16. Tristán ruiseñor

El rey ha hecho la paz con los barones de su reino: todos lo respetan y lo temen. Rodea de honores a la bella Iseo y multiplica sus manifestaciones de afecto. Iseo se esfuerza por adaptarse a la vida en común con el rey. Durante el día aparenta alegría, pero su verdadero refugio son sus sueños. Cuando llega la noche, mientras duerme, comienza su verdadera vida. Entre tanto, Tristán se debatía en terribles dudas. El efecto del filtro pasó, pero su amor es de tal naturaleza que el recuerdo es peligroso y mata en él el arrepentimiento. El deseo renacía a cada ocasión desde que en el Mal Paso había sentido palpitar junto a él el bello cuerpo de la reina. Se consumía, incapaz de librarse de las redes del amor, triste de traicionar su fe de caballero. Sólo le quedaba un remedio: cumplir la promesa hecha a Marcos y alejarse del país. ¿Para qué seguir merodeando por los alrededores? En vano arriesgaba su vida y la del florestero Orri y la tranquilidad de la reina. Durante tres días se debatió en la duda, no pudiendo decidirse a alejarse del país donde vivía Iseo. Al cuarto llamó a su ayo, se despidió del buen florestero que los había albergado y emprendieron el camino hacia el país de Gales.

Marcharon tristemente, en medio de la noche. El camino bordeaba el jardín donde, en otro tiempo, Tristán acudía al encuentro de su amiga. La luna brillaba e iluminaba el gran pino donde antaño venía para arrojar sus trocitos de madera tallada.

—Maestro, aguárdame en el bosque próximo. Volveré en breve tiempo.

—¿Dónde vas, hijo? ¿No sabes que puedes encontrar la muerte?

Sin vacilar, Tristán dio un gran salto, franqueó las estacas del vallado y se acercó al gran pino.

La reina estaba en su cámara. El rey, dormido, la tenía en sus brazos. De repente escuchó un canto suave y triste como el del ruiseñor que se despide al terminar el verano. La reina reconoció a su amigo que en el Morois imitaba el canto del ruiseñor, del papagayo, de la oropéndola y de todos los pájaros del bosque. «Es Tristán —pensaba—, que viene a darme su último adiós». Allí fuera, la melodía dulce y lastimera se hacía más vibrante. «Es Tristán que aguarda fuera, en medio de la oscuridad y del frío». ¿Cómo podría no acudir?

Suavemente se desliza de los brazos del rey. Sobre su camisa echa un manto de peñas grises. Para llegar al jardín tenía que atravesar la sala vecina donde diez caballeros vigilaban, por la noche, los accesos al castillo: mientras cinco dormían, los otros cinco guardaban puertas y ventanas. Por fortuna, el sueño había rendido a los diez vigilantes: cinco dormían en lechos, cinco sobre esteras. Con paso firme y decidido, llegó a la puerta y corrió el cerrojo. Al rozar contra la gruesa barra de hierro su anillo tintineó, pero no se despertó ninguno de los vigías. Llegó hasta el jardín y la voz del ruiseñor se calló.

Tristán salió a su encuentro y la abrazó en silencio. Como cosidos por lazos invisibles permanecieron unidos hasta el alba. Durante gran parte de la noche, a despecho del rey y de los vigías, se entregaron al amor y al placer.

Esta noche enloqueció a los amantes. Olvidaron toda prudencia. ¡Lejos quedaron los propósitos hechos ante el ermitaño! A partir de ese día, como el rey había marchado a San Lubín para administrar justicia, Tristán volvió a casa de Orri y por la noche atravesaba entre las sombras el jardín y penetraba hasta las habitaciones de las mujeres.

Un día un siervo lo divisó y acudió a prevenir a los felones, Andret, Denoalen y Godoine, deseoso de obtener una recompensa.

—Señores —les dice—, el rey os guarda rencor porque exigisteis el juramento de la reina. Podríais vengaros si demostráis que vuestras sospechas eran exactas. Tristán tiene más argucias que Renart.

Ha hecho creer a todos que se ha alejado del país, pero permanece escondido en los alrededores y cuando el rey está ausente sale de su guarida y acude a la habitación de la reina.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto esta mañana.

—¿Iba solo?

—Con su amigo Governal.

—¿Dónde viven? ¿En casa de Dinas?

—¡Yo qué sé!

—¿Cómo podremos verlo?

—Yo os lo indicaré, pero el servicio merecerá una buena recompensa.

—Fija tú mismo el precio.

—Un marco de plata.

—Mucho más obtendrás si es cierto lo que dices. ¡Nunca volverás a lamentarte de pobreza!

—Escuchad entonces —dice el villano—. En la habitación de la reina hay una pequeña ventana, cubierta por una cortina, que da sobre el riachuelo del jardín. Uno de vosotros se encaramará sobre la pared y se acercará a la ventana: con una rama de punta afilada enganchará la cortina y la correrá de forma que podáis ver lo que ocurre cuando Tristán se llegue a la reina.

Los felones aceptaron el plan y deliberaron sobre quién treparía hasta la ventana.

Segura por su juramento, la reina había olvidado toda prudencia. Sabiendo que el rey dejaría el palacio antes del amanecer, envió a Perinís a Tristán para que acudiese muy temprano.

Al día siguiente, Tristán se puso en camino siendo todavía de noche. Caminaba entre las zarzas espesas cuando vio a Godoine que venía por la llanura. Se ocultó tras un matorral, desenvainó la espada y le tendió una emboscada. Por desgracia, Godoine cambió bruscamente de ruta. Tristán salió de su escondite y oteó el horizonte: el traidor estaba demasiado lejos para alcanzarlo. No pasó mucho rato sin que viera, en la lontananza, a Denoalen, cabalgando sobre un palafrén negro con dos grandes lebreles: iba a levantar un jabalí en un soto. Tristán lo aguarda detrás de un manzano. ¡Antes de que los perros logren desalojar la pieza de su cubil, su dueño habrá recibido un golpe que nadie podrá curar! Se despoja de la capa. Denoalen se acerca sin sospechar su presencia. De un salto Tristán le cierra el paso. En vano intenta huir el felón. Tristán le asesta tal golpe con su espada que de un tajo le separa la cabeza del cuerpo. Luego le corta las trenzas y las guarda en su jubón para mostrarlas a Iseo, su amiga. Durante el camino hacia el castillo lamenta que Godoine no haya corrido una suerte pareja.

Pero el felón había alcanzado ya el castillo. Apostado en la ventana, había levantado la cortina con una larga rama de espino afilada y contemplaba la habitación ricamente tapizada. Primero entró Perinís. Luego apareció Brangel, que acababa de peinar a su señora y llevaba aún el peine en la mano. Vio después a Iseo. Al final, apareció Tristán, en una mano su arco con dos flechas, en la otra las largas trenzas de su enemigo. La reina acude a saludarlo y descubre, en el marco de la ventana, la sombra que proyecta la cabeza del felón. Hábilmente oculta un gesto de temor y de rabia.

—¡Mira estas trenzas! —le dice Tristán—, ¡eran de Denoalen! ¡Ya nada tendrás que temer de él! ¡He tomado buena venganza! ¡Éste no volverá a comprar ni vender escudo ni lanza!

Iseo no tiene humor para bromas.

—Tristán —le responde—. Tensa el arco, quiero ver si está bien tirante. Empúlgalo y cuida que no se retuerza la cuerda. Veo algo que me molesta.

Tristán perplejo medita un instante. Comprende que Iseo ha visto algún peligro. Levanta la cabeza y descubre, a través de la cortina, a Godoine. «¡Ah, Dios! —se dice—, ¡no permitáis que yerre el blanco!». Se vuelve hacia la pared, tensa el arco y dispara. Más veloz que un esmerejón o una golondrina parte la saeta, se clava en el ojo del traidor y le atraviesa el cráneo y el cerebro más rápido que si hubiera sido una manzana madura. El felón cae, se golpea contra una alcaceña y se estrella contra el suelo. Iseo, asustada, dice a Tristán:

—Amigo, tienes que huir. ¡Ya ves que los felones conocen tu refugio! ¡Ya no estarás a salvo en la cabaña del florestero! Andret podría decírselo al rey. ¡Huye, amigo! Perinís ocultará en el bosque el cuerpo del traidor y Marcos nunca sabrá lo que ocurrió.

—Amiga Iseo, ¿cómo podré vivir lejos de aquí? Pero no puedo evitar marchar sin saber dónde ni a qué país. Si un día alguien te presenta el anillo de jaspe verde, ¿harás lo que te pida?

—Nada ni nadie podrá impedir que siga tu voluntad.

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