15. La Blanca Landa

Catorce noches habían pasado: llegó el día de la justificación de la reina. Tristán, su amigo, no había permanecido inactivo. Vestido de burda lana, sin camisa, con sayal de bastos paños, capa deslucida y botas remendadas, todos lo tomarían por leproso. Sin embargo, bajo los ropajes andrajosos esconde la espada atada al costado. Al salir de su refugio Governal, su fiel ayo, le recomienda prudencia:

—Señor Tristán —le dice—, sed cauteloso. ¡Cuidad que la reina no os haga una señal que os delate!

—Maestro —le responde Tristán—. No olvidaré tus palabras. Mas está tú atento para seguir mis indicaciones. Tráeme mi lanza, mi escudo y ten presto mi caballo ensillado. Permanecerás emboscado cerca de la pasarela. Oculta mi caballo, blanco como flor de lis, no sea que alguien lo descubra y reconozca. Vendrá el rey Arturo con sus caballeros y Marcos con sus barones. Habrá torneo y yo participaré en él por amor a Iseo: por eso ata a mi lanza la manga que ella me dio.

Tristán cogió su cuenco, su muleta y las tablillas de leproso y se puso en camino. Governal preparó su arnés y marchó hacia el lugar convenido. Al llegar al Mal Paso, Tristán se sienta sobre un montículo, junto a la ciénaga. Coloca ante sí el bordón que le cuelga del cuello, atado con una cuerda. A su alrededor se extienden los lodazales fangosos. Erguido no parece enfermo ni deforme: es fuerte y de gentil porte, pero tiene el rostro hinchado y tumefacto. La comitiva se acerca. Cuando alguien pasa delante de él, agita las tablillas, golpea el cuenco y grita:

—¡Ay de mí! ¡Nunca pensé verme reducido al oficio de pedir limosna! ¡Mas ahora no puedo hacer otra cosa!

Tanto insiste que todos echan manos de sus bolsas. ¡Con qué habilidad logra obtener limosna! ¡Uno que durante siete años hubiera sido truhán no sería tan avezado! ¡Incluso los correos de a pie y los garzones le dan algo de lo suyo! Unos le dan limosnas, otros golpes. El vil populacho lo empuja y lo trata de pícaro y holgazán. Pero Tristán los rechaza con su muleta, y ¡a más de quince hace sangrar! Los jóvenes nobles y bien nacidos le dan un ferlín o una blanca esterlina. Él los recoge y promete beber a su salud, pues tiene en su cuerpo un fuego que no logra apagar. Unos ríen, otros se compadecen: nadie sospecharía que no fuera leproso.

Los criados van y vienen. Aprestan las tiendas de sus señores. La pradera resplandece con los pabellones de colores diversos.

Llegan los caballeros, cabalgando por caminos y sendas. Al llegar al Mal Paso, el terreno, demasiado hollado, está lleno de fango: los caballos se hunden hasta los flancos, unos resbalan, otros caen. Tristán ríe y les grita:

—¡Sujetad fuertemente las riendas y espolead con fuerza los caballos: sólo hay este trozo lleno de barro!

Los caballeros intentan pasar, pero se hunden en la ciénaga: quien no tiene botas altas pasa serias dificultades. El malato no piensa en socorrerlos. Por el contrario, cuando ve a uno que resbala hace sonar sus tablillas y golpea el cuenco con el jarro, gritándoles:

—¡Tened compasión de mí! ¡Que Dios os ayude a salir del Mal Paso! ¡Dadme una ayuda con la que pueda comprarme ropas!

¡Curioso lugar para pedir limosna! Tristán lo ha elegido por maligna diversión: quiere que cuando pase su amiga, Iseo, la de los cabellos dorados, se divierta.

Grande es el tumulto en el Mal Paso. Los que han logrado atravesar la ciénaga salen con las ropas salpicadas y los gritos de los que resbalan en el fango se oyen desde lejos.

Llega el rey Arturo con su séquito. Los de la Tabla Redonda vienen con sus escudos nuevos, sus caballos bien cuidados, las armas con bellos emblemas y las corazas relucientes. Hacen unas justas delante del Mal Paso. Inspeccionan el terreno por temor a hundirse en el fango. Tristán reconoce al rey y le llama:

—Rey Arturo, soy un pobre gafo enfermo, jorobado, contrahecho y extenuado. Soy hijo de un hombre pobre que nunca poseyó tierras. Vine aquí para pedir limosna: no puedes negarme tu ayuda, pues mucho bien oí de ti. Tú vistes buen paño gris de Ratisbona y camisa de seda de Reims, tu cuerpo es blanco y robusto, calzas polainas de fina lana. Mientras que otros van calientes, mi cuerpo, convulsionado por los picores, tirita. ¡Por el amor de Dios, dame tus polainas!

El rey se compadece. Dos jóvenes lo descalzan y entregan sus polainas al leproso que las recoge y vuelve a sentarse sobre su montículo, sin dejar de pedir a cuantos pasan: ¡buenos ropajes obtuvo ese día!

El rey Marcos, con porte fiero y altanero, se aproxima al charco. El leproso lo aborda, haciendo sonar las tablillas y gritando con voz ronca:

—Rey Marcos, ¡tened compasión de este pobre leproso! El rey se despoja de su capucha y se la ofrece.

—Toma, hermano —le dice—, póntela sobre la cabeza. Con ella evitarás las inclemencias del tiempo.

—Dios os lo pague, señor —dice Tristán tomándola y guardándola bajo su capa.

—¿De dónde eres? —le pregunta el rey.

—De Carlion, soy hijo de un gales.

—¿Desde cuándo vives alejado de las gentes?

—Desde hace tres años, señor. Mientras estaba sano, tenía una amiga cortés. Por ella tengo estas corcovas. Ella me hace tocar, día y noche, estas tablillas para atraer con su ruido a los transeúntes que me dan limosna por amor de Dios.

—¿Cómo te produjo este mal tu amiga?

—Señor rey, su marido era malato. Como hacía el amor con ella, este mal me vino de nuestra vida en común. Pero no existe mujer más bella que ella.

—¿Y quién es? —pregunta el rey divertido.

—La bella Iseo se viste como ella.

El rey ríe al escucharlo. Arturo se acerca al rey, lo saluda y le pregunta por la reina. «Viene por el páramo —dice Marcos—. Dinas la acompaña». Y ambos comentan la dificultad de atravesar el Mal Paso.

Llegan los tres felones. ¡El fuego del infierno los engulla! Preguntan al malato el lugar de más fácil acceso. Tristán señala con su cachava una gran grieta:

—Veis la turbera detrás de esta charca. Es el mejor sitio para pasar: por allí vi atravesar a varios.

Entran en el fango por donde el malato les señala. Los caballos resbalan y se hunden hasta los arzones.

—¡Espolead fuerte los caballos! —les grita el enfermo desde su montículo—. ¡Un esfuerzo más y basta! ¡Y, por el santo Apóstol, dadme una limosna!

Pero los caballos se hunden cada vez más y sus jinetes hacen esfuerzos desesperados para escapar. ¡Escuchad al gafo cómo los engaña!

—Señores, sujetaos bien sobre los arzones. ¡Mal haya de este fango! ¡Despojaos de los mantos y nadad: otros han escapado así!

Por fin llega la bella Iseo. Ve a sus enemigos enlodados y a Tristán sentado sobre el montículo y sonríe contenta. Descabalga y se dirige a pie al borde de la ciénaga. Del otro lado la esperan los reyes y los barones que observan cómo los felones enfangados gesticulan y se hunden en el barro. El malato los hostiga sin cesar:

—Señores, ha llegado la reina que viene a demostrar su inocencia. ¡No faltéis al juicio! Luego se dirige a Denoalen:

—¡Agárrate a mi bastón con las dos manos! ¡Yo te sacaré de aquí!

Alarga su cachava que el barón agarra como desesperado. Tristán da un fuerte tirón y suelta la cachava: el felón cae de espalda sumergiéndose en el lodo.

—No he podido evitarlo —le grita el leproso—. Las articulaciones no me responden. Tengo las manos entumecidas por el mal de Acre, los pies hinchados de la gota y los brazos secos como corteza de árbol. Desde que atrapé la enfermedad he perdido la fuerza.

Dinas acompaña a la reina. Hace un guiño a Tristán, al que ha reconocido bajo su disfraz. ¡Mucho se divierte al ver la mala pasada que ha jugado a los felones! Tras grandes esfuerzos logran salir de la ciénaga, cubiertos de lodo hasta la cabeza. Del otro lado del paso, Dinas comenta en voz alta a la reina.

—Señora, lástima sería que ensuciaseis vuestros vestidos en este fango.

Iseo sonríe al ver que Dinas comprende su astucia. Dinas se aleja y cruza por un vado, junto a un espino blanco. La reina se acerca al palafrén, le ata las franjas de la gualdrapa por encuna de los arzones, coloca las riendas bajo la silla, le quita el pretal y el freno: ningún escudero o palafrenero lo haría mejor para protegerlo del barro. Llega hasta el vado, da un golpe de fusta al palafrén y el animal pasa al otro lado. Los dos reyes y todos sus barones la contemplan admirados. Iseo vestía brial de seda venida de Bagdad, forrado de blanco armiño, y pellizón gris con larga cola. Sus cabellos caían sobre sus hombros trenzados con hilos de oro. Su piel es blanca, fresca y sonrosada. Se adelanta hacia Tristán.

—Malato —dice—, te necesito.

—Reina noble y digna. ¿Qué puedes querer de mí? Pero estoy a tus órdenes.

—No quiero enlodar mis vestidos: tú me servirás de asno para llevarme al otro lado.

—¡Ay!, noble reina. ¿Cómo me pides tal cosa? ¿No ves que soy malato, jorobado y contrahecho?

—¡Ven acá, tunante! ¿Crees que me vas a contagiar tu mal? No te preocupes, no ocurrirá.

—¡Sea lo que Dios Quiera!

— ¡Venga! Estás fuerte. Vuélvete e inclina la cabeza: montaré a caballo sobre ti.

El enfermo se vuelve con una sonrisa maliciosa. La reina monta a caballo sobre su espalda y aprieta sus piernas contra sus costados. El malato avanza despacio, por momentos hace como si fuese a caer y aparenta un gran sufrimiento. Del otro lado de la ciénaga, reyes y barones la miran extrañados y acuden en su ayuda. Ora tropiezo, ora me inclino, el malato alcanza la otra orilla. Antes de retirarse pide a la reina que le dé para su sustento.

—Dadle algo, reina —dice Arturo—, que bien se lo ha merecido.

—¡Fe que os debo! —responde la bella Iseo—, ¡este truhán es fuerte y bastante ha recaudado por hoy: no podrá comer en una semana todo lo que tiene! He sentido bajo su capa su zurrón lleno de panes y de carne. Vendiendo vuestras polainas podrá obtener cinco sueldos esterlinos y con el capuchón de mi señor podrá comprar un lecho o borrego para hacerse pastor o un asno para pasar a los que quiera atravesar la ciénaga. Es un holgazán que bastantes limosnas ha recibido hoy. No seré yo quien le dé ni un ferlín ni una malla.

Ríen los dos reyes. Ayudan a subir a su palafrén a la reina y se alejan conversando alegremente.

Entretanto Tristán abandona la ciénaga y vuelve a reunirse con Governal que lo espera con dos caballos de Castilla, con sillas y frenos, dos lanzas y dos escudos. Ambos pusieron buen cuidado en no ser descubiertos. Governal lleva cofia de seda blanca que no le deja ver sino los ojos. Tristán cabalga sobre Bello Jugador, el rostro oculto tras un velo negro, la loriga, la silla y el escudo cubiertos por una sarga del mismo color. En la punta de la lanza lleva la enseña de su amiga. Atraviesan un verde prado, entre dos valles, y surgen al galope en la Blanca Landa.

—Ves a esos dos caballeros —pregunta Galván, el sobrino de Arturo, a Girflet—. No los conozco. ¿Sabes tú quiénes son?

—Sí —responde Girflet—, el de las insignias negras es el Negro de la Montaña. También conozco al otro, al de las armas moteadas: es un color que no se usa en este país. Ambos son seres de otro mundo.

Comienzan las justas. No tardaron Tristán y Governal en derrotar a todos sus adversarios. Ignorando quién es, Andret embiste contra Tristán que para el golpe y lo tira a tierra rompiéndole el brazo. Iseo reconoce a su amigo y sonríe. Entonces Governal descubre al florestero que había querido entregar a Tristán y la reina cuando dormían en el bosque. Salía de las tiendas. El fiel ayo corre hacia él y lo atraviesa con su lanza de parte a parte. Cae el traidor al suelo, muerto sin tiempo para pedir confesión.

Acabaron las justas y juegos. Tristán y Governal vuelven a pasar el vado ante los ojos extrañados de todos los barones que piensan que son fantasmas y no hombres terrenales.

Arturo cabalga al lado de Iseo. Ambos se dirigen a la Blanca Landa. ¡Corto se le hizo el camino! Resplandece la pradera con las tiendas ricamente engalanadas. Brilla el oro de tapices y alfombras. Muchos caballeros pasean con sus amigas.

Resuenan a lo lejos los cuernos de caza de los que persiguen al ciervo. Los reyes atienden las demandas de sus vasallos y los ricos distribuyen generosos presentes entre los menos afortunados. Nunca viose fiesta más esplendorosa. Juglares tañían arpas y cítaras y cantaban fábulas y lays. Se oían trompas y bocinas. Dispusieron las mesas para la cena. Después de la comida el rey Arturo visitó, con sus más íntimos caballeros, el pabellón del rey Marcos. Los dos reyes dispusieron el juramento de la reina, que tendría lugar al día siguiente. Entrada la noche se retiraron a sus pabellones. Todos la pasaron en la landa.

Los atalayas tocaban al alba. Era la hora de prima: el sol calentaba ya, y había disipado la bruma y el rocío. Los cornualleses se reúnen: no había caballero en todo el reino que no hubiera venido con su mujer. Ante el pabellón de Arturo extienden un tapiz de seda y brocado venido de Nicea, bordado con menudas figuras de animales. Sobre él ponen todas las reliquias de Cornualla que se guardan en tesoros, relicarios, filacterios, estuches, arcas y cajas. Arturo habló el primero:

—Rey Marcos. Mal te aconsejó quien te incitó a reunir esta asamblea. Quien lanzó la sospecha debería haber defendido sus propósitos con las armas y no rehuir el combate. Prestas demasiada complacencia a las palabras calumniadoras. La reina Iseo se adelantará y, a la vista de todos, jurará, con la mano derecha puesta sobre las reliquias, que nunca tuvo relaciones ilícitas con tu sobrino, ni lo amó con pasión culpable. Sepan todos que después de su justificación, colgaré a los que se atrevan a acusarla de locura y tú ordenarás a tus barones que no vuelvan a molestarla con propósitos maldicientes.

—¡Ah!, señor Arturo —responde Marcos—. ¿Qué puedo hacer? Con razón me reprochas el haber prestado oídos a los envidiosos. ¡Bien a mi pesar les hice caso! Pero, después de la prueba, no habrá quien se atreva a maldecir de la reina que no reciba su merecido. En contra de mi voluntad he aceptado esta justificación. ¡Que tengan cuidado de hoy en adelante los detractores!

Todos se sientan en filas bien ordenadas. Sólo los dos reyes permanecen de pie y toman a Iseo de la mano. Los caballeros de Arturo rodean las reliquias.

—Reina —dice el rey Arturo—, ¿juráis que nunca Tristán sintió por vos amor deshonesto, sino sólo el afecto que debía tener por la esposa de su tío?

—Señores —dice Iseo—. Juro por Dios, por San Hilario, por estas sagradas reliquias y por todas cuantas existen en el mundo que nunca hombre entró entre mis piernas, salvo el malato que me tomó sobre su espalda para cruzar el vado y el rey Marcos, mi señor. Si alguien pide que haga otra prueba estoy dispuesta a aceptarlo.

Todos aceptan el juramento y rechazan otras pruebas:

—¡Con qué fiereza ha jurado! —dicen todos—. ¡Bien se ha justificado! ¡Más ha dicho de lo que exigían los felones! ¡No hacen falta más pruebas! Después del juramento que hemos oído desaparece toda sospecha del rey hacia su sobrino. ¡Mal le venga a quien dude de su palabra!

Galván, sobrino de Arturo, se levanta y en voz alta, para que todos puedan oírlo, dice a Marcos:

—Rey, hemos presenciado el juramento. Si uno de los felones vuelve a acusar a la reina y la noticia llega hasta nuestros oídos, acudiremos en el acto en su defensa.

—Gracias, señor —responde Iseo.

Iseo, la de los cabellos dorados, da las gracias al rey Arturo:

—Señora —le responde el rey—. Mientras yo viva nadie osará mencionar vuestro nombre si no es para alabaros. Ruego al Rey, vuestro señor, que nunca vuelva a escuchar a los traidores.

—Si algún día lo hago —dice Marcos—, caiga sobre mí vuestro oprobio.

Los dos reyes se separan. Arturo marcha a Durelme, Marcos emprende el camino de la corte. Los cortesanos los despiden. Iseo sonríe feliz y envía en secreto a su fiel Perinís a casa del florestero Orri para dar cuenta a su amigo de cómo transcurrió el día.

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