22. Tristán leproso

Entre tanto Tristán y su compañero se habían alejado del castillo, como ya escuchasteis. Al no encontrar a sus escuderos en el lugar convenido, buscaron refugio en la morada de Dinas de Lidán, el fiel caballero. La reina y su doncella sufrían por las acusaciones que habían recibido contra sus amigos, a las que Iseo rehusaba dar crédito.

No pasaría mucho tiempo sin que Tristán se arrepintiera de su brusca partida. En secreto abandonó el refugio seguro que le había brindado el buen Dinas y volvió sobre sus pasos. Se vistió de pobres andrajos, cubrió sus hombros con una capa de buriel, vieja y desgarrada, ingirió un brebaje de hierbas con el que la cara se le hinchó y deformó como la de un enfermo, ennegreció sus pies y sus manos. Llevaba escudilla de madera veteada, cachava hecha de una rama de boj y tablillas cual mendigo malato. Bajo tan mísera apariencia, sin temor a ser reconocido, se acercó a la corte donde varios días esperó en balde recibir noticias de su amiga.

Un día de fiesta, el rey salió de palacio con su séquito y se dirigió al monasterio para oír misa. La reina le seguía con sus damas y doncellas. Tristán se acerca a ella y le suplica que, por amor de Dios, le dé de lo suyo y lo socorra. Iseo no lo reconoce. El malato camina detrás de ella, haciendo sonar sus tablillas e implorando su compasión. Los criados que escoltan a la reina lo escarnecen: uno lo amenaza, otro lo golpea, otro lo empuja, éste lo zarandea, aquél se mofa de él, hasta expulsarlo del cortejo. Sin atender a los golpes y amenazas, el gafo marcha tras ellos, salmodiando su triste estribillo. Llega hasta el monasterio sin dejar de implorar y golpear la escudilla contra el cuenco. Iseo se detiene a observarlo, ¿quién podría ser este enfermo que tan insistentemente la sigue a pesar de los insultos y escarnios de sus servidores? Al observar su cuerpo esbelto, su aspecto bien plantado, su silueta, comprende que es Tristán.

Palidece, atemorizada, por temor al rey, que la precede a pocos pasos. Mira el anillo que lleva al dedo, desearía dárselo para que Tristán sepa que lo ha reconocido pero ignora cómo ocultar su gesto a los ojos de cuantos la observan. Piensa echarlo en la escudilla del malato. Pero Brangel también ha reconocido a Tristán y comprende las intenciones de su señora. Lo increpa llamándole truhán holgazán, reprocha a los criados que hayan dejado aproximarse a la reina a un enfermo tan repugnante.

—Muy santa y generosa os veo, señora —dice a la reina—. ¿Queríais dar vuestro anillo al malato? No lo hagáis. Os arrepentiréis.

Los criados expulsan a Tristán del templo. Se marcha en silencio. ¿Cómo es posible que Brangel lo odie? Sufre por el trato ignominioso recibido. Las lágrimas le corren por el rostro al pensar en su triste destino, en su juventud malgastada, en su honor de caballero perdido, en su amor que tantos dolores, tristezas, temores, angustias, peligros, pruebas y exilios le deparó.

No lejos de la corte había una vieja morada, en otro tiempo rica y fastuosa, ahora medio en ruinas, con las paredes desconchadas y los muros agrietados. Allí buscó refugio Tristán y se recostó bajo la escalera. Las vigilias, los ayunos y las penalidades lo habían debilitado. Las fuerzas le faltan, detesta la vida y desea la muerte.

Entre tanto también Iseo se lamentaba de seguir con vida. Maldecía a Brangel por haber dejado marchar a Tristán. Acongojada no cesaba de llorar y suspirar. El día transcurría entre fiestas y alegrías sin que ella pudiera encontrar placer.

Ocurrió que, al atardecer, el portero de la vieja morada donde se había ocultado Tristán sintió frío y envió a su mujer a buscar leña. Ella se dirigió al hueco de la escalera donde guardaban troncos secos y leños cortados. En la oscuridad palpa la esclavina raída de Tristán: al sentir su cuerpo, se sobresalta y da un grito pensando, en su ignorancia, haber topado con el Maligno. Corre en busca de su marido, quien acude a las ruinas con una antorcha y descubre a Tristán reclinado sobre las pajas y los maderos, la cabeza apoyada en un tronco, medio moribundo. Acerca la antorcha y comprueba que es hombre y no ser sobrenatural, pese a estar más frío que hielo. Al resplandor de la tea, Tristán despierta y le cuenta quién es y por qué vino a esta morada en ruinas. Compadecido, el hombre lo lleva a su humilde casa, lo acuesta en un buen lecho mientras su mujer le prepara alimentos. Luego acepta llevar su mensaje a Iseo y a Brangel.

Por desgracia, Brangel era tenaz en sus enfados y la falsa huida de Kaherdín había creado en ella gran resentimiento.

—Noble doncella —le suplicaba Iseo—. ¡Ten compasión de nosotros! Tristán languidece de angustia y de tristeza. ¡Id a confortarlo! ¡Antaño lo amabais tanto! ¡Consoladlo ahora!

—¡No lo haré! No me importa que viva o muera. ¡No lo consolaré! ¡Ya nadie podrá acusarme de encubrir vuestros locos amores! ¡Os serví lealmente y habéis pagado mis esfuerzos dándome este amante que me deshonra!

—No creáis palabras engañosas. Acudid en ayuda de Tristán que disipará vuestro resentimiento explicando lo sucedido.

Iseo ruega, suplica, implora. Le pide mil veces perdón, la halaga y adula. Tanto insiste que logra convencer a la enojada doncella. Acude a la humilde casa donde encuentra a Tristán enfermo y débil, el rostro sin color, el cuerpo delgado. Tristán le pregunta la causa de su enfado y, al conocerla, le jura que Kaherdín no huyó a la vista de Andret y que pronto se vengará de quien lo acusó. La reconciliación hecha, Brangel conduce a Tristán junto a Iseo, en su cámara de paredes de mármol. Juntos pasan la noche en gran placer. Al alba se despiden. Tristán regresa a la nave, donde lo espera Kaherdín. Levan anclas y zarpan hacia Bretaña, donde Iseo la de las Blancas Manos se desespera por la tardanza de su señor.

Era el mes de mayo cuando Tristán regresó a Bretaña. Llegó la fiesta de San Miguel y la reina no había tenido noticias de su amigo. Al encontrarse sola, Iseo la Rubia lamenta su triste vida y su conducta. ¿No había llegado a dudar de Tristán cuando Andret vino a ella con sus mentiras y falsas acusaciones? ¿No había permitido que los viles criados lo expulsasen del templo delante de ella? ¿No lo había maldecido al escuchar las palabras de Brangel? Recuerda los sufrimientos de Tristán y quiere compartir sus penas. Pone sobre su cuerpo desnudo un cilicio y jura llevarlo noche y día hasta que tenga noticias de Tristán. Así vivió varios meses hasta que un día oyó desde su ventana la rota de un juglar: era Piloise que solía frecuentar la corte y distraer las veladas del rey. Lo llamó, le confió su pesar y le rogó que llevase su mensaje a Tristán.

El juglar llegó a Bretaña. Encontró a Tristán en el bosque donde había salido de cetrería, con sus halcones, gavilanes y cetreros. Su halcón voló, persiguió a un pajarillo, cayó sobre él, lo capturó y regresó para asentarse sobre el puño de su dueño. Piloise lo observó divertido. Luego se acercó a él y le habló de Iseo. Tristán recompensó generosamente al juglar, según era costumbre en el país. Hizo sus preparativos y, acompañado de Kaherdín, regresó a Cornualla. Bajo ropas de romeros lograron penetrar en el castillo, donde fueron muy bien recibidos por sus amigas. Durante más de dos semanas tuvieron sus entrevistas secretas sin que nadie sospechase su presencia.

El rey convocó a sus barones a cortes plenarias. Hubo grandes fiestas y, después del yantar, grandes juegos de esgrima y palestra, saltos galeses y galveses, concursos de tiro: se lanzaron dardos, jabalinas, lanzas y los caballeros participaron en justas y torneos. Tristán y Kaherdín se destacaron por su valentía y toda la asamblea se preguntaba quiénes podrían ser tan buenos luchadores. Realizaron grandes proezas sin ser reconocidos. En las lides, Kaherdín derribó y mató a Andret, vengando el oprobio que había hecho caer sobre él y cumpliendo la promesa que Tristán había hecho a Brangel. Los cornualleses deseaban vengar al conde; por fortuna, Dinas reconoció a Tristán y acudió en su ayuda con los dos mejores caballos del país, ensillados y dispuestos para la marcha. No tenían más remedio que huir si querían preservar sus vidas. A galope tendido, sin dejar de espolear sus corceles, corrieron hacia el mar, hasta desaparecer de la vista de las gentes de Cornualla. Embarcaron en la nave presta para zarpar, contentos de la venganza que habían tomado contra Andret, el maldiciente.

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