se adentraron en el bosque salvaje. Durante un tiempo llevaron una vida errante, durmiendo en el suelo, cambiando cada noche de refugio. Tristán era un excelente arquero. Su habilidad le habría bastado para asegurarse su sustento, pero no tenía ni arco ni flechas. Governal robó uno a un florestero con dos flechas bien emplumadas y arpadas. Todos los días salía Tristán de caza. Se ponía al acecho, veía un corzo, empulgaba el arco y disparaba: el animal, herido en el flanco derecho, grita, salta y vuelve a caer. Al anochecer regresa con buena provisión de ciervos, corzos y gamos. Carecían de pan y de sal, pero Tristán lo conseguía trocando una parte de su caza por unos panes de cebada y unos puñados de sal morena a unos pastores que guardaban sus ovejas en las lindes del bosque. Governal hacía un gran fuego y cocinaba la caza. Tristán era diestro en el arte de la pesca y dicen las gentes de Cornualla que fue el primero en usar la caña.

Un día, en sus correrías por el bosque, descubrieron un claro agradable y solitario. Tristán cortó ramas con su espada, Governal reunió el ramaje y construyeron dos cabañas que Iseo cubrió con hierbas y juncos. Cuando venía la noche, los amantes dormían el uno en brazos del otro. A veces oían aullar a los lobos, otras la lluvia caía, en medio del rugido sobrecogedor del viento, de los relámpagos y de los truenos. No tenían tapices ni cojines ni ricas alfombras; dormían sobre esteras de juncos. Pero se amaban tanto que la presencia del uno hacía olvidar al otro el dolor. Su «fino amor» les hacía olvidar su dura condición de proscritos.

Tristán e Iseo cabalgaban por el bosque cuando descubrieron, en la lejanía, una ermita.

El azar les había llevado hasta allí. Fray Ogrín, el ermitaño, estaba a la puerta, apoyado en su bastón. Al instante reconoció a Tristán y le advirtió:

—Señor Tristán. ¿Conocéis el bando que el rey ha publicado por toda Cornualla? El que os entregue recibirá en recompensa cien marcos de plata. Todos los barones han jurado capturaros vivo o muerto. —Y añadió con dulzura—: Tristán, Dios perdona al pecador que se arrepiente si cree y se confiesa.

—Señor Ogrín —replicó Tristán—. No entendéis la razón de nuestro amor: Iseo me ama de buena fe, a causa del filtro que bebimos en el mar. No puedo separarme de ella ni ella de mí. Es la verdad.

—¿Qué consuelo puede darse a un muerto? —insiste el ermitaño—. Muerto es quien vive en pecado y no se arrepiente. Que Dios tenga compasión de vosotros porque habéis perdido este mundo y el otro.

—Señor, no puedo separarme de la reina. Antes preferiría mendigar y alimentarme de hierbas y raíces que ser señor del reino de Otrán sin ella.

—Tristán, el que traiciona a su señor merece ser descuartizado por dos caballos, perecer en la hoguera y que allí donde caigan sus cenizas no crezca la hierba, la tierra se vuelva estéril y las plantas y los árboles se marchiten. Devolved la reina al que la tomó por esposa según la ley de Roma.

—Ya no le pertenece; la entregó a los leprosos; de ellos la conquisté. Ahora es mía y no puedo separarme de ella ni ella de mí.

El ermitaño los sermonea y exhorta al arrepentimiento. Les recuerda las profecías de las Escrituras y les reprocha su vida. Iseo llora a sus pies. Pálida y sofocada implora piedad:

—Señor, por el Dios que hizo el cielo. Si Tristán me ama y yo a él es por un brebaje que bebimos durante la travesía de Irlanda: ésta es nuestra única culpa. Por ello el rey nos persigue.

—¡Que Dios os conceda el arrepentimiento! —respondió el ermitaño.

Pasaron la noche en la ermita y partieron al alba. El ermitaño los despidió tristemente y, desde ese día, el buen hombre multiplicó por ellos sus mortificaciones.

¡Señores!, ¡escuchad ahora una bella aventura! Tristán había criado un braco llamado Husdén. Nunca viose perro más vivo, ligero, rápido y fiel. Desde que su dueño se había marchado estaba triste. Lo habían dejado encerrado en el torreón, un trangallo entre las patas; allí gruñía, pataleaba, gemía y arañaba el suelo, mirando para todas partes. Rechazaba el pan y toda pitanza. Todos cuanto lo veían se compadecían de su aire lastimero: «Deberían soltarlo —decían—. Acabará volviéndose rabioso. Pocos perros mostrarían una afección semejante por su dueño. Con razón decía Salomón que el mejor amigo del hombre es su lebrel».

—Es la ausencia de su dueño lo que lo enfurece —decía el rey arrepentido de la dureza que había mostrado con su sobrino—. Tiene razón, pues no existe en nuestros días caballero en Cornualla que pueda compararse a Tristán.

Los felones recomendaron al rey que lo soltase:

—Así sabremos si este perro está rabioso o lamenta solamente la ausencia de su dueño —le dijeron.

El rey ordenó a un escudero que lo soltase. ¡Todos se encaramaron en sus asientos por temor a que los mordiese! Pero ¡el animal no pensaba en atacarlos! Una vez libre se dirigió hacia la habitación en la que vivía Tristán. Allí ladra y gime hasta que encuentra sus trazas. Sigue los pasos de su señor cuando fue apresado y condenado: va a la cámara en la que fue traicionado y capturado, corre hasta la capilla y salta por la ventana, hiriéndose en una pata. En la linde del bosque se detiene unos momentos, como si buscara su pista, luego se introduce en él. El rey y sus barones lo siguen conmovidos.

Al llegar a los primeros árboles de la floresta los caballeros recomiendan a Marcos regresar:

—Mejor haríamos dejando de seguir a este perro: podría llevarnos a un lugar del que fuera difícil volver.

El bosque retumba con los ladridos del braco. Tristán estaba con la reina y Governal cuando llegaron hasta ellos sus gritos lejanos.

—Es Husdén —dice Tristán—. Cuidad que el rey no lo siga.

Piensa que los felones y el rey han seguido la pista del animal. Angustiado se levanta de un salto, coge su arco y lo tensa. Los tres se ocultan tras la maleza. No tarda en llegar el animal. Al reconocer a su dueño, levanta la cabeza, mueve la cola, se revuelca y brinca de alegría. Luego salta sobre la rubia Iseo y Governal. ¡Hasta al caballo hace fiestas! Tristán se aflige.

—¡Lástima que nos hayas encontrado! Un perro no puede permanecer silencioso en el bosque y es un peligro para un proscrito. Sus ladridos nos descubrirían. El rey Marcos nos busca por llanos, montes y arboledas para hacernos perecer en la hoguera. ¡Más valdría matarlo, pero sería una cruel recompensa a su fidelidad!

—Señor —dice Iseo—, no lo matéis. Oí contar de un florestero gales que poseía un perro al que había adiestrado para cazar en silencio. Podríamos intentarlo.

Tristán reflexionó unos momentos y compadecido dijo:

—No podría matarlo. Voy a enseñarle a cazar en silencio.

Tristán va de caza con Husdén. Otea la pieza, se pone al acecho, dispara su arco y la hiere. El perro la persigue ladrando y el bosque retumba con sus gañidos. Tristán le pega. El perro calla, pero abandona la persecución de la pieza; mira a su amo sin saber qué hacer. Tristán lo coloca detrás de sí y bate el bosque con una varilla de castaño. El perro vuelve a ladrar, pero Tristán no abandona su entrenamiento. Antes de un mes había aprendido a perseguir la presa por la hierba, el hielo o la nieve a la muda. Nunca dejó escapar una pieza y les prestó muy grandes servicios. Cuando coge un corzo, un ciervo o un gamo, si es en el bosque lo cubre de ramas; si es en la landa lo esconde bajo hierbas y vuelve, sin un ladrido, a advertir a su amo.

Un día sucedió que Ganelón, uno de los cuatro felones, se adentró en el bosque para cazar. Governal había ido a caballo hasta un riachuelo que surgía de una fuente. Desensilló su montura y se tumbó sobre la hierba mientras el animal pacía tranquilamente. Entre tanto Tristán dormía en la cabaña tapizada de hierbas; tenía en sus brazos, estrechamente abrazada, a la reina por la que tantas calamidades había soportado y afrontado tantas dificultades. Governal oyó la jauría que perseguía a un ciervo. Saltó sobre su corcel, lo espoleó con todas sus fuerzas y corrió a emboscarse detrás de un grueso árbol. El traidor se había separado de sus monteros y cabalgaba solo, sin escudero. Iba veloz sin saber lo que le aguardaba. Poco pensaba entonces en el mal que había hecho a los amantes. Governal lo ve avanzar, lo acecha y espera sin temor, recordando cómo, por sus malos oficios, estuvieron a punto de ser destruidos Tristán y la reina. Al pasar junto a él, sale de su escondite, sujeta el caballo del felón por el freno, lo tira a tierra, lo despedaza y se marcha llevando su cabeza en trofeo. Los monteros que perseguían al ciervo no tardaron en encontrar, junto al árbol, el cuerpo decapitado de su señor; emprenden una huida veloz, seguros de que había muerto a manos de Tristán, el proscrito.

Governal regresa a la cabaña y cuelga la cabeza de su enemigo de una horquilla. Tristán despierta y ve la cabeza medio oculta por las hojas. Reconoce al traidor y, sobresaltado, se incorpora de un brinco.

—No te preocupes —dice Governal riendo—. Puedes estar tranquilo. Lo maté con esta espada porque era tu enemigo.

Se extiende por el país la noticia de la muerte de Ganelón. Desde aquel día todos temen el bosque. Ya nadie se atreve a adentrarse en él por miedo a Tristán, temible en el llano y mucho más en la arboleda, propicia a las emboscadas. Los proscritos pueden vivir en él tan seguros como en un reino fuerte y protegido.

En estos lugares salvajes inventó Tristán el arco-que-no-falla. Nunca erraba el blanco y acertaba a herir en el lugar deseado. Por eso Tristán le dio este nombre. Era un arma de gran utilidad para los proscritos: les permitía nutrirse de caza, ciervos, liebres, gamos y jabalíes sin salir al llano.

Largos meses vivieron en el bosque. Su vida era dura, pero la presencia del uno bastaba al otro para hacerle olvidar todos sus sufrimientos. A veces, sin embargo, la bella Iseo temía que Tristán se arrepintiese y añorase su gloria pasada. Tristán sufría por las calamidades que debía soportar la reina pensando que quizá un día le hicieran lamentar su amor. Si el amor les hacía olvidar todas sus penalidades, sus rostros delgados y pálidos, sus figuras escuálidas y sus ropas desgarradas en harapos indicaban la dureza de su vida.

¡Señores! ¡Ocurrió un día de verano, en el tiempo de la siega, poco después de Pentecostés! Una mañana, al alba, salió de su cabaña Tristán, la espada al cinto. Fue a inspeccionar el arco-que-no-falla y después a cazar por el bosque. A su regreso, una gran pena le oprimía el corazón: ¿hubo jamás alguien tan desgraciado como ellos? ¡Nadie superó tantas calamidades! Sólo el estar juntos se las hacía olvidar. Cuenta la historia que nunca amantes se quisieron más ni pagaron tan alto precio por su amor. Iseo ha salido a su encuentro. El día es caluroso, el sol plomizo los amodorra. Tristán abraza a la reina.

—Amigo, ¿dónde has estado?

—Anduve por el bosque siguiendo a un ciervo; la persecución me ha agotado y desearía descansar.

Descubren una cabaña de ramas verdes, el suelo cubierto de hierbas. Iseo entra la primera y se echa sobre los juncos. Tristán lo hace después; saca su espada y la coloca entre los dos. Se acuestan vestidos: ¡si ese día hubieran estado desnudos gran mal les habría sobrevenido! La reina llevaba el anillo de gruesas esmeraldas que el rey le había regalado el día de la boda. Tanto habían adelgazado sus dedos que era maravilla que no se cayese. Dormían abrazados, los labios muy juntos, pero sin tocarse. Ni una brizna de viento los molestaba; sólo un rayo de sol, que se filtraba por entre las ramas, descendía sobre el rostro de Iseo que brillaba como cristal. Están solos. Governal cabalgaba lejos. ¡Señores!, ¡escuchad la aventura que pudo causarles tantos males!

Un florestero descubrió, cabalgando por el bosque, la cabaña en la que habían pasado la noche anterior. Siguió sus trazas hasta llegar al refugio donde descansaba Tristán. Reconoció a los amantes. La sangre se le heló en las venas: si Tristán despertara pagaría con su vida el descubrimiento. Huye sobresaltado: conoce el bando del rey y se felicita por la recompensa que obtendrá. Al llegar al palacio, Marcos administra justicia rodeado de sus barones:

—¿Qué noticia tan urgente me traes? —dice el rey al recién llegado—. ¡Vienes como alma que lleva el diablo! ¿Qué queja urgente te hace venir con tanta prisa? ¿No te han restituido una prenda? ¿O es que te han expulsado de mi bosque?

—Escuchadme, señor. Os lo explicaré brevemente. Oí el bando que pregonasteis sobre vuestro sobrino. Yo lo he visto dormido, con la reina. Gran miedo pasé al descubrirlo, pero vine a advertiros por temor a vuestra ira.

El rey llamó aparte al florestero y le preguntó en voz baja:

—¿Dónde los encontraste?

—En una cabaña, en el Morois. Si venís rápido podréis aún vengaros de ellos.

—Escucha —le replica el rey—, y por tu propia vida no digas a nadie, pariente o extraño, lo que has visto. Ve y espérame junto al cementerio, en el cruce de caminos al que llaman la Cruz Roja. Si es cierto lo que me dices te daré tanto oro y plata como desees.

El florestero se encamina hacia la Cruz Roja. ¡Ojalá le revienten los ojos! ¡Más le hubiera valido haber sido prudente que no, señores, morir de mala muerte como luego veréis!

El rey ordena que nadie le siga. Pese a las protestas de sus barones se deshace de su escolta. Hace ensillar su caballo y parte, espada al cinto. Durante el camino recuerda la traición de Tristán, cuando huyó con Iseo, la del claro semblante. Lleno de ira y rencor, marcha decidido a castigarlos si los encuentra. En la Cruz Roja se reúne con el florestero. Penetran sin perder tiempo en el espeso bosque. ¡Si Tristán estuviera despierto uno de los dos perdería la vida! Cuando se aproximan al lugar se detienen. El florestero le sostiene el estribo, el rey descabalga y ata las riendas a una rama de manzano verde. Se acercan a la cabaña. El rey se despoja de su manto: aparece su cuerpo robusto y gallardo. Hace señas al florestero para que se retire. Desenvaina la espada y avanza dispuesto a la venganza. Blande su arma, va a golpearlos (¡Dios! ¡Qué desgracia si lo hiciera!). Pero ve que Iseo lleva puesta su camisa y Tristán sus calzas, sus bocas no se juntan, la espada desnuda separa sus cuerpos.

—¡Dios mío! —exclama—. ¿Debo matarlos? Si se amasen con loco amor no dormirían vestidos, la espada desnuda entre ellos.

Contempla sus rostros: Iseo le parece más bella que nunca. La fatiga la había dormido y coloreado sus mejillas. Un rayo de sol caía sobre su rostro. El rey coloca su guante sobre el hueco por el que se filtra el rayo que abrasa el rostro de la reina. Suavemente sustituye el anillo de Iseo por el suyo y coloca su espada en lugar de la de Tristán, con la que un día su sobrino había matado al Morholt. Antaño, cuando el rey le había regalado el anillo, entraba con dificultad: tanto había adelgazado Iseo en su vida de fugitivos que ahora se le escapaba del dedo y era milagro si no lo perdía. El rey sale de la cabaña, despide al florestero y emprende su viaje de regreso. Renuncia a tomar venganza y oculta celosamente a todos lo ocurrido.

Entre tanto la reina soñaba que estaba en una rica tienda plantada en medio de una gran landa. Veía dos leones hambrientos que se acercaban a ella con ánimo de devorarla. Inesperadamente cada uno de ellos la tomaba por una mano. Dio un grito de miedo y despertó. El guante adornado de blanco armiño cayó sobre su rostro. Su grito despierta a Tristán. La sangre se le hiela en el pecho. Se incorpora y coge la espada: por el puño de oro y las piedras preciosas descubre que es la del rey. La reina se da cuenta del cambio de los anillos.

—Señor —dice Iseo con gran congoja—. ¡Estamos perdidos! ¡El rey nos ha descubierto!

—Tienes razón. Ha cambiado mi espada por la suya: podría habernos matado. Sin duda estaba solo y ha ido a buscar refuerzos. Salgamos del Morois, huyamos hacia el país de Gales.

En aquel momento llega su escudero con el caballo. Governal se sorprende al ver la palidez de su señor.

—¿Qué os ocurre? —le dice.

—Maestro —responde Tristán—. El fiero Marcos nos ha sorprendido mientras dormíamos. Ha cambiado las espadas y los anillos. Ha dejado su guante. Ha ido en busca de sus hombres y temo que nos prepare una celada. Querrá colgarnos o quemarnos y esparcir nuestras cenizas en presencia del pueblo. Sólo huyendo podremos salvarnos.

Escapan precipitadamente. Llenos de temor y angustia, cabalgan a rienda suelta durante varias jornadas. Salen del Morois, se adentran en el país de Gales. ¡Cuántos sufrimientos les deparó su amor! Más de dos años vivieron en el bosque, como ciervos acosados, unas veces errantes, otras refugiados en grutas o cabañas.

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