20. El agua atrevida

Pronto se cumpliría un año de las bodas de Tristán. La bella Iseo, la de las Blancas Manos, vivía virgen con su señor. Todas las noches compartía su lecho, pero Tristán no requería de ella los placeres que a hombre desposado corresponde. Ella ocultaba celosamente su secreto a todos los suyos. ¡Ninguno de ellos podía sospechar lo que pensaba en su corazón!

Un día Tristán y Kaherdín fueron invitados por sus vecinos a una fiesta en la que se celebraban justas y torneos. Los dos amigos salieron de mañana llevando con ellos a Iseo. Cabalgaban conversando animadamente: Tristán iba a la izquierda de Kaherdín que sujetaba, con la mano derecha, las riendas del palafrén de su hermana. Contaban chanzas, hablaban de las lides en las que iban a participar y tan entretenidos estaban con su charla que dejaron a los caballos trotar a su aire. La montura de Kaherdín resbaló sobre las hierbas húmedas y arrastró a la de Iseo, que se encabritó. La joven picó espuelas y agarró fuertemente las riendas. El animal dio un brinco y cayó en un charco de lluvia; al hundirse en el fango, sus cascos recién herrados hicieron saltar el agua que salpicó las piernas de la joven separadas para volver a aguijonear a su montura. Con el frío de las gotas de agua, Iseo se sobresaltó, pegó un grito y rompió a reír.

—Iseo —le preguntó su hermano sorprendido—. ¿Qué os hace reír de este modo? ¿Acaso dije algo inconveniente? Decidme el motivo de vuestra risa, pues de lo contrario no volveré a tener confianza con vos ni os consideraré mi hermana.

Tanto insistió Kaherdín que Iseo, temiendo su enfado, le respondió:

—Reía de un loco pensamiento que me vino al saltar el caballo y salpicarme el agua del charco. «Agua —me dije—, eres atrevida, pues osaste aventurarte más alto de lo que nunca hizo mano de caballero, ni siquiera la de Tristán».

Kaherdín la escuchó sorprendido y angustiado, sin poder dar crédito a sus palabras. El caballo de Tristán, que había quedado rezagado, los alcanzó y los tres continuaron su viaje en silencio. Desde ese día Tristán observó que todas las antiguas muestras de amistad de Kaherdín hacia él habían desaparecido. Cuando encontraba a su antiguo compañero, éste fruncía el ceño, ponía mala cara y esquivaba su compañía.

—Amigo —le dijo un día Tristán—, ¿qué tenéis contra mí? ¿Hice algo que pudiera molestaros? ¿Tenéis alguna queja conmigo? Decidme la causa de vuestro enfado para que pueda deshacer vuestras sospechas infundadas.

Acallando su profundo resentimiento, Kaherdín le respondió:

—No puede existir amistad entre nosotros. Si os detesto, nadie, ni parientes ni amigos, podrá reprochármelo: la afrenta que hicisteis a mi hermana envilece a toda la familia. En toda nuestra tierra no existe mujer que pueda comparársele en belleza y cortesía. ¿Por qué la tomasteis por esposa si no queríais comportaros como un marido debe hacerlo con su mujer? Bien veo que no queréis tener herederos de nuestra sangre y si no fuera por la amistad que nos unió, caro habríais pagado el ultraje que habéis hecho a nuestra familia.

—Kaherdín, mi mejor amigo. A vuestro lado luché en este reino y con vos conquisté grandes honores. Si daño os hice quiero repararlo. ¡Para vuestra desgracia llegué a estas tierras! Vuestra hermana es bella y noble, pero tengo una amiga cuya belleza supera la de todas las mujeres vivas. ¡Si pudierais solamente conocer a la bella doncella que la acompaña podrías por ella juzgar de la nobleza y belleza de su señora y comprenderías por qué me fue imposible unirme con otra mujer!

Tristán contó a Kaherdín la historia de su triste existencia, su visita a Irlanda y el brebaje que ambos tomaron, por error, durante la travesía. Le rogó encarecidamente que le guardase el secreto. Conmovido por su acento de sinceridad, Kaherdín accedió a olvidar su agravio si le permitía comprobar la veracidad de sus palabras.

Pasada la noche Tristán acudió en busca de su compañero. Ensillaron los caballos y atravesaron landas y bosques hasta aproximarse al vado del río que marcaba los confines de los dominios de Hoel.

—Tristán —exclamó Kaherdín sorprendido al ver que se aprestaba a franquearlo—, ¿ignoras acaso que más allá de ese río se extienden las tierras del gigante Moldagog que mata a cuantos se aventuran a pasarlo?

Tristán sacó su trompa y tocó cuatro veces. A la cuarta apareció el gigante jadeando y cojeando sobre su pierna de madera en la cima de una roca.

—Permite a este caballero acompañarme y arroja tu maza.

Ambos atravesaron el río y mientras cabalgaban por la otra orilla Tristán contó a su amigo cómo lo había derrotado y la lucha en la que el gigante perdió la pierna. Entraron en la gruta. Kaherdín ahogó un grito de sorpresa al ver las figuras del gigante y del león que guardaban la entrada. Luego se extasió con el dulce perfume de rosa, incienso, mirra y cuantas flores olorosas hay en el bosque; escuchó la suave música que surgía del órgano, observó la dulce danza de los bailarines, mientras que el sol se filtraba por las vidrieras en rayos de púrpura, zafiro y esmeralda. Atónito vio cómo Tristán se internaba hacia la segunda sala y abrazaba la imagen de Iseo, suspirando y hablándole al oído. Luego su amigo lo condujo ante la imagen de Brangel y le dijo:

—¿No es esta joven más bella que vuestra hermana? La reina es mi amiga, pero os otorgo a su doncella.

—Tristán —respondió Kaherdín—, diríase que estas figuras son arte de nigromancia. ¡Tan reales y vivas parecen! Mas si no me mostráis las personas a las que representan no podré dar fe a vuestras palabras ni olvidar vuestro ultraje.

—Así lo haremos —respondió Tristán.

Poco después confiaron Iseo, la de las Blancas Manos, al viejo duque, diciendo que deseaban marchar de romería a satisfacer una vieja promesa. Tomaron la capa y el bastón de peregrinos, pero llevaron sus armas de guerra aludiendo al peligro de los caminos inundados de salteadores. Una mañana zarparon con sus escuderos en dirección a Cornualla.

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