17. Petit-crú

Tristán se dispuso a abandonar el país de Marcos y de la bella Iseo. Tras varios hechos de armas, se dirigió a Norgales, en Galvoya, donde sirvió con su espada a los reyes y duques de esta región. Entre otras hazañas desafió y mató en combate cuerpo a cuerpo a Nabón el Negro y liberó a sus dos mil prisioneros: desde ese día el Valle de la Esclavitud trocó su nombre por el de la Libertad de Tristán y los bretones compusieron un lay para celebrar su hazaña.

Después de diversas correrías, marchó al país de Gales, donde gobernaba el duque Gilán, un caballero joven, poderoso y liberal. El duque lo acogió gozoso y lo honró más que a todos su amigos por la fama, nobleza y valentía de Tristán. Un día estaba Tristán sentado triste y pensativo. En vano intentaba el duque distraerlo: hizo traer tablas y dados, pero Tristán continuaba taciturno; pidió un tablero de ajedrez, más, absorto en sus pensamientos, olvidaba el juego. Entonces el duque decidió mostrarle su pasatiempo favorito, que a nadie enseñaba y con el que se solazaba en sus horas de tristeza. Llamó a su chambelán y le pidió que le trajese a Petit-crú. Sus criados extendieron sobre el suelo un tapiz jaspeado; encima pusieron un perrillo apenas más grande que una corneja. Venía del Avalón: un hada lo había regalado al duque. Tal era la belleza de su cuerpo que nadie podría describir sus cualidades. De cualquier lado que lo mirasen brillaba con colores tan diversos que era imposible decir si su piel era bermeja o plateada, índigo o variegada. Observado de frente parecía blanca, negra y verde como cebolla; visto de lado, su piel se volvía bermeja y quien lo viera por detrás diría que era pardo y amarillento como pluma de oriol. Nunca se vio animal más bello, dócil, diestro y obediente y quien lo contemplaba quedaba extasiado. Los criados le quitaron ante el duque la cadena de oro que lo ataba y, al sacudirse, el cascabel que llevaba al cuello empezó a sonar con un tintineo tan suave y maravilloso que parecía proceder del paraíso. Al escucharlo, Tristán olvidó su tristeza, pues tal era la virtud del cascabel de Petit-crú que quienquiera que lo oyera olvidaba al instante sus penas y se alegraba por doliente, apesadumbrado o ceñudo que estuviera. Tristán lo escuchaba extasiado y acariciaba su piel dulce como la seda. Contemplaba el sortilegio y pensaba que Iseo abandonaría todas sus tristezas si lograse enviarle a Petit-crú con su cascabel mágico.

Al día siguiente, mientras el príncipe se solazaba en su cámara, Tristán acudió a él con su arpa.

—Tristán —le dijo el duque— mucho me agradaría escuchar vuestras canciones.

Tristán tomó el arpa y comenzó a cantar algunos de los lays que había compuesto durante su vida errante: el Lay de las Lágrimas, que recordaba su viaje a la aventura en busca de remedio para la herida recibida en su lucha contra el Morholt; el Recuerdo de Victoria, en el que hablaba de su triunfo contra la serpiente crestada. El duque los escuchaba arrobado, admirando su canto y la suave melodía que se desprendía de su arpa.

—Tristán, pídeme lo que quieras, pero no ceses de cantar.

—Señor —le dijo Tristán—. Escucharéis el Lay del Brebaje de amor: es la triste historia de una bella princesa a quien su madre entregó en las vísperas de su boda un brebaje hecho por nigromancia para retener en las redes del amor a su señor. Por desgracia no fue su señor quien lo bebió. Luego os cantaré el Lay de Alegría, en el que los dos amantes se encuentran en la llanura una mañana clara de mayo. Pero antes oíd la Madreselva.

Tristán lo había compuesto un día que acechaba el cortejo de la reina. Había cortado una rama de avellano, la había alisado y pulido y había grabado en ella estas palabras: «Ni tú sin mí, ni yo sin ti». Era la señal para que Iseo, al verlo, supiera que su amigo estaba en las cercanías. Tristán se comparaba, en este lay, a la madreselva que se prende al avellano y mientras están enlazados pueden vivir largo tiempo, pero, si los separan, ambos perecen.

Al terminar el día, Tristán dijo al duque:

—Señor, me habéis prometido una recompensa.

—Cierto —replicó el duque—, y estoy dispuesto a otorgártela. Dime lo que deseas.

—Algo de lo que os costará mucho desprenderos.

—No, amigo. Nada puedes pedirme que no te dé gustoso por la alegría que me produjo tu canto.

—Entonces, señor, dadme el perrillo del cascabel mágico.

El duque Gilán se hizo de rogar: preferiría que le hubiera pedido un traje, un palafrén o una parte de su reino. Pero no podía faltar a su palabra. Tristán buscó a un gentil juglar y le entregó el perrillo para que fuese a Cornualla y lo pusiera en manos de la reina. Iseo recibió a Petit-crú: toda su tristeza desapareció al escuchar el tintineo de su cascabel; sólo alegría sentía al recordar a Tristán y pensar en sus amores pasados. Nunca se separaba la reina del perrillo: cuando cabalgaba lo hacía llevar delante de ella en una jaula de oro; cuando permanecía en su cámara Petit-crú dormía a su lado sobre un cojín de seda. Mas apenas oyó su cascabel se apiadó del triste sino de Tristán. «¿Cómo podría estar alegre mientras él vive desterrado y triste por mí?», se decía. Entonces arrancó a Petit-crú el cascabel mágico que perdió así toda su virtud y ya nunca su dulce tintineo pudo alejar las penas.

Tristán marchó del país de Gales. Su vida errante lo llevó de aventura en aventura a Normandía. Más tarde sirvió al emperador de Roma. Tras un tiempo pasó a España donde luchó contra el sobrino del Gran Orgulloso, quien en otro tiempo se había batido contra Arturo. Soberbio, valiente y audaz, el Gran Orgulloso de África había derrotado a reyes y príncipes de diversos países guardando como trofeo sus barbas, con las que había tejido un gran pellizón de larga cola. Un día oyó hablar del rey Arturo, al que su fuerza y valor hacían invencible, y le envió un mensaje amistoso en el que le pedía que, por su amor, se cortase las barbas para enviárselas como presente. Como deferencia hacia él, las colocaría en su pellizón encima de todas las otras, formando el cuello y el ribete. Lleno de dolor y de ira al escuchar su mensaje, el rey Arturo lo retó y el gigante vino, en su arrogancia, hasta los confines de su reino. Durante todo un día lucharon con denuedo: al día siguiente, Arturo arrebató al gigante el abrigo y la cabeza.

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