14. El juramento ambiguo

Los felones se felicitaban por el exilio de Tristán. Su marcha los había envalentonado. No había transcurrido un mes cuando ya maquinaban cómo perder a la reina. Pensaban que Tristán estaba lejos, en tierras extrañas, y que ya nada tenían que temer. Marcos había salido de caza. Retenía su caballo mientras oía los gritos de la jauría que perseguía al ciervo, cuando Andret, Godoine y Denoalen se llegaron hasta él:

—Señor. Un consejo de honor os quisiéramos dar. Recordad que la reina no ha jurado en público su inocencia como reclamaban vuestros barones. Esta noche, a solas con ella, exigidle que lo haga y expulsadla de vuestro reino si se niega.

—¡Por Dios!, señores de Cornualla. ¡No cesan vuestras acusaciones contra la reina! ¿Qué pretendéis? ¿Que retorne a Irlanda? ¿No oísteis cómo Tristán ofreció defenderla en duelo? ¿Por qué no aceptasteis su desafío? Por vuestra culpa salió del país. Escuché vuestros falaces consejos y lo expulsé del reino. ¡Ahora pretendéis que expulse a la reina! ¡Maldito sea el que intente convencerme de tal desatino! ¡Poco os importa mi tranquilidad! ¡Con vosotros nunca podré tener paz! ¡Dios os confunda! Buscáis mi deshonra mas no lo conseguiréis: ¡haré que vuelva Tristán al que exilié por vuestros malos oficios!

Los felones tiemblan al pensar en el regreso de Tristán. Si esto ocurriera, ¡poco valdrían sus vidas! Piensan hacer las paces con el rey y evitar que éste, enojado, recurra a su sobrino.

—Señor —le dicen—, os mostráis enojado con nosotros porque hemos querido preservar vuestro honor y daros consejo leal. Puesto que no nos creéis haced vuestra voluntad. Nunca más volveremos a importunaros. Deponed vuestra cólera y perdonadnos.

Marcos se apoya sobre su arzón y les habla, sin dignarse mirarlos, como hombre enfadado:

—Señores, cuando escuchasteis el desafío de mi sobrino en defensa de la reina, fuisteis incapaces de coger los escudos para responder. Ahora os prohíbo que volváis a hablar de juicio. ¡Salid de mi reino! ¡Por San Andrés, venerado en Escocia!, habéis producido en mi corazón una herida que durará un año: con vuestras palabras engañosas lograsteis que expulsase a mi sobrino.

El rey se retira sin quererlos escuchar. Los tres barones, enojados, le responden con amenazas:

—Señor, dejaremos vuestra corte. Marcharemos a nuestros dominios donde poseemos castillos fuertes, rodeados de empalizadas y construidos sobre rocas inexpugnables. Desde allí os llegarán noticias de guerra.

No esperó Marcos a que tocasen a presa cobrada. Dejando en el bosque a su jauría y monteros, regresó malhumorado a palacio. Marchó solo, sin escolta y llegó al torreón sin ser visto por nadie. Descabalgó y entró en sus habitaciones. Iseo se levantó al verlo, salió a su encuentro, lo despojó de su espada y se sentó a sus pies. El rey la tomó de la mano y la levantó. La reina se inclinó ante él y al levantar la cabeza observó su rostro cruel y altanero. Comprendió que Marcos estaba enfadado. ¡Dios! ¿Qué puede ser? Piensa que ha encontrado y capturado a Tristán. La sangre le sube a la cabeza. Siente que el corazón se le hiela. Flaquea, palidece y cae desvanecida a los pies del rey. Marcos la levanta en sus brazos, la abraza y la besa. Piensa que está enferma. Al volver en sí le pregunta:

—Querida amiga, ¿qué ocurre?

—Señor, tengo miedo.

—¿De qué?

Iseo se tranquiliza. Los colores le vuelven:

—Señor, veo en vuestro rostro que tuvisteis un contratiempo con los monteros. No debéis enfadaros por una simple cacería.

El rey sonríe y la abraza:

—Señora, tres de mis más poderosos barones se han marchado de la corte, enojados conmigo. Tienen poderosos castillos bien fortificados y numerosos hombres de armas: no vacilarán en guerrearme. Desde largo tiempo buscaban mi mal; por sus consejos expulsé a mi sobrino mas hoy los he arrojado de mi corte por sus insidias.

La reina sonríe. Da gracias a Dios en su corazón al ver que su señor está enojado con los felones que los acusaron. Prudentemente pregunta al rey:

—Señor, ¿por qué los desterrasteis?

—Os acusaban.

—¿De qué?

—Porque no habéis demostrado vuestra inocencia con respecto a Tristán.

—Señor, estoy dispuesta a hacerlo.

—¿Cuándo?

—Dentro de quince días.

—Breve plazo es.

—Será suficiente. Señor. Escuchadme y dadme vuestro consejo. ¡Cómo es posible que no me dejen ni una hora en paz! Si Dios me ayuda me justificaré, pero yo misma fijaré las condiciones. Rey, no tengo en este país parientes ni hermanos que levanten un ejército para defenderme: así de poco serviría que me disculpase delante de la corte y de los barones; antes de tres días los felones volverían a exigir otra prueba. Pero, si se demuestra mi inocencia ante el rey Arturo y sus caballeros, ellos serán mis fiadores y se batirán con quien ose levantar una nueva calumnia. Por ello quiero que estén todos presentes: los cornualleses son maldicientes y poco nobles. Señor, fijad vos mismo el día y ordenad que todos, pobres y ricos, acudan a la Blanca Landa donde se hará el juicio. Anunciad que confiscaréis los bienes del que, desoyendo vuestra orden, no acuda.

—Bien habéis hablado —dice el rey.

Por todo el país se proclama que el juicio se celebrará dentro de quince días. Todos acudirán so pena de perder sus casas y heredades. El rey hace regresar a los felones. Vuelven contentos a la corte. ¡Señores! ¡Poco imaginaban lo que les ocurriría!

Ya conocen en todo el país la fecha fijada para la asamblea. Dicen que el rey Arturo acudirá con sus caballeros a la cita. Mientras tanto Iseo no pierde el tiempo. Envía a Perinís con un mensaje para Tristán, rogándole que recuerde todos los sufrimientos que por él soportó y le dé su ayuda para acallar las sospechas.

—Dile que acuda al vado al que llaman del Mal Paso. Se sentará sobre el montículo, junto a la ciénaga más acá de la Blanca Landa, donde un día me salpiqué el vestido. Irá disfrazado de leproso para que nadie pueda reconocerlo y pedirá humildemente limosna a cuantos por allí pasen.

Perinís atraviesa la llanura, se adentra en el bosque y a la caída de la tarde llega al refugio de Tristán. Acaban de levantarse de la mesa. Tristán se alegra al verlo pensando que le trae noticias de su amiga. Escucha atentamente el mensaje y promete acudir al lugar señalado, jurando que en breve tomará una venganza ejemplar de sus enemigos. El fiel paje se despide de Tristán. Sube de un salto las escaleras de la bodega, monta en su caballo y pica espuelas. Se dirige a Carduel, donde transmitirá al rey Arturo el mensaje de Iseo. Quiso la suerte que al llegar a la ciudad le informasen de que el rey estaba en Isneldone. Allá fue el buen Perinís. Al llegar encontró en una de las puertas a un pastor que tocaba el caramillo y le preguntó dónde estaba el rey.

—Señor, está en su trono con sus caballeros. Entrad. Veréis la Tabla Redonda que gira como el mundo.

Perinís entra en palacio. En una gran sala adornada con frescos y cortinas, encuentra al rey Arturo rodeado de sus caballeros:

—Dios salve al rey Arturo y a toda su compañía —saluda gentilmente Perinís—, de parte de mi señora, la reina Iseo de Cornualla.

—Que el Dios del cielo la salve y la guarde —responde Arturo—. Mucho me place escuchar su mensaje.

—Señor. Os diré el motivo de mi viaje. La reina se reconcilió públicamente con su esposo y Tristán ofreció luchar para mostrar su inocencia. No hubo nadie capaz de recoger su desafío. Ahora, los barones felones que odian a Tristán han pedido al rey que exija el juramento de la reina. Marcos vacila: ora escucha a los unos, ora a los otros. Nadie hay en la corte que sea del linaje de Iseo. Por eso os suplica que, dentro de doce días, acudáis al Vado Aventurero para que, una vez justificada la reina, podáis servir de garantes.

Arturo lo aprueba. Galván, Girflet e Iván, hijo de Urien, juran que tomarán buena venganza de los traidores. Luego preparan minuciosamente su viaje a Cornualla.

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