5. El dragón

Al llegar a la plaza del mercado oyeron un grito tan extraño y espantoso que más parecía rugido de demonio que gañido de animal. Hombres y mujeres huían despavoridos en dirección al mar; como almas en pena corrían enloquecidos ante el misterioso peligro.

—Señora —dijo Tristán interpelando a una mujer—, ¿de dónde viene el grito que he oído? ¿Por qué huye la gente de este modo?

—¡Bien se ve que sois forastero —le respondió—, pues no conocéis la bestia del Valle del Infierno! Sabed que es el más temible animal que nunca existió. Mide más de diez anas de largo, tiene los ojos rojos y llameantes como carbones encendidos, dos cuernos en la frente. Tiene cabeza de bicha con cresta como un basilisco, patas como un lagarto, la cola enroscada, el cuerpo escamoso de un grifo y garras más fuertes que las de una quimera. Dicen algunos que de día repliega las alas y de noche vuela dejando una gran cola de fuego. De su boca salen llamas y un humo que envenena y quema cuanto halla a su paso. Dos veces a la semana baja de su guarida y se aposta ante una de las puertas de la ciudad. Nadie puede entrar o salir sin ser devorado. Devasta el país y los campesinos no se atreven a salir a los campos por temor a la bestia.

—Señora —replicó Tristán—, ¿nadie libró batalla contra ella?

—Sí —dijo la dama—. Más de veinte caballeros, de los más fieros y avezados en la lucha, lo intentaron. Pero todos perecieron devorados por el dragón. El rey Gormón ha puesto en pregón que dará a su hija y la mitad de su reino a quien logre matarlo. Mas ya nadie se atreve a enfrentarse con la bestia y los más valientes huyen al oírla acercarse.

Tristán regresó a la nave. Tomó en secreto sus armas y arneses. Desembarcó su caballo y lo montó. Salió al galope, llevando escudo y lanza, espada ceñida y yelmo enlazado, y se dirigió hacia la puerta que la mujer le había mostrado. Nadie pudo verlo: el puesto estaba desierto por temor a la terrible serpiente. Mientras cabalgaba, cruzó en su camino a un caballero armado que volvía precipitadamente hacia la ciudad, las riendas sueltas y espoleando su caballo con todas sus fuerzas, como aquel que escapa a una gran apretura. Tristán lo agarró por sus largas trenzas rojizas:

—¡Dios os salve!, caballero —le dijo—. Decidme, ¿por qué camino viene el dragón?

El fugitivo se lo mostró y le gritó que se alejase si no deseaba ser devorado por la bestia. Tristán lo soltó y siguió su camino. Poco tardó en descubrir al animal: tenía el morro levantado, los ojos chispeantes, la lengua fuera y vomitaba fuego y veneno. Al ver al caballero pegó un gran rugido e hinchó el cuerpo. Tristán espoleó su corcel con tal violencia que el animal, erizado de miedo, brincó contra el monstruo. La lanza del caballero chocó con las escamas de su cuerpo y voló en pedazos. El monstruo, al sentir el ataque, lanzó sus garras contra el escudo, hundiéndolas en él y haciendo saltar sus ataduras. El valiente sacó presurosamente la espada y golpeó con todas sus fuerzas la cabeza del dragón, pero su piel era tan dura que no logró hacer mella en ella: en vano intentaba herir su cuerpo invulnerable. Entonces el dragón abre sus fauces para devorarlo; vomita llamas venenosas que ennegrecen el yelmo de Tristán como carbón apagado; el caballo cae muerto al suelo. De un brinco se incorpora Tristán y hunde su espada en la garganta de la bestia con tal fuerza que penetra hasta el fondo y le parte en dos el corazón. Por última vez retumba el aire con el terrible gañido del dragón agonizante.

Tristán cortó de raíz la lengua del dragón y la guardó en su jubón. Luego, aturdido por el humo acre, dio unos pasos en dirección a un estanque que se hallaba en las cercanías. Pero el veneno de la lengua de la bestia infectó su sangre y paralizó sus miembros. Su cuerpo se volvió negro y lívido y el héroe cayó inanimado entre los altos juncos que bordeaban el pantano.

¡Señores! Sabed que el fullero que Tristán había encontrado cuando cabalgaba hacia la aventura no era otro sino Aguyn-guerren el Rojo, senescal del rey de Irlanda. Era cauteloso, disimulado, duro de corazón, mentiroso y trapacero. Hacía tiempo que amaba a la princesa Iseo y, desde que el rey había pregonado su bando, todos los días se armaba para combatir al dragón. Pero era cobarde y al grito de la serpiente huía despavorido sin que todo el oro de Irlanda pudiera hacerle regresar. Cuando llegó a la puerta de la ciudad, se le ocurrió que tal vez aquel joven caballero tan resuelto tuviera más fortuna que él en la empresa. Volvió grupas y encontró el dragón muerto, el corcel abatido en el suelo y el escudo roto. No vio a Tristán, oculto por las hierbas del pantano, y, pensando que el monstruo lo había devorado, cortó la cabeza al dragón, la colgó de su silla y se presentó ante el rey reclamando la recompensa prometida.

El rey, que conocía su cobardía, se maravilló de que el senescal pudiera haber realizado tamaña proeza. Tanto insistió Aguyn-guerren que acabó convenciéndolo. Convocó a sus vasallos para que acudieran a la corte en el plazo de ocho días: el senescal mostraría ante la asamblea la prueba de su victoria. Luego acudió a la cámara de las mujeres para comunicar la noticia a la reina y a su hija.

Cuando la rubia Iseo supo que su padre quería entregarla al senescal rompió en lamentaciones:

—¡No quiera Dios —decía— que comparta el lecho de ese pelirrojo, cobarde y embustero! ¿De dónde le vinieron valor y fuerza para enfrentarse con el dragón, él que siempre se mostró cobarde ante cualquier valiente caballero?

No tardó en caer en la cuenta de que el senescal había inventado una impostura y engañado al rey. A la mañana siguiente, acompañada por su paje, el rubio y fiel Perinís, y por su doncella, la joven Brangel, salió del castillo al alba por una puerta que daba al jardín. Cabalgaron en dirección a la guarida del dragón. En el camino, observó las huellas de un caballo con herrajes distintos de los del país. Siguiéndolas encontraron el monstruo decapitado y el caballo muerto enjaezado según usanzas extranjeras. Descubrieron el escudo roto sobre el que aparecía un dragón de oro reluciente: nunca Aguyn-guerren había usado un emblema semejante.

Mucho tiempo buscaron al caballero. Al final Brangel vio brillar, entre las hierbas del pantano, su yelmo. Tristán yacía inanimado, el cuerpo ennegrecido e hinchado mas todavía con vida. Iseo observó sus rasgos, que le recordaban a Tantrís, el juglar al que meses antes había salvado de la muerte. Perinís lo subió sobre su caballo y, en secreto, lo llevó a las habitaciones de las damas. Al llegar al castillo, Iseo contó a su madre su aventura. Luego preparó sus bálsamos y ungüentos y, al quitarle la armadura, cayó al suelo la lengua envenenada del dragón. Iseo la recogió gozosa y guardó celosamente la prueba de la impostura del senescal cobarde y felón.

Al día siguiente, Iseo la Rubia le preparó un baño con raíces y hierbas aromáticas y saludables. Tristán, reanimado por el calor del agua y la fuerza de los ungüentos, sonreía al pensar que había conquistado a la bella de los cabellos de oro.

—Esta lengua demuestra que tú mataste al dragón —le dijo Iseo—. Pero el senescal de mi padre, un barón traidor y embustero, le cortó la cabeza y reclama para sí el premio de la aventura. De aquí a seis días mi padre convocará a sus barones y, ante la asamblea, tendrás que mostrar su impostura.

—Señora —respondió Tristán—, convenceré al senescal de engaño y si quiere mantener su impostura con las armas mostraré en el combate que os reclama con mentiras y falsedad.

Tristán permanecía en el baño mientras Iseo limpiaba sus armas deslustradas por el veneno. Sacó la espada ensangrentada de la vaina y observó la brecha de la lámina. Una sospecha la asaltó. Abrió la arqueta en la que guardaba el pedazo de acero extraído del cráneo del Morholt. Unió el fragmento a la brecha y vio que se ajustaban. Entonces comprendió que el juglar al que había curado y el vencedor del dragón era Tristán de Leonís, quien un día había matado al Morholt frente a las costas de Cornualla.

Iseo se estremeció; un escalofrío de rabia recorrió su cuerpo; roja de ira, la frente bañada en sudor, corrió hacia Tristán blandiendo la espada sobre su cabeza:

—¡Ah! ¡Tristán, sobrino del rey Marcos! ¡Ya no podrán valerte tus engaños! ¡Con esta espada mataste a mi tío el Morholt! ¡Con ella misma morirás!

Tristán intentó detener su brazo. Fue en vano. Su cuerpo debilitado era incapaz de conseguirlo. Pero su mente trabajaba para salvarlo. Con gran habilidad le dijo:

—¡Sea! ¡Moriré! Pero antes escúchame no sea que un día te arrepientas de mi muerte. Tienes derecho a quitarme la vida porque dos veces me la devolviste. La primera cuando, casi moribundo por la herida envenenada, me curaste: entonces yo te enseñé los lays de arpa; la segunda cuando me encontraste desvanecido junto al estanque. ¡Sí! Yo maté al Morholt. Pero lo hice en combate leal. Él me había desafiado y si hubiera podido habría tomado mi vida. Por ti luché contra el dragón y liberé a tu país de su terrible plaga. Pero tienes derecho a matarme. Hazlo si piensas que así ganarás gloria y alabanza. Tal vez un día, cuando estés acostada en los brazos de tu valiente senescal, recuerdes al huésped herido que arriesgó su vida para conquistarte y al que tú quitaste la vida cuando estaba indefenso en su baño.

—¡No haré caso a tus engañosas palabras! ¿Por qué mataste al dragón para conquistarme? ¡Querías vengar la antigua afrenta del tributo y como antaño el Morholt llevaba en su nave a las jóvenes doncellas de Cornualla tú quisiste llevar como sierva a aquélla a la que el Morholt más amaba!

—¡No!, hija de rey. Vine a Irlanda para rendirte homenaje. Un día dos golondrinas volaron hacia Tintagel y llevaron en su pico uno de tus cabellos: era un mensaje de paz y amor. Por eso acudí en tu búsqueda de allende el mar y luché contra el dragón. Mira este cabello, cosido entre los hilos de mi brial: el color de los hilos de oro se ha deslucido, pero el brillo del cabello no se ha empañado.

Iseo guardó la espada. Tomó en sus manos el brial, contempló el cabello de oro, tratando de ocultar su emoción. Luego besó a Tristán en los labios en señal de paz y amistad y lo revistió con sus ricas ropas.

Llegó el día fijado para la asamblea. Tristán envió secretamente a Perinís, el fiel criado de Iseo, hacia su nave para ordenar a sus compañeros que acudiesen a la reunión vestidos con sus mejores ropas. Los compañeros de Tristán recibieron con alivio y alegría la noticia: en vano lo habían buscado Por campos, caminos, bosques y eriales, sin poder dar con él. Los caballeros vistieron ricos briales de ciclatón obrados con oro y pellizones de vero y marta cibelina adornados con pedrería. Montaron en sus corceles enjaezados con sillas de oro y, cabalgando de dos en dos, se dirigieron al palacio. Subieron a la sala y se sentaron en los bancos altos, junto a los más nobles vasallos. Los irlandeses se preguntaban extrañados quiénes serían estos ricos y poderosos señores tan lujosamente engalanados.

El rey tomó asiento bajo el dosel. La reina fue introducida en la sala con todos los honores que correspondían a su rango y se colocó junto al rey. Tristán, que la seguía, se sentó al lado de la princesa Iseo. Todos admiraron la belleza del extranjero, sus ojos claros, sus cabellos rubios y rizados.

El senescal Aguyn-guerren el Rojo se alzó, de entre el círculo de los barones, y lleno de orgullo exclamó:

—Señor. Un rey debe ser fiel a la palabra dada. Vos ofrecisteis vuestra hija Iseo y la mitad de vuestro reino a quien acabase con el dragón que asolaba vuestras tierras y atemorizaba a vuestras gentes. Yo lo maté y en prueba de ello presentaré la cabeza del monstruo.

Entonces Iseo se incorporó, avanzó hacia su padre e inclinó la cabeza ante él.

—Rey —le dijo en voz alta—. En esta asamblea hay un hombre que puede convencer de engaño y felonía al senescal. ¿Prometéis olvidar todos sus daños pasados, por grandes que sean, y otorgarle vuestro perdón y vuestra paz si demuestra ser él quien libró vuestra tierra de la terrible plaga del dragón?

El rey permaneció un rato pensativo como hombre sabio que gusta de meditar sus resoluciones. Sus barones lo incitaron a acceder. Al final habló y dijo:

—Lo otorgo.

Iseo fue a buscar a Tristán y lo condujo de la mano ante el rey. A su vista, los cien caballeros se levantaron, lo saludaron con los brazos en cruz sobre el pecho y se colocaron a su lado. Los irlandeses comprendieron que era su señor. Pero los que en otro tiempo habían acompañado al Morholt ante las costas de Cornualla lo reconocieron: un gran clamor se levantó en la asamblea: ¡Es Tristán de Leonís, el asesino del Morholt! Todos desenvainaron las espesad y con gran estruendo repitieron: «¡Que muera!». El rey Gormón los acalló con sus palabras:

—¡Tristán! ¡Gran oprobio causasteis a nuestro país cuando matasteis al Morholt! ¡Pero prometí a mi hija perdonaros si lograbais demostrar que vos librasteis a nuestro país del terrible dragón y cumpliré mi palabra!

Ante todos los barones, Tristán mostró la lengua del dragón. Trajeron la cabeza y pudieron comprobar que había sido cortada. Ofreció al senescal probar con las armas sus engaños, pero el cobarde felón no se atrevió a aceptar la batalla y reconoció su impostura. Todos los vasallos hicieron burla y vituperio del falso senescal, que abandonó el país avergonzado y deshonrado. Luego Tristán se dirigió a la asamblea y habló así:

—Señores, maté al Morholt en justa lid como él me habría matado a mí si la suerte le hubiera sido favorable. Pero atravesé el mar para ofreceros una buena satisfacción. Para liberar vuestra tierra de la plaga del dragón puse mi vida en peligro y venciéndolo conquisté a la rubia Iseo. Pero, a fin de que los reinos de Cornualla e Irlanda olviden sus viejas rencillas y gocen de paz y armonía, el rey Marcos, mi señor, la tomará por esposa. Todos los príncipes y barones de Cornualla le rendirán homenaje y la servirán como a reina y señora. Estos cien caballeros que me han acompañado están dispuestos a jurar sobre las reliquias sagradas que el rey Marcos os pide paz y tomará a Iseo como su mujer desposada.

Trajeron los cuerpos sagrados en un relicario de marfil obrado con piedras preciosas. Los cien cornualleses juraron sobre ellos, levantando la mano derecha, que el rey Marcos tomaría a Iseo como mujer legítima. Luego el rey Gormón Preguntó a Tristán si la conduciría lealmente a su señor. Delante de los cien cornualleses y de todos los barones de Irlanda, Tristán juró que así lo haría. Entonces el rey puso la mano derecha de Iseo en la de Tristán y Tristán la recibió en señal de que la tomaba en nombre del rey de Cornualla.

Hubo grandes fiestas y los irlandeses se felicitaban al pensar que este matrimonio les traería la paz con Cornualla y que serían bien recibidos allí donde habían sido más odiados.

De este modo, gracias a su esfuerzo y a su astucia, Tristán conquistó, por amor del rey Marcos, la princesa de los cabellos dorados.

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