18. Iseo la de las Blancas Manos

El azar llevó a Tristán hasta las tierras de Bretaña. Un día cabalgaba en compañía de Governal cuando penetraron en un país, antaño rico y floreciente, hoy arrasado y devastado. Durante tres días siguieron su camino sin encontrar una casa habitada, un hombre, un perro o un gallo. A la tercera noche divisaron una capillita y junto a ella la humilde morada de un ermitaño. El buen hombre les ofreció cobijo; compartió con ellos su pan de cebada y su pobre condumio y, después de la cena, sentados juntos al fuego, respondió a las preguntas de Tristán:

—Estas tierras, en otro tiempo fértiles —les dijo el anciano—, son el feudo del duque Hoel de Bretaña. El duque tiene una hija muy bella que el conde Riol de Nantes deseaba tomar por esposa. Hoel se negaba a darla a un vasallo y el conde enfurecido intentó tomarla a la fuerza: desencadenó la guerra y arrasó sus sembrados y praderas hasta que el duque tuvo que refugiarse en la plaza fuerte de Carahes, no lejos de aquí.

A la mañana siguiente, Tristán y Governal se despidieron del ermitaño y cabalgaron hacia el castillo. A la puerta encontraron una tropa de hombres entre los cuales estaba el duque Hoel. Tristán lo saludó y le ofreció sus servicios:

—Soy Tristán, rey de Leonís, y Marcos, rey de Cornualla, es mi tío. Supe que vuestros vasallos os guerreaban y he venido a ofreceros mis servicios.

—Tristán. ¡Que Dios os recompense! —le contestó tristemente el duque—. ¡No podemos aceptar vuestra ayuda! ¡El conde Riol nos acosa y no quedan en el castillo provisiones, salvo unos sacos de habas! ¡No podemos permitir que compartáis nuestra penuria!

—Señor —replicó Tristán—, dos años viví en el bosque sin pan ni sal, alimentándome de hierbas y de caza. Por pobre que sea podré compartir vuestro sustento. ¡Dejadme que os ayude!

El duque Hoel tenía un hijo llamado Kaherdín. Era valiente, osado y cortés. Tenía la edad de Tristán y al ver al extranjero intercedió ante su padre, que acabó aceptándolo.

Kaherdín introdujo a Tristán en el castillo y desde ese día se hicieron amigos y compañeros. Lo llevó a las torres, le mostró sus fuertes murallas flanqueadas de troneras donde se ocultaban los ballesteros: desde allí se divisaba el real del conde rebelde, asentado a pocas millas de la ciudad.

A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Tristán, acompañado de Kaherdín, salió del castillo armado y, ocultándose entre los bosques cercanos, lograron acercarse hasta el campamento y robar una carreta de provisiones con la que lograron abastecer el castillo durante una semana. A partir de ese día Tristán y su compañero multiplicaron sus salidas, hasta que llegaron noticias de la venida de dos sobrinos de Hoel con nuevos refuerzos y provisiones. El duque otorgó a Tristán el mando de las nuevas tropas. Tanto acosaron al conde rebelde que le obligaron a levantar el cerco y a huir a una ciudad gobernada por uno de sus aliados. Un día, al regresar al castillo, Kaherdín cayó en una emboscada en la que habría perecido de no acudir en su ayuda Tristán.

Los dos compañeros atacaron con sus tropas la ciudad en la que el conde se había hecho fuerte. En vano los sitiados la defendieron con ahínco, arrojando lanzas, saetas, venablos, dardos y piedras. Tras dura lucha, los asaltantes tomaron la torre y el conde Riol, vencido, tuvo que pedir la paz y restituir al duque sus tierras y posesiones.

El viejo duque hizo grandes honores a Tristán como convenía por su audacia y sabio consejo.

Kaherdín tenía una hermana, bella y cortés como ninguna mujer de este reino. Se llamaba Iseo, la de las Blancas Manos. Al oír su nombre Tristán se había sobrecogido: «Perdí a una Iseo —se dijo—, a una Iseo he vuelto a encontrar». Luego se maravilló al comprobar el parecido que tenía no sólo en el nombre, sino también en el rostro y en el cuerpo con su dama. Iseo la de las Blancas Manos era rubia como la reina, pero el color de sus cabellos se asemejaba al de la avellana, mientras que los de la hija del rey de Irlanda eran dorados y relucientes como el sol. Tristán se complacía mirándola porque le recordaba a su dama, y la hija del duque de Bretaña, viéndolo bello y valiente, buscaba su compañía.

Por aquel entonces Tristán había compuesto numerosas trovas, cancioncillas y lays de amor que cantaba para distraerse y consolarse. Muchas veces repetía como refrán: «Iseo mi amada, Iseo mi amiga; en ti mi amor, en ti mi vida». Todos cuantos lo oían creían que cantaba por amor a la hija del duque Hoel y se alegraban, sobre todo Kaherdín que buscaba la manera de retener en el reino a su fiel compañero de armas. Un día en que Tristán se recreaba cantando este lay, Kaherdín lo escuchó y se llegó hasta él:

—Tristán, amigo. ¿Por qué no me confiaste que deseabas a mi hermana? Mi padre te honra y te la otorgaría con gozo. Yo intercederé ante él.

Tristán comprendió el error de su amigo, pero su corazón se debatía en terribles dudas desde que no había vuelto a tener noticias de la reina Iseo y no se atrevió a contradecir a Kaherdín.

Por la noche, solo en su habitación, los temores le asaltaban y pensaba cómo podría deshacerse de su deseo inalcanzable. ¡Tal vez el amor de la hija del rey de Irlanda se había enfriado! ¿Cómo podía seguir amándolo sin enviarle sus noticias? Entonces, como si estuviera presente, se dirigía a ella: «Iseo, bella amiga —le decía—. ¡Cuán distintas son nuestras vidas! Nuestro amor sólo ha sido para mí fuente de tristezas y desdichas, por ti he perdido la alegría y el placer. Sin descanso deseo tu cuerpo que el rey posee mientras que tú, dichosa y satisfecha con su amor, tal vez me hayas olvidado. Por ti he despreciado a las demás mujeres y he rechazado los deseos de la carne, pero tú no me envías ningún consuelo aun conociendo la angustia que me atormenta». Las dudas le asaltaban: tal vez Iseo ignoraba dónde se encontraba, tal vez temía a su señor. Pero la inquietud renacía en él: «¿Por qué seguir deseándola si se deleita con su señor? ¿Qué puede mi amor contra el placer que le da el rey? Pero ¿puede existir el deleite sin el amor? ¿Cómo podría amar a su señor y olvidar nuestras alegrías pasadas? Otra mujer me desea y requiere de amor: tomaré por esposa a la hija del duque y así conoceré lo que siente la reina». Tristán se angustia. Quisiera saber si el placer y la voluptuosidad pueden ser armas contra el amor. Desearía conocer lo que siente Iseo junto a Marcos. La belleza de Iseo la de las Blancas Manos ha despertado en él el deseo. ¡Señores! ¡Pensaba librarse de su pena y encontrar el placer, pero sólo lograría sumirse en una tristeza aún más profunda!

Fijaron el día de la boda. Tristán acude con sus amigos, el duque con los suyos. El capellán celebra la misa. Cumplido el servicio según la ley de la Iglesia, todos marchan alegremente al festín. Grandes celebraciones y diversiones se prepararon: hubo torneos, justas y tiros de jabalinas; todos se solazaron en diversos juegos y luchas como conviene a tales fiestas. Pasó el día, al llegar la noche las doncellas prepararon el lecho y condujeron a él a la novia. Los servidores de Tristán lo despojaron de su brial, que tan bien le sentaba. Al hacerlo, como era estrecho y ajustado en los puños, cayó al suelo el anillo de verde jaspe que la reina le había entregado al separarse en el Morois. Tristán lo mira confuso y pensativo. Recuerda su amor, su vida en común, su promesa a Iseo. Una nueva angustia lo embarga. ¿Cómo rechazar a la hija del duque de Bretaña sin injuriarla? Se introduce en el lecho; Iseo lo abraza, lo besa y lo estrecha contra ella, buscando satisfacer un deseo que él rechaza. El recuerdo de la reina lucha en él contra la atracción hacia su bella esposa: el amor de su amiga vence su voluptuosidad. Confuso, evita a la novia, diciéndole:

—Querida amiga, no toméis a injuria mi conducta. Os revelaré un secreto que nunca confié a nadie. Desde hace tiempo, tengo en el costado derecho una dolencia que me tortura; hoy se ha reavivado el dolor: no me atrevo por ello a hacer el amor. No os molestéis, otro día será mejor.

—Mucho siento vuestro mal —responde Iseo—. En cuanto a lo demás me abstendré gustosa.

Pero cuando, a la mañana siguiente, sus doncellas le ajustaron la cofia de las mujeres casadas, sonrió tristemente y pensó que no le correspondía tal adorno.

Allá en Cornualla, la reina Iseo suspira por su amigo al que tanto desea. No tiene otra voluntad, otro pensamiento, otro amor, ni otra esperanza. Hace tiempo que no recibe noticias suyas. Ignora en qué país está y si vive o si ha muerto.

Un día estaba sola en su cámara y se entretenía componiendo su bello lay sobre la triste historia de Guirón que murió por su amor. Contaba cómo los sorprendió el marido celoso, lo mató y dio a comer a su esposa el corazón de su amigo y el sufrimiento de la dama. Iseo cantaba con voz dulce y se acompañaba con el arpa.

En tanto, llegó Andret, que muchas veces merodeaba alrededor de la reina desde que Tristán se había alejado del país.

—Señora —le dijo—, vuestro canto sobrecoge: es más triste aún que el de la zumaya del que todos dicen que es presagio de muerte.

—Muchos búhos y zumayas hay por el mundo que cantan ante la desgracia ajena —respondió Iseo enojada—. Debéis temer la muerte cuando teméis mi canto y venís ante mí como zumaya de mal agüero: nunca traéis mensaje alegre, sino malas noticias. Os asemejáis a aquel perezoso que sólo salía para calumniar a los demás: mucho contáis calamidades y, entre tanto, pocas hazañas realizáis por las que recibáis gloria y celebridad y de las que se honren vuestros amigos y creen envidia en vuestros enemigos.

—Sin motivo estáis enojada conmigo —respondió Andret—. No lo tendré en cuenta. Tal vez sea yo el búho y vos la zumaya, tal vez mi muerte esté próxima, pero mala noticia os traigo de vuestro amigo Tristán. Señora, lo habéis perdido; en tierras extrañas tomó mujer. Buscad otros amores: Tristán desdeña el vuestro y casó, a gran honra, con la hija del duque de Bretaña.

—Siempre fuisteis búho —responde Iseo despechada— para maldecir a Tristán. ¡Dios me repudie si no soy zumaya para vos! ¡Quién sabe si un día no tendréis que lamentar todo el mal que por vos sufrió Tristán!

Al ver su enfado, Andret se regocija y se marcha. La reina se abandona a su dolor y se desespera. ¡Cómo podría dar crédito a la noticia!

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