13. El Vado Aventurero

Desde que había oído la voz de Tristán, el rey se revolvía impaciente en su lecho. Mandó despertar a su capellán. Lo hizo venir a su cámara, le entregó la carta y escuchó atentamente su lectura. Sentía una gran alegría: su rencor hacía tiempo que había desaparecido y seguía amando a la reina. Despertó a sus barones y llamó a consejo a sus más allegados. Entonces les dijo:

—Señores, esta carta he recibido. Escuchad su contenido y luego aconsejadme noblemente como corresponde a los vasallos con su señor.

—Señores, escuchad —dijo Dinas levantándose el primero—. Conozcamos el contenido de esta carta y después quien tenga buen consejo que dar que lo haga, pues no hay peor mal que dar mal consejo a su señor.

Los nobles asintieron viendo la cordura de sus palabras. El capellán comenzó la lectura de la carta:

«Tristán, el sobrino de nuestro señor, envía sus saludos y sus deseos de amor al rey y a toda su baronía. Rey, recordad vuestro matrimonio con la hija del rey de Irlanda. Yo atravesé el mar y la conquisté con mi esfuerzo: me fue entregada en recompensa por haber dado muerte al dragón con cresta y escamas. La traje a vuestro reino y vos la tomasteis por mujer delante de vuestros barones. Poco tiempo habíais vivido con ella cuando los detractores os hicieron creer sus calumnias. Para demostrar la inocencia de la reina, me batiré con cualquier caballero que se atreva a afirmar que Iseo y yo nos amamos con amor culpable. Señor, recordad que en vuestro enfado quisisteis condenarnos a la hoguera. Dios tuvo piedad de nosotros. Escapé a la muerte saltando desde una alta roca. Entregasteis la reina a los leprosos, pero yo se la arranqué y la llevé conmigo para salvar su vida. ¿Cómo podía abandonar a la princesa que yo traje de Irlanda y que había sido injustamente condenada por mí? Con ella huí al bosque, pues, por temor a vuestro bando, no podía mostrarme en terreno descubierto. Habíais ordenado nuestra captura y sólo podíamos huir. Si queréis volver a tomar a Iseo, la del rostro claro, como vuestra esposa, no hallaréis en todo el país barón que os sirva con más lealtad que yo. Pero si os aconsejan alejarme de vuestra corte, cruzaré el mar, entraré al servicio del rey de Frisia y nunca más oiréis hablar de mí. Tomad consejo prudente. ¡Muchas penalidades hemos soportado en el bosque! O bien aceptáis nuestra reconciliación o bien devolveré la hija del rey a Irlanda, de donde la tomé, y será reina en su país».

Los barones oyeron que Tristán los retaba en duelo por la hija del rey de Irlanda. ¡Quién podía recoger el desafío! ¡Más valía acceder a la reconciliación y aceptar a la reina!

—Rey —dijeron a coro—, volved a tomar a vuestra esposa. Fueron insensatos los que levantaron calumnias contra la reina. En cuanto a Tristán, más vale que vaya a servir al poderoso rey de Galvoya a quien Corvos hace la guerra. Allí hallará de qué vivir y si un día lo deseáis podréis hacerlo volver a vuestra corte.

El rey preguntó tres veces:

—¿Hay alguien que acuse a Tristán de villanía y amor deshonesto con la reina?

Al ver que sus barones callaban, el rey se dirigió a su capellán:

—Ponedlo por escrito. Decid que acepto la reconciliación y que tomaré a la reina. Tristán marchará a otras cortes. ¡Estoy impaciente por ver a la bella Iseo que tantas calamidades ha soportado! Una vez sellada la carta, la colgaréis de la Cruz Roja esta misma tarde. No olvidéis los saludos de mi parte.

El capellán cumplió los deseos de Marcos. Tristán, por su parte, atravesó la Blanca Landa antes de la medianoche y recogió la carta sellada. Reconoció los emblemas de Cornualla y volvió a casa del ermitaño, que la leyó.

—Alegraos, Tristán —dijo el buen hombre—. El rey accede a lo que pedíais y vuelve a tomar a su esposa, según el consejo de sus barones. Pero no desean que permanezcáis en su corte: iréis a guerrear al servicio de otro señor durante uno o dos años. Después, si el rey lo quiere, podréis regresar junto a él. Dentro de tres días entregaréis a la reina en el Vado Aventurero.

—¡Dios! —dijo Tristán—. ¡Pronto nos separaremos! ¿Existe dolor mayor que el de perder a su amiga? Bella Iseo, ¿cómo podríamos evitarlo? Muchas penalidades has soportado por mí en este bosque salvaje. Cuando llegue el momento de despedirnos, te haré un presente en prueba de mi amor y tú a mí. En cualquier parte del mundo en que esté, en paz o en guerra, te haré llegar mis mensajes y acudiré en tu ayuda siempre que lo desees.

Iseo suspira y dice:

—Tristán, déjame a Husdén. Nunca montero tuvo perro tan bien tratado como éste lo será. Amigo, al verlo me acordaré de ti y por triste que esté recobraré la alegría. Tomarás a cambio mi anillo de jaspe verde. Si un día un mensajero dice venir de tu parte no lo creeré, por más que haga o diga, si no me muestra este anillo; pero si yo lo veo nada podrá impedir que haga cuanto me hayas mandado, por más que pueda parecer locura o insensatez.

Al otro día salió el ermitaño muy de mañana. Fue al monte de San Miguel de Cornualla, donde había un rico mercado. Compró peñas veras y grises, telas de seda, pieles diversas, lana fina y lino blanco más brillante que flor de lis, un palafrén de suave andar enjaezado con arneses de oro reluciente. Ogrín regatea, compra fiado y al contado, mira y remira hasta conseguir un rico vestido para la reina.

Los pregoneros proclaman por todo el país que el rey se reconcilia con la reina y que el encuentro ocurrirá en el Vado Aventurero. Damas y caballeros se preparan para acudir gozosos al lugar señalado: todos amaban a la reina, salvo los felones que la acusaron. ¡Dios los castigue! ¡No tardarán en pagar sus malas artes! ¡Dios abatirá su fiero orgullo y vengará a los amantes!

Al tercer día, Marcos se dirigió al Vado con gran tropel de gentes. Alzaron ricas tiendas y lujosos pabellones en la pradera. Tristán cabalga con su amiga revestido con la loriga, oculta bajo el brial, por temor a una emboscada. Ve las tiendas, los pendones y estandartes y reconoce al rey Marcos. Dulcemente se dirige a Iseo:

—Amiga, mira al fondo al rey, tu esposo, con todos sus barones, que han salido a recibirte. Ya no podremos hablarnos mucho tiempo. Guarda a Husdén, cuídalo bien. Recuerda que si algo te pidiese, por el Dios de gloria, cumple mi voluntad.

—Amigo Tristán, si me envías este anillo de jaspe verde no habrá torre, muralla, fortaleza que puedan retenerme e impedir que siga tu mandato.

Tristán la toma en sus brazos, la abraza y la besa.

—Amigo. Escucha una última petición. Me conduces al rey y a él me entregarás siguiendo los consejos del ermitaño. En su corte estaré rodeada de gentes extranjeras, sin nadie de mi linaje que me defienda: no abandones el país hasta saber cómo el rey se comporta conmigo. Al caer la tarde, cuando me hayas dejado junto al rey, ve a casa del florestero Orri: en la bodega de su cabaña encontrarás un refugio seguro. Te enviaré a Perinís que te llevará noticias de la corte. Amigo, mucho temo a los felones que nos acusaron. ¡Ojalá el infierno se abra para tragarlos y tengan pronto su castigo!

—Nada podrán, querida amiga. Permaneceré oculto. ¡Quién se atreva a acusarte tendrá que cuidarse de mí más que del Enemigo!

Abandonan el bosque. Se adentran en la llanura. Intercambian los saludos. El rey cabalga briosamente con Dinas de Lidán, a un tiro de arco de sus caballeros. Tristán avanza llevando por las riendas el palefrén de la reina.

—Rey —dijo Tristán—. Os devuelvo a la noble Iseo. ¡Nunca hombre hizo restitución más valiosa! Señor, nunca fui juzgado. Me condenasteis sin juicio, dando oído a calumnias. Dejadme justificarme ante vuestros hombres aquí reunidos y probar con las armas, a pie o a caballo, que nunca amor culpable me unió a la reina. Si soy derrotado, hacedme quemar en azufre, pero si salgo victorioso permitidme vivir en vuestra corte o retornar a Leonís.

Un barón de Nicole, hombre sabio y mesurado, se acerca al rey e intercede por su sobrino:

—Rey, conservadlo en vuestra corte. Si lo retenéis a vuestro lado seréis mucho más temido y respetado.

El rey vacila y guarda silencio. Confía la reina a Dinas, que la recibe gozoso. Le hace los honores, bromea con ella y le ayuda a despojarse de su manto de escarlata. Su cuerpo aparece bajo su brial de seda blanca adornado con hilos de oro. ¡Si el ermitaño pudiera verla tan hermosa no se arrepentiría de lo que gastó y trajinó para comprárselo! Todos contemplan su rico vestido, su porte majestuoso, sus ojos verdes y sus cabellos rubios. El senescal charla alegremente con ella. ¡A poco revientan de rabia los felones al verla tan bella y honrada! Como venenosos reptiles se acercan al rey:

—Señor —le dicen—, escuchad nuestro consejo. La reina fue acusada y huyó al bosque. Si ahora consentís que vuelva a la corte con Tristán todos pensarán que sois cómplice de su traición y seréis vilipendiado. Alejad a vuestro sobrino por un año: en ese tiempo podréis probar la lealtad de Iseo y volverlo a llamar.

El rey pensó que era consejo prudente y proclamó su decisión. Tristán se acerca a la reina para despedirse. Intercambian una larga mirada. Iseo enrojece, avergonzada ante tanta gente. Tristán se dispone a marchar. El rey se compadece: le pesa verlo alejarse tan desprovisto.

—¿Dónde irás con estos andrajos? —le dice—. ¿Qué rey podrá honrarte viendo tu indigencia? Toma de lo mío cuanto hubieras menester.

—Rey —responde Tristán—, no tomaré ni una blanca de vuestro haber. Iré gozoso, sin más compañía que Governal, a servir al poderoso rey de Galvoya que está en guerra.

El rey y gran parte de sus barones forman cortejo y lo acompañan camino del mar. Iseo lo sigue con la mirada, sin volver la cabeza hasta que desaparece del horizonte. Todos regresan, salvo Dinas, que, durante un tiempo, sigue cabalgando a su lado.

—Dinas —le dice Tristán—, saldré del país. Si un día te pido algo por medio de Governal, haz lo que te ordene.

Dinas le asegura su amistad, ambos se prometen ayuda mutua. Luego se abrazan y se separan tristemente.

A la noticia del regreso de la reina a la ciudad, todos salieron a recibirla, entristecidos por el exilio de Tristán. Las campanas repicaron, las calles se engalanaron de guirnaldas y tapices de seda, el suelo se cubrió de alfombras para festejar la vuelta de Iseo. La comitiva se dirigió al monasterio de San Sansón. Obispos, clérigos y monjes, revestidos con albas y casullas, acuden a recibirla y la conducen de la mano hasta el altar. El generoso Dinas le entrega una rica tela con recamados de oro que bien valdría cien marcos de plata. Iseo la ofrece al monasterio: de ella se hizo una hermosa casulla que sólo se usaba en los días de fiesta. Todavía se guarda en San Sansón como dan fe los que la han visto. Cuando Iseo salió del monasterio, el rey, sus condes y duques la condujeron hasta el castillo. Grandes festejos se hicieron. No hubo puerta del palacio que permaneciera cerrada y se dio de comer a cuantos pobres quisieron acudir. El rey eligió a trescientos siervos a los que dio la libertad, entregó armas a veinte donceles y los armó caballeros. Nunca, desde el día de su boda, conoció Iseo honores semejantes a los de este día.

Entre tanto Tristán cabalgaba. Dejó el camino que lo llevaba a los confines de Cornualla, tomó un sendero, volvió hacia atrás y, después de largos rodeos y mucho andar, llegó a la casa del florestero Orri que lo ocultó en su bodega. Nada le faltó: Orri era generoso y buen cazador; todos los días salía al bosque y regresaba trayendo jabalíes, jabatos, ciervos, corzos y gamos. Allí vivía Tristán oculto en el sótano con Governal. A través de Perinís, el fiel servidor, tenía noticias de su amiga.

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