23. Tristán loco

A su regreso a Bretaña encontraron los campos devastados y desiertos: los campesinos atemorizados los abandonaban en largas caravanas. La ciudad de Carahes estaba sumida en gran duelo. El anciano duque Hoel había fenecido. Llegaban noticias de la sublevación de sus antiguos enemigos, los barones levantiscos, incitados por el conde Riol de Nantes, a quien Tristán había, en otro tiempo, derrotado. Tristán ayudó a Kaherdín a reconquistar sus tierras. Después de mucho guerrear, Riol se hizo fuerte en un castillo al que Tristán puso el cerco. Todos los esfuerzos de los asediados fueron inútiles. Por desdicha, al asaltar la gran torre, Tristán recibió una piedra en la cabeza que lo hirió gravemente.

Acudieron los mejores cirujanos del reino y a fuerza de ungüentos y bálsamos lograron curarlo. Pasó unos meses convaleciente y durante un tiempo tuvo que llevar la cabeza rapada. Cuando pudo volver a cabalgar como antaño, salió un día a pasear con Governal. Llegaron hasta la orilla del mar. Tristán suspiró mirando en dirección a Cornualla.

—Bella reina —dijo en voz alta recordando su precipitada marcha del país—. ¡Quién sabe si podré volver a verte!

—Hijo —le respondió Governal—. ¡Sigues con tus locos propósitos! ¡Aunque bien es verdad que ahora, con la cabeza rapada, más pareces loco que caballero! ¡Nadie sería capaz de reconocerte!

Por la noche, en su habitación, Tristán piensa en lo que oyó a Governal y cavila su proyecto de regresar a Cornualla. Antes del amanecer, marcha sin advertir a Kaherdín, por temor a que quisiera hacerle desistir de su propósito, pues sus heridas aún estaban recientes.

En el camino trocó sus ropas contra la túnica de viejo buriel de un campesino, y su cachiporra; se embadurnó el rostro con el jugo de una hierba amarilla y llenó sus alforjas de monedas. Así, descalzo, el rostro amarillento como el de un bilioso, la cabeza rapada, una vieja túnica raída, la porra al cuello, un queso bajo el brazo, se dirigió hacia el mar. En la costa había una nave de mercaderes dispuesta para zarpar rumbo a Tintagel. Hablando necedades y arrojando las monedas de su alforja les rogó que lo llevaran con ellos. El patrón, viendo que podía pagar el viaje, lo tomó a bordo. Los marineros halan las velas y levantan el ancla. Tristán regresa a Cornualla.

Llegó a Tingagel y, rodeado por los gritos de los niños que le seguían y apedreaban, subió hasta el palacio. A la puerta la guardia lo detiene:

—¿De dónde venís, loco?

—Estuve en las bodas del abad del Monte San Miguel —responde—, que casó con una abadesa, una gruesa dama de cofia negra y anchas caderas. No hubo abad, monje, preste, cura, clérigo o monaguillo, de Besancon al Monte, que no fuese invitado; todos acudieron llevando bastones o cachavas y ricos pellizones. En la landa, bajo Bellencumbre, juegan y se solazan en la oscuridad. Yo me vine para servir la mesa del rey.

—Pasad. Vuestras sandeces divertirán a nuestro señor.

Criados, pajes y escuderos lo escoltan hasta la cámara real entre chanzas y risas, con ramas de boj y gritos: «¡Mirad el loco! ¡Hu! ¡Hu!».

—Bienvenido, amigo —dice Marcos contento del nuevo entretenimiento—. ¿Cómo os llamáis?, ¿de dónde sois?, ¿qué venís a buscar a estas tierras?

—Os lo diré, rey —responde el loco—. Mi nombre es Picolet. Mi madre era una ballena que vivía en el océano como una sirena. No sé dónde nací; una gran tigresa, que me encontró entre las rocas, me amamantó confundiéndome con sus crías. Tengo una hermana muy bella: te la daré y tú me darás a Iseo.

El rey reía:

—Si acepto el trueque, ¿qué harás?

—¿Qué haré? —respondió el loco—. Allá arriba, sobre los aires, tengo un palacio de cristal, grande y bello, que el sol ilumina con sus rayos. Flota en el cielo, colgado de las nubes, sin que una brizna de aire lo mueva. En una habitación de mármol y cristal, que iluminan las primeras luces del alba, nos solazaremos.

Caballeros, dueñas y doncellas se regocijaban con sus respuestas. «Es ingenioso el loco —decían—, discurre sobre cualquier cosa. Rey Marcos, deberías alojarlo en palacio; con sus necedades nos entretendría».

—No he terminado aún mi cuento —prosigue el loco—. Rey Marcos, Brangel dio a Tristán el brebaje por el que tantas penas sufrió. Pregunta a Iseo si es o no es verdad y si lo niega diré que fue un sueño que tuve durante una noche cálida. Rey, ¡más aún te diría! ¡Mírame! ¿no parezco Tantrís? Hice un gran salto, eché ramitas en el río, viví en el bosque de raíces y tuve entre mis brazos a la reina.

—¡Basta! ¡Basta! —dice el rey riendo—. Me compadezco de tus penas. Te daré albergue en mi palacio.

—¿Qué me importa tu compasión? ¡No daría por ella un puñado de barro!

—¿Quién puede discutir con un loco? —dicen los caballeros entre carcajadas.

—Rey —dice el loco, insistiendo en su propósito—. Recuerda tu temor cuando nos sorprendiste dormidos en la cabaña, la espada desnuda entre nuestros cuerpos. Un rayo de sol se filtraba entre el ramaje y te retiraste.

Marcos mira sonriente a la reina que esconde su rostro con su manto, rojo de ira:

—Loco —dice Iseo—. ¡Malditos sean los marineros que os trajeron a esta tierra y no os tiraron al mar!

—Señora —le replica el loco volviéndose hacia ella—. ¡Si supierais quién soy ni puertas ni ventanas ni murallas ni la autoridad del rey podrían impedir que os reunierais conmigo! Aún llevo el anillo que me disteis antes de aquella asamblea de mal recuerdo. ¡Cuántas dificultades y angustias he sufrido desde entonces! Ni Ider, que mató al oso, sufrió tantas penas por Ginebra, la mujer del rey Arturo. ¡Ahora espero que me recompenséis tantos sufrimientos con dulces besos de fino amor y abrazos entre cortinas!

Pálida y sorprendida, la reina intenta alejar al loco:

—¿Quién hizo entrar a este loco? ¡Fuera! ¡No quiero escuchar más sus cuentos y necedades!

El loco se vuelve, se pasea por la sala. ¡Con qué astucia representa su papel! A unos golpea, a otros empuja hacia la puerta gritando:

—¡Locos! ¡Locos! ¡Fuera de aquí! ¡Dejadme hablar a solas con Iseo! Vine a ofrecerle mis servicios.

El rey era amigo de chanzas y mofas. Decide seguir la broma:

—¡Fullero! ¡Ven aquí! ¿No es cierto que la reina Iseo es tu amiga?

—Así es y no podré negarlo. Yo vencí al Morholt que reclamaba un tributo de doncellas y acudí a Irlanda, disfrazado de mercader, en busca de la reina.

—Este hombre miente —dice la reina—. ¡Cuenta el sueño que tuvo anoche mientras dormía borracho! El alcohol le hizo divagar.

—Verdad es —responde el loco—. Borracho estoy por haber bebido un brebaje de hierbas del que nunca me pude librar.

Iseo se levanta impaciente, haciendo ademán de retirarse. El rey la retiene por la capa de armiño y la invita a sentarse de nuevo a su lado.

—Iseo, amiga. ¡Tened un poco de paciencia! ¡Escuchad al loco hasta el final! Dime, insensato. ¿Qué oficios sabes hacer?

—Rey, he servido a reyes, duques y condes.

—¿Entiendes de perros y de aves?

—¡Oh! ¡Sí! Los tuve muy buenos. Cuando me plazca cazar en el bosque, con mis señuelos atraparé grullas, de las que vuelan allá arriba, cerca de las nubes; con mis sabuesos cazo cisnes, con mis halcones ocas blancas y grises, con mi arco mato somorgujos y alcaravanes.

—Amigo —añade el rey riendo de buena gana—, ¿y qué coges en el río?

—Rey —responde el loco con una sonrisa—. Cojo cuanto allí encuentro. Con mis azores atrapo lobos salvajes y osos enormes, con mis gerifaltes capturo jabalíes que ni en monte ni en valle logran escapar, con mis neblíes de alto vuelo cojo ciervos y gamos, mi gavilán cala al zorro de larga cola, cazo la liebre con el esmerejón y el castor con el barbarí. Sé tocar el arpa, la rota y la cítara y cantar como los pájaros. Amo a una noble reina y no existe en el mundo amante que pueda igualarme. Con mi cuchillo tallo ramitas para arrojarlas al río. Soy hábil juglar y ahora podréis comprobar mis habilidades.

El loco golpea con su cachava a cuantos encuentra a su alrededor.

Poco después ordena el rey a su escudero que ensille sus caballos y avise a sus cetreros: según su costumbre, quiere salir de caza para ver cómo sus halcones capturan las grullas. Los caballeros le siguen, la reina se retira, pensativa y preocupada, a su habitación:

—Brangel —dice a su doncella—. Ese loco debe de ser brujo, adivino o nigromante. ¿Viste cómo conocía todos los detalles de mi vida y de la de Tristán? Ve en su busca y mándale que venga. Así podremos saber cómo aprendió tantas cosas.

Brangel regresa presurosa a la sala donde Tristán está solo, sentado en un banco.

—Loco, mi señora desea hablaros. Gran esfuerzo hicisteis para contar vuestra vida: estáis lleno de fantasías. ¡Gran bien os haría quien os mandase colgar!

—Brangel, sería gran crimen. ¡Cuántos más locos que yo cabalgan!

—¿Qué diablo con plumas grises y ojos de sangre os enseñó mi nombre?

—Bella. Tiempo hace que lo conozco. ¡Por mi cabeza que fue rubia! Perdí la razón por vuestra culpa: vos me disteis el brebaje que me privó de ella. Ahora os pido que convenzáis a la reina para que me recompense la cuarta parte de mis servicios o la mitad de mis sufrimientos. El filtro fue hecho de hierbas muy diversas y su virtud no actuó por igual; yo muero por la reina y ella permanece insensible. Soy Tristán, el desdichado, que en mala hora nació. Brangel observa sus brazos fuertes, su corva bien hecha, su cuerpo esbelto, sus manos finas. Piensa que no puede ser demente y reconoce a Tristán. Cae a sus pies, le pide perdón por sus insultos. Tristán la toma de la mano y la levanta, la besa más de mil veces y le pide que le ayude. La doncella lo conduce a la habitación de la reina, que lo recibe sobresaltada, recordando sus despropósitos. Tristán la saluda respetuosamente:

—¡Dios guarde a la reina y a Brangel, su doncella! Pronto me curaría con sólo llamarme amigo, pues yo soy su amigo y ella mi amiga. Pero no hubo, en el amor, reparto justo: sufro dos veces más que ella y ella no tiene compasión de mí. Pasé hambre, sed, dormí sobre piedras y barro, sufrí mil calamidades siempre con un solo pensamiento y una sola preocupación en mi alma. ¡Dios, que cambió el agua en vino en las bodas de Architriclinio, quiera librarme de esta locura!

—Señora —ruega Brangel a la reina al verla impávida—. ¿Es ésta la acogida que hacéis al más fiel amigo? Muchos trabajos le hizo soportar el amor: por vos vino rapado como demente. Señora: ¡es Tristán!

—Doncella, os equivocáis y queréis inducirme a error. Es un astuto tunante. Si fuera Tristán no me habría ultrajado delante de todos con sus burdas bromas.

—Señora. Lo hice para que nadie pudiera sospechar y que todos me tomasen por loco. Recordad cómo me salvasteis la vida cuando llegué herido por el Morholt o cuando me librasteis del mortal veneno del dragón. Yo estaba en el baño y vos descubristeis, al limpiar mi espada, la desgranadura que coincidía con la pieza de metal que guardabais en una arqueta, envuelta en una seda gris. Enfurecida, quisisteis quitarme la vida, pero yo os calmé contando la historia del cabello dorado. ¡Cuántas penas no me vinieron desde entonces! El rey, vuestro padre, os confío a mí y prepararon una nave para nuestro viaje. Pero un día, durante la travesía, el viento cesó. Hacía calor, teníamos sed y Brangel corrió a llenar una copa: por error tomó el brebaje. Era claro, sin grumos y ¡yo lo bebí!

—¡De buen maestro habéis aprendido! ¿Queréis hacerme creer que sois Tristán? ¡No lo conseguiréis! ¿Qué más cosas queréis contar?

—El salto de la capilla. Os condenaron a la hoguera y os entregaron a los leprosos. ¡Cómo discutían y se peleaban por vos! Echaron suertes para ver quién os poseería primero. Yo les preparé una celada con Governal. ¡Qué golpes les daba con las mismas muletas en las que apoyaban sus muñones! Un tiempo vivimos en el bosque donde tantas lágrimas derramamos. ¿No vive ya el ermitaño Ogrín?

—Dejad en paz al ermitaño. ¿Cómo os atrevéis a hablar de él? En poco os parecéis: él es un buen hombre y vos un truhán. Queréis engañar a las gentes: podéis haber sorprendido los secretos que contáis.

—Señora, cuando veáis quién soy os arrepentiréis. Dicen que los servicios de amor logran presta recompensa: bien veo que no es así para mí. Yo solía tener una amiga, ahora veo que la he perdido. ¡Cuánto más fiel no fue mi braco que, al no verme regresar al palacio, enfureció y rechazaba por mí toda comida! Hubieron de soltarlo y corriendo llegó hasta nosotros en el bosque. Señora, ¿qué ha sido de Husdén?

—Lo guardo para entregarlo a Tristán cuando nos volvamos a reunir.

—Mostrádmelo. Tal vez me reconozca.

—¿Reconoceos? ¡Qué locura! ¡No penséis que escuche vuestros embustes! Desde que Tristán se marchó no hay hombre que se acerque a él al que no quiera despedazar con sus dientes. Está en la habitación de al lado. ¡Traedlo, Brangel!

Brangel acude y lo desata. Al oírse llamar por su amo, hace volar la correa de las manos de la doncella que lo trae, corre hacia Tristán, levanta la cabeza, frota el morro contra él, escarba con las patas, le lame las manos y ladra de alegría. ¡Nunca vio nadie hacer tal fiesta a un perro!

Iseo se sobrecoge al ver el recibimiento que Husdén hace al loco. Palidece y tiembla. Se pregunta si no está ante un embaucador o encantador. Tristán, entre tanto, dice al braco:

—Tú no me has olvidado. Mucho mejor acogida me has hecho que la dama a la que tanto he amado. Ella piensa que soy un impostor pese a que llevo el anillo que me dio al separarnos. Siempre lo he llevado conmigo; muchas veces le hablaba, le contaba mis tristezas y le pedía consejo. ¡Cuántos días, al besar su piedra, sentía que los ojos se me cubrían de lágrimas!

Iseo ve el anillo y la alegría del perro. Estalla en sollozos y pide mil veces perdón a Tristán por no haberle creído. Cae desvanecida en sus brazos y al recobrar el sentido lo abraza, lo besa en la frente, en la nariz y en la boca una y mil veces.

—¡Ah!, Tristán. ¡Cuántas penas y dificultades sufres por mí! ¡No sea yo hija de rey si no te recompenso como te corresponde! Brangel, preparadle agua y ropas.

Poco después, mientras Marcos cazaba —¡ojalá consiga tantos animales que no vuelva en una semana!—, Tristán entraba bajo la cortina y tenía a la reina en sus brazos.

La reina mandó preparar un lecho bajo las escaleras, para el loco. Allí permaneció tres semanas. Cuando el rey salía de caza o marchaba a San Lubín a administrar justicia, Tristán subía a la habitación de la reina sin que nadie, salvo Brangel, lo supiera. Pero un día un ujier vio cómo Brangel abría de noche la puerta de la habitación de la reina y cómo entraba el loco. Lleno de curiosidad, se acercó al hueco de la cerradura para ver qué venía a hacer el loco en este sitio y a esta hora. Lo sorprendió acostado con la reina. Al día siguiente fue a contar su descubrimiento al chambelán a cuya custodia el rey había confiado a Iseo. Furioso, el chambelán apostó espías ocultos para sorprenderlos. Llegó la noche. Mientras se deslizaba a lo largo del pasillo, Tristán observó la presencia de hombres armados escondidos en la abertura de una ventana. Volvió presuroso a su jergón. Cuando vino el día, vio a la reina y le dijo:

—Amiga, me han descubierto. ¡Tengo que huir y quién sabe si podré volver! Los dos sollozaban.

—¡Ah!, Tristán —dijo Iseo—. Tal vez uno de los dos haya muerto cuando volvamos a encontrarnos.

—¿Quién sabe si nos volveremos a ver? —dice Tristán—. Pero prométeme que si un día te envío un mensajero con el anillo harás cuanto te pida.

Tristán abraza una última vez a su amiga. Desciende las escaleras, pasa el puente y se marcha, la cabeza rapada, la clava al cuello, vestido con su vieja túnica raída.

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