21. El regreso a Cornualla

¡Señores! Tristán y Kaherdín llegaron a Cornualla. Desembarcaron sus corceles y, muy temprano, partieron en dirección al castillo de Dinas de Lidán. No habían recorrido la mitad del camino cuando escucharon el galope de un caballo que los seguía. Tristán abandonó el sendero y se refugió tras unas zarzas espesas y tupidas, temiendo que algún vasallo del rey pudiera reconocerlo y delatarlo. Comprobó divertido que el caballero venía con los ojos cerrados, dormitando sobre su silla.

—Es Dinas —dijo Tristán a su compañero—. Va dormido. ¡Volverá de ver a su dama y sueña todavía con ella! No sería cortés despertarlo.

Salió de su escondite, tomó las riendas del caballo de Dinas y cabalgó a su lado sin que el buen senescal advirtiese su presencia. Pero el caballo pisó una piedra musgosa, resbaló y se espantó. Su sobresalto despertó al caballero.

—Tristán, amigo —le dijo—. ¡Qué alegría verte! ¿Qué nuevas te traen por aquí? Desde que te fuiste, la reina languidece y tememos por su vida.

—Malas noticias traigo, amigo —respondió Tristán—. Vengo a pedirte ayuda y a rogarte que nos ocultes en tu castillo.

El buen Dinas los albergó con todos los honores. Luego se reunió en secreto con Tristán, que le contó su vida y el motivo de su viaje. Dinas aceptó llevar su mensaje a la reina. Tomó el anillo de manos de Tristán y se dirigió al palacio.

En la cámara real, la reina jugaba al ajedrez con su esposo. Dinas se sentó junto a ella, en un escabel. Dos veces, fingiendo indicarle la jugada, puso la mano sobre el tablero para que Iseo viese el anillo. La reina lo reconoció y fingió estar hastiada del juego. Esperó a que el rey abandonase la sala y se retiró a sus habitaciones haciendo venir a Dinas.

—Reina, Tristán me envía para que dentro de dos días vayáis, por su amor, con toda la corte y gran séquito de damas, doncellas y caballeros de caza, a la Blanca Landa.

La reina, muy alegre, dio las gracias al senescal y se dispuso a cumplir el deseo de su amigo.

El día señalado Tristán acudió con Kaherdín al camino por donde el rey debía de pasar y se ocultaron entre el ramaje de una encina.

¡Nadie vio nunca cortejo más fastuoso! Pasaron los lacayos, criados, cocineros, los maestros de jaurías con los galgos y los bracos, los cetreros llevando en el puño izquierdo halcones, gavilanes y neblíes. Luego aparecieron las doncellas, camareras, lavanderas, criadas.

—¡He visto a Brangel! —exclama Kaherdín desde su escondrijo, asombrado por el esplendor y la riqueza del séquito real.

—¡No! —contesta Tristán sonriente—, son las camareras corrientes que se ocupan de las faenas más bajas: lavan la ropa, ahuecan las almohadas y hacen las camas.

Aparece el chambelán seguido de los caballeros y donceles que cantaban bellas canciones, lays y pastorelas. Detrás de ellos cabalgaban las doncellas, hijas de príncipes y barones, en sus palafrenes. Al fin aparecen, en una carroza dorada, la reina y Brangel. Junto a ellas, en una jaula de oro, iba el perrillo de pelaje cambiante que había pertenecido a las hadas, Petit-crú.

—Tenías razón, Tristán —dice Kaherdín—. La reina es más bella de cuanto nunca hombre pudo imaginar, pero Brangel es tan hermosa que muchas bellezas admiradas se preciarían de ser sus camareras.

—Toma este anillo y muéstralo a la reina —le responde Tristán—. Acércate a Brangel que, al saber que llevas un mensaje mío, te ayudará. Pero desconfía del hombre que cabalga a la derecha de la reina: es Andret, el barón felón que tantos daños nos ha causado.

Kaherdín baja del árbol y se introduce entre los escuderos y criados. Al dar una vuelta el camino, la comitiva se estrecha y detiene el paso. La reina se acuerda de Petit-crú y pide a Brangel que se lo traiga. La doncella lo saca de su jaula de barrotes de oro, pero, al llevárselo, el animal salta al camino y huye en dirección al bosque. Kaherdín desmonta al instante, alcanza a Petit-crú y lo devuelve a Brangel, acariciándolo para que la doncella y su señora pudieran reconocer el anillo. En ese instante, de un matojo de espinos blancos surgieron cantos de alondras y currucas, que Tristán dedicaba a su amiga. La reina comprende que está cerca y entona una bella canción: «Pajarillos que alegráis estos bosques con vuestras canciones. ¡Cortejadme esta noche hasta el castillo de San Lubín!».

—Decidle a mi señor —dijo Iseo a Brangel en voz alta para que lo pudiera escuchar Kaherdín— que me siento enferma y agotada del viaje y que desearía pasar la noche en el castillo más cercano.

Kaherdín regresó junto a su amigo y dio por cumplida la palabra de Tristán.

A la hora de nona llegaron todos al castillo. Fingiendo enfermedad, la reina pasó la noche en habitación distinta de la del rey. Tristán y Kaherdín cabalgaron hasta acercarse a una legua del palacio. Allí tomaron la capa y el bastón de peregrinos, dejaron los caballos y armas al cuidado de los escuderos y se dirigieron al castillo donde entraron sin dificultad, pues el rey era hospitalario y limosnero. Brangel espiaba su llegada para conducirlos junto a la reina. ¡Nadie podría, por elocuente y virtuosa que fuera su lengua, describir la alegría de los amantes al volverse a encontrar! Iseo abraza a su amigo, hace aprestar un rico banquete y luego se recuesta a su lado, preguntándole por sus penas y angustias pasadas. Pero ¡de poco sirven las palabras cuando es el tiempo del solaz y deleite que el amor reserva a sus fieles servidores!

Kaherdín, por su parte, encontró a la fiel Brangel más bella de lo que la había imaginado, con su cuerpo gentil y la boca bermeja y sonriente. Mientras hablaba, sus manos no permanecieron ociosas para las caricias y abrazos. Kaherdín agradó a la bella, pero ella no quiso otorgarle la última merced. Como habría resultado peligroso despedirlo a tan altas horas, tuvo que consentir que pasase la noche a su lado. Pero Brangel era fértil en recursos y antaño, en Irlanda, se había iniciado en la magia. Poseía un cojín maravilloso que tenía la virtud de dormir en el acto a quien posaba su cabeza sobre él sin despertar hasta que le fuera retirado. Al preparar el lecho, lo colocó bajo la almohada del caballero. A la mañana siguiente se levantó al alba y retiró el cojín.

—Señor —dijo burlonamente a Kaherdín—. ¡Mucho habéis dormido! ¡Sin duda las fatigas del viaje os habían agotado! ¡Si hubiese sabido que es vuestra costumbre dormir tan decentemente con las damas, no habría puesto tantas dificultades para dejarme convencer!

Kaherdín escuchaba, rojo de rabia y vergüenza, las burlas de la muchacha. Pensó que había sido presa de un sortilegio y juró que en adelante tendría más cuidado.

A la noche siguiente Brangel repitió la astucia del día anterior. Kaherdín se introdujo en el lecho; se movía y revolvía en todos los sentidos, sin dejar descansar su cabeza sobre la almohada, temiendo un nuevo encanto. Tanto hizo que el cojín cayó al suelo. Comprendiendo el engaño, fingió, el muy astuto, que dormía hasta que vio acostarse a la doncella. Entonces se acercó dulcemente a la joven y le dijo:

—Bella, ahora tendréis que saldar vuestra deuda.

Y Brangel, a quien Iseo habría reprochado su dureza, no pensó en rechazar a su amigo, que era gracioso y bien formado. Le dejó hacer a su voluntad y dice la historia que lo halló de su agrado.

Los amantes vivieron felices durante más de una semana. Multiplicaron las astucias para volver a encontrarse. Pero no pasó mucho tiempo sin que los envidiosos descubrieran su comercio. Andret, que había sospechado el regreso de Tristán desde que Kaherdín se había acercado al cortejo, apostó sus espías junto a la reina. Sintiéndose vigilados, Tristán y Kaherdín decidieron huir. Corrieron hacia el lugar donde habían dejado sus armas y escuderos, dispuestos a regresar a Bretaña, aun en contra de su deseo. Por desgracia, el puesto estaba vacío: Andret, merodeando por el lugar con siete hombres armados, había descubierto su escondite. Al ver el peligro, los escuderos habían tomado las armas de sus señores y emprendido la fuga. Andret reconoció el escudo de Tristán y los persiguió gritando:

—¡Malhaya de estos caballeros cobardes y felones que huyen despavoridos!

Andret espolea su caballo intentando acortar camino con los fugitivos:

—Caballeros —les grita—. ¡Por el amor de vuestras damas, deteneos!

Pero los criados prosiguen su galope, atraviesan el valle, pasan la zona pantanosa y abandonan el camino abierto para tomar senderos estrechos y tortuosos, donde la maleza los oculta a los ojos de sus perseguidores.

Rojo de rabia, Andret abandona la persecución y regresa al castillo maldiciendo la cobardía de Tristán y de su compañero. Pronto se consuela, el malvado, pensando llevar la mala noticia a la reina. Acude ante ella a decir sus pullas y maldades:

—Señora, búho me habéis llamado. Pero tendréis que escuchar mi canto.

—No sois el búho, sino el milano, que se abate sobre los pequeños y envidia a los grandes.

—Tal vez yo sea el milano, pero vuestro amigo es el alcotán.

—¿Qué queréis decir? —pregunta la reina.

—Señora. Ayer encontré a dos caballeros en el bosque y pude reconocer el escudo de Tristán. Por tres veces lo interpelé en vuestro nombre para que se detuviera, pero él siguió huyendo sin volver la cabeza hasta desaparecer de mi vista.

—No puedo creer vuestras palabras —replicó Iseo malhumorada—. Mentira es cuanto decís y fruto de vuestra imaginación.

Luego acudió Andret en busca de Brangel y le dijo:

—Brangel, pasasteis la noche con el más cobarde caballero que nunca la tierra llevó. Por más que le conjuré para que se detuviera por amor a su dama, huyó ante mí como la liebre ante los galgos. ¡Bien elegisteis vuestro amor!

Enloquecida al escuchar estas palabras, furiosa, llena de ira y de rabia, Brangel corre adonde se encuentra la reina que permanecía triste, pensando en su amigo.

—Señora —le dice—. ¡En mala hora os conocí, a vos y a vuestro amigo Tristán! ¡Por vuestra culpa he caído en deshonor! Abandoné mi país por serviros y os sustituí junto al rey en el lecho nupcial para ocultar vuestra deshonra. En recompensa, ordenasteis a vuestros siervos que me quitasen la vida. No por ello busqué vuestra perdición. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Pero perdoné vuestra maldad. Ahora habéis pagado mi fidelidad y mi amor urdiendo la vil infamia de Kaherdín. ¡Mucho lo alababais! Decíais que era el hombre más noble, valiente y generoso. Con vuestros embustes y engaños intentabais hacerme caer en las redes de quien sólo deseaba una compañera para su lubricidad. ¡Nunca hombre más cobarde llevó escudo ni espada! ¡Quien huye despavorido ante enemigo tan poco temible como Andret merece la deshonra y la muerte! Señora, ¿dónde aprendisteis a ser Richeut? ¿Por qué me habéis envilecido entregándome a un ruin cobarde cuando tantos valientes me requerían de amores?

El corazón de la reina se llenó de angustia, de temor y de pesar al escuchar los reproches de quien había sido su mejor confidente y fiel guardián de sus secretos.

—¡Ay de mí! ¡Desgraciada! —dice la reina en medio de sus suspiros—. ¡De qué me ha servido la vida si sólo penas y sinsabores he conocido en esta tierra extranjera! ¡Tristán! ¡Mal os venga! ¡Tú me sacaste de mi patria, me separaste de los míos y me trajiste a este reino en el que sólo he conocido infortunios! ¡Por ti perdí el aprecio de mi señor y soporté calumnias, persecuciones y acusaciones! ¡Por ti pierdo a mi más fiel compañera y consejera! ¡Mal pago recibo por mi amor! Amiga, nunca maquiné ninguna traición contra vos. Si os quería dar a Kaherdín, lo hacía con recta intención. Es noble, duque poderoso, guerrero probado. No creáis que huyó de Andret por temor: no prestéis oídos a los mentirosos y embusteros. Brangel, los malvados envidiosos de esta corte urden nuestro enfado.

¡Qué alegría para ellos si lo consiguieran! Porque, ¿quién me honraría en este reino si vos me odiáis?, ¿quién me respetaría si me envilecéis? Conocéis mis acciones y mis pensamientos, pero ¿qué ganaríais si en un momento de ira me difamaseis ante el rey? Perderíais mi estima y quedaríais deshonrada pues fuisteis mi consejera. Brangel, amiga, ¡abandonad vuestro enfado!

—¡No! —responde Brangel—, mucho habéis perseverado en vuestro mal, pese a todos vuestros propósitos y promesas. ¡Mal pagasteis mi fidelidad y todos los peligros que por vos afronté! La maldad está en vos. ¡Ya no haré caso a vuestros ruegos!

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