19. La sala de las imágenes

Tristán vivía en la angustia, recordando a la reina, pero ocultaba celosamente su tristeza. Fingía la alegría y todos lo creían un hombre sano, fuerte y contento. El viejo duque nada podía sospechar y Kaherdín ignoró su tristeza durante mucho tiempo. A todos hacía buen semblante. Participó en diversas luchas con Kaherdín. Siempre estaba dispuesto a entablar una partida de ajedrez o de tablas o a aceptar una cabalgada o a perseguir por el bosque ciervos, corzos o gamos en compañía de su amigo. Un día que salió con el duque de cacería por el bosque, llegaron a un río ancho y profundo que corría impetuoso por entre los grandes riscos.

—Tristán, amigo —le dijo el duque—. Aquí acaban mis dominios. Antaño se extendían al otro lado del río, pero hubo terribles combates, en los que perecieron muchos caballeros de este reino. En la otra orilla guarda la región un temible gigante, llamado Moldagog, y si alguno de mis hombres osase atravesar el río siquiera para perseguir un corzo, invadiría mis tierras y las pondría a sangre y a fuego. Todos mis barones juraron este pacto. Os lo digo para que nunca atraveséis este vado: sería vuestro fin y el de nuestras tierras.

—Moldagog puede guardar sus tierras en paz mientras yo viva —respondió Tristán—. ¿Qué me empujaría a penetrar en sus dominios? Existen otros muchos lugares donde perseguir el ciervo con mis perros y no me faltarán bosques donde cazar mientras viva.

Sin embargo, miró la floresta y contempló sus bellos árboles, altos, derechos y robustos, con las más diversas esencias que nunca vio. La selva era hermosa y solitaria; por un lado descendía hasta el mar, por el otro cerraba su paso el río que nadie podía franquear. Regresaron al castillo, pero esa noche Tristán pensó en el terrible gigante que guardaba tan bello lugar.

Días después revistió sus armas y salió sin decir a nadie hacia dónde se dirigía. Cabalgó hasta el vado del río que separaba las tierras del duque de las del gigante. La corriente del río era violenta, su lecho profundo y las peñas que lo bordeaban escarpadas. Pero Tristán se decidió a tentar la aventura. Picó espuelas y se lanzó al torrente. ¡Poco le faltó para ser arrastrado por la fuerza de las aguas! Tiró con fuerza de las riendas, varió la dirección del caballo y logró llegar a la otra orilla. Una vez allí, descabalgó, liberó al corcel de su silla, lo dejó descansar y secó sus ropas. Después espoleó el caballo y se introdujo en el bosque. Tomó su cuerno y tocó con tal fuerza que montes y valles retumbaron repitiendo sus sonidos.

Hasta que el gigante Moldagog acabó por oírlo. Acudió cual alma que lleva el diablo, armado con una gran maza de dura madera de fresno. Era de tamaño descomunal, mediría unas dos anas de la cabeza a los pies, era corpulento y zanquilargo, con una cabeza grande y cuadrada y unos ojos hundidos que brillaban como brasas.

—¿Quién sois? ¿Qué venís a hacer en mis dominios? —gritó al ver a Tristán.

—Señor, mi nombre es Tristán y soy el yerno del duque de Bretaña. Vi este bosque y pensé que era el lugar adecuado para albergar una casa que deseo construir; al ver estos árboles pensé abatir los más bellos para obtener madera.

—Señor truhán. Sois un loco. Si no fuera porque hice la paz con el duque y prometimos vivir en amistad no saldríais con vida de estos lugares. ¡Idos al instante de mis dominios y dad gracias al cielo por haberos conservado la vida!

—Señor gigante. ¡La deshonra caiga sobre el que acepte vuestra merced! Es mi deseo abatir cuantos árboles me plazca y si os oponéis a ello, os reto al combate: el vencedor dispondrá a su antojo del bosque.

—Tu desmesura te perderá. ¡Crees que soy como el gigante Urgán el Velloso al que abatiste o como aquél al que mataste en España!

Loco de ira, el gigante blandió su maza y la lanzó con todas sus fuerzas. Tristán esquivó el golpe y, antes de que el gigante pudiera recuperar su arma, saltó, ligero como una ardilla, alcanzando al gigante y seccionándole de cuajo una pierna. Al verle abatido, intentó golpearlo en la cabeza, pero Moldagog gritó implorando piedad.

—¡Sea! —dice Tristán—, os perdonaré la vida si juráis servirme fielmente y poner a mi disposición todos vuestros tesoros y riquezas que me serán de gran utilidad para un proyecto que deseo realizar.

Tristán curó la herida del gigante y le talló una pierna de madera. Luego concluyeron un pacto por el que Moldagog proporcionaría al vencedor cuantos albañiles, carpinteros, herreros, portaventaneros, picapedreros, cristaleros, pintores e imagineros necesitase, así como las más preciosas maderas y piedras. Al caer la tarde, Tristán regresó a la corte. Contó que durante todo el día había errado por el bosque persiguiendo un jabalí que había logrado escapar y que no cesaría hasta darle caza. Al día siguiente se levantó con el alba y cabalgó hasta las tierras del gigante. Durante un mes vino todas las mañanas hasta concluir su obra.

En lo más espeso del bosque descubrió un otero, una de cuyas laderas ocultaba la más bella gruta que nunca nadie pudo imaginar. En su interior se abrían dos grandes salas abovedadas, separadas por un arco de piedra natural, la segunda de las cuales estaba alumbrada por una hendidura estrecha y profunda que dejaba penetrar la luz del sol, la lluvia y el rocío. Tristán hizo cerrar la entrada de la gruta con una gran puerta hecha de diversas maderas y cerradura dorada. Tapó la abertura de la bóveda con una gran vidriera con cristales de colores diversos, engastados en plomo: al filtrarse el sol por ella diríase que la sala se inundaba de rubíes, granates, zafiros, alabandinas y crisólitos relucientes. Tallaron las paredes de las salas y las cubrieron de mosaicos y pinturas que representaban flores, frutos, árboles, grifos, quimeras, dragones, hombres cornudos y todo tipo de monstruos peligrosos. Carpinteros, orfebres y pintores se aplicaron con ahínco a la labor, sin que ninguno de ellos conociera las intenciones de Tristán.

Cuando las dos salas estuvieron prestas, colocó en la primera de ellas un raro instrumento, a la manera de un órgano, con cien tubos, en el que podían oírse unos tras otros o a la vez los acordes de la jiga, del arpa, de la flauta, de los címbalos, campanillas, tambores, chifonías. Al cerrar la puerta de la gruta comenzaban sus sones mientras doce donceles, tallados en madera de sándalo y marfil, y otras tantas doncellas vestidas de seda y orfrebes, danzaban y dirigían la carola. La segunda sala estaba adornada aún más ricamente que la primera. En ella dispuso Tristán dos figuras de talla humana, talladas y pintadas con tal destreza que cuantos las vieran creerían hallarse ante seres vivos. La primera de ellas representaba a la reina Iseo, la segunda a su fiel camarera Brangel, con la que había compartido sus secretos y arcanos. Vestía la reina una gran túnica de púrpura dorada adornada con pieles de armiño, un ceñidor de herretes de plata ajustaba su figura: la púrpura simbolizaba el duelo, la aflicción y miseria de la reina por Tristán. Sobre su cabeza, de la que colgaban sus dos trenzas doradas, llevaba una corona del más puro oro de Arabia, adornada de rubíes y zafiros; en el florón que ceñía su frente brillaba una gruesa esmeralda cual nunca rey ni reina habían lucido. En su mano derecha llevaba el anillo de jaspe verde y una banda desenrollada en la que se leían estas palabras: «Tristán, tomad este anillo y conservarlo por mi amor y recordad nuestras penas y alegrías». Bajo sus pies, a manera de escabel, aparecía la figura del malvado enano Frocín, fundida en cobre. La imagen hollaba al deforme ser que tantas veces los había denunciado ante el rey. Enfrente de Iseo, sobre un pedestal, aparecía Brangel, con Husdén, el fiel perro de Tristán, tallado en oro, recostado a sus pies. Vestía sus más bellos atavíos y en sus manos tenía una copa cincelada con un letrero: «Reina Iseo, tomad este brebaje». Era la bebida de amor que un día la reina de Irlanda había macerado para su hija y el rey Marcos. En la primera sala, protegiendo la entrada, Tristán había dispuesto una gran imagen que representaba al gigante Moldagog, con su única pierna, blandiendo la maza de hierro como para alejar a los intrusos. Se cubría con una piel de cabra, rechinaba los dientes y lanzaba furiosas miradas como si quisiera quitar la vida a cuantos osasen entrar en el recinto. Al otro lado de la puerta se tenía un fiero león todo fundido en cobre, cuya cola se enroscaba en torno a una imagen que representaba a Andret, el malvado consejero del rey Marcos que había deshonrado y calumniado a Tristán.

Concluidos los trabajos, Tristán cerró la puerta de la gruta, guardando la llave, y ordenó a Moldagog, como a su siervo y criado, que custodiase el lugar de forma que nadie osase acercarse a menos de un disparo de arco de él. Después, como todos los días, Tristán regresó al castillo por caminos desconocidos, de forma que nadie pudiera saber de dónde venía.

En sus horas de desaliento, cuando la tristeza lo embargaba, Tristán volvía a cruzar el profundo río, sorteaba los riscos escarpados, se adentraba en el bosque que otrora poseyó Moldagog y penetraba en la gruta. Allí cuenta a las imágenes sus placeres y alegrías de amor, sus trabajos y dolores, sus penas y angustias. Contento, abraza la imagen de Iseo como si abrazase a la reina. En ocasiones se enfada, se desespera pensando que la reina haya podido olvidarlo o al menos consolarse con su señor; entonces le vuelve la espalda y se dirige a Brangel: «Bella, a ti me quejo de la inconstancia y traición de tu señora». El reflejo del anillo de jaspe le hace dejar sus sombríos pensamientos: recuerda el rostro afligido de su amiga cuando se separaron y la promesa que se hicieron. Llora y pide perdón a la imagen por sus infundadas sospechas, convencido de la insensatez de sus celos. A nadie podía descubrir su voluntad y su deseo: construyó esta imagen para poder confesarle sus alegres pensamientos y sus locos enfados, sus penas y alegrías de amor. Amor le empuja a tan necia conducta: unas veces se marcha airado, otras vuelve gozoso, ora sonríe a la imagen, ora se enoja con ella. Amor lo había herido como hirió a Iseo, a Marcos y a la hija del duque de Bretaña: Marcos posee el cuerpo de Iseo y usa de él a su voluntad, pero el pensamiento de la reina está puesto en su amigo. Tristán no puede satisfacer su deseo con su amiga ni con su esposa a causa de su amor. La hija del duque de Bretaña es aún más desgraciada que la reina, pues no posee ni la compensación del placer.

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