6. El filtro

Se hicieron los preparativos para el viaje. Equiparon una bella nave. Las doncellas de Iseo dispusieron el ajuar de la novia. Llenaron cofres y baúles con ricos vestidos, bellos atavíos y joyas preciosas. Los criados embarcaron las vituallas, la harina, la bebida, el vino y todos los alimentos necesarios para el viaje.

Entre tanto la reina recogió por montes y prados flores, raíces y hierbas, las mezcló en vino y compuso, por artilugios de magia, un brebaje misterioso que vertió en una redoma y entregó un secreto a la fiel Brangel.

—Brangel —le dijo—, acompañarás a mi hija al país del rey Marcos y la servirás con amor y lealtad. Toma esta redoma y guárdala celosamente. Cuida que nadie la vea ni acerque sus labios a ella, pues gran mal podría sobrevenir. Cuando llegue la noche de bodas y los esposos estén en su lecho, verterás su contenido en una copa que presentarás al rey y a Iseo para que lo beban juntos. Es el vino herbolado que preparé con mis manos. En cuanto lo hayan bebido, ambos se amarán de suerte que nadie podrá sembrar la discordia entre ellos. Durante tres años no podrán vivir separados sin enfermar y pasado ese tiempo seguirán amándose hasta la muerte.

Brangel lo tomó y prometió a la reina cumplir fielmente su voluntad.

Llegó el día de la partida. Iseo embarcó con su fiel doncella Brangel y su paje Perinís. Numerosas jóvenes, hijas de nobles, la acompañaban. Una multitud de caballeros, damas y escuderos se congregó para despedir a la hermosa princesa. No había mujer en el país que no llorase al verla marchar, pues todos la amaban por su cortesía y su belleza. Iseo se despidió de sus padres y sonrió tristemente al abandonar Irlanda. Subieron a la nave y Tristán dio la señal de partida. Levantaron el ancla, el timonel empuñó la barra, los marineros amuraron a proa las velas y halaron de las bolinas para coger el viento. La vela se hinchó y la nave se alejó de la costa, empujada por un viento propicio.

En una parte de la nave vivían Tristán y sus compañeros, en la otra estaban los apartamentos de las mujeres. Habían dispuesto un pabellón bien guarnecido de cólcedras, cojines y ricos tapices sarracenos donde Iseo pasaba el día. Ningún hombre, salvo Tristán, podría penetrar en él. Iseo contemplaba tristemente las costas lejanas de su patria. A medida que se iban alejando aumentaban sus sombríos pensamientos. Sentada junto a su fiel Brangel, se lamentaba al recordar a Irlanda. ¿Dónde la conducían estos extranjeros? ¿Hacia quién? ¿Qué destino le aguardaba en ese país extraño donde siempre habían odiado a las gentes de Irlanda? Tristán se acercaba e intentaba consolarla con dulces palabras. Con su arpa procuraba disipar su tedio y enfado. ¡Todo era vano! Iseo se irritaba y lo rechazaba, el corazón lleno de rabia. ¡Con sus astucias la había arrancado a su madre y a su patria, él, el raptor y el matador del Morholt! ¡No se había dignado conservarla para sí, sino que la llevaba, presa, a una tierra extranjera para entregarla a un rey anciano!

—¡Pobre desgraciada! —se decía—. ¡Maldito sea este mar que me lleva hacia Cornualla! ¡Mejor querría estar muerta en mi país que reinar allá!

Todos los esfuerzos de Tristán para confortarla eran inútiles. Iseo se mostraba esquiva y rencorosa.

—¡Dejadme! —le decía—. ¡Por mi mal atravesasteis el mar! ¡Por vuestra culpa sufro penas y tristezas! No contento con matar al Morholt, inventasteis la historia de las golondrinas para llevarme prisionera en esta nave que me conduce a tierras enemigas. ¡Quién diría cuántas tristezas y tribulaciones me aguardan allí, lejos de los míos!

—Bella Iseo. Mi vuelta a Irlanda no os trajo penas y tristezas, sino honor y alegría. Allá en Cornualla seréis una reina poderosa, amada y honrada. Tendréis por señor al bondadoso rey Marcos, que os respetará y amará como a su mujer desposada. En Irlanda sólo podríais ser la esposa de un duque o un barón, en Cornualla seréis reina. ¿Acaso pensáis que seríais más feliz teniendo como señor al cobarde y embustero senescal Aguyn-guerren el Rojo?

Así se esforzaba Tristán por acallar el odio y el resentimiento que hacia él sentía la bella Iseo.

La nave proseguía su camino. El sol había entrado en el signo de cáncer. Era la víspera de San Juan. Desde la hora de tercia, un calor sofocante se levantó sobre el mar y disipó todas las nubes. El viento cayó. Las velas colgaban desinfladas sobre el mástil. La nave detuvo su marcha. Después del almuerzo, marineros, caballeros, hombres y mujeres permanecían tumbados y sesteaban, somnolientos y amodorrados por el ardor del aire. Tristán acudió, como todos los días, a consolar a Iseo con sus canciones. El sol era ardiente, el calor les hizo sentir sed. Enviaron a una joven doncella en busca de una bebida. La muchacha acudió a Brangel que dormitaba tumbada sobre una estera. La doncella se incorporó Perezosamente, tomó una copa de oro, bajó al pañol donde a tientas llenó la copa de una redoma que estaba junto a tantas otras que guardaban los mejores vinos de Irlanda. Luego subió al pabellón de las damas y lo presentó a Tristán quien de un trago vació la mitad y ofreció el resto a Iseo. La bebida era clara como vino y les pareció buena y suave.

Al instante se miraron extrañados. Parecía como si el vino al extenderse por sus venas mudase sus corazones y pensamientos. La emoción y el temor asomaron al rostro de Iseo y disiparon su rencor. El amor, tormento del mundo, los sometía y sojuzgaba. Brangel los observa. Una terrible duda la asalta. ¡Dios! ¡Si se hubiera equivocado de recipiente! Baja presurosa al pañol y descubre la redoma del brebaje de amor que la reina le había confiado casi vacía. «¡Desdichada! —se dice—. ¡Mal cumplí el mandato de mi señora! ¡En mala hora nací y en mal día embarqué en esta nave fatídica! Iseo, amiga, y tú, Tristán, noble caballero, ¡habéis bebido vuestra perdición y vuestra muerte! ¡No fue vino, ni celia, ni cerveza lo que tomasteis, sino la bebida encantada que la reina de Irlanda había preparado para las bodas del rey Marcos! ¡Por mi desidia bebisteis la pasión y la muerte!».

De esta manera Tristán e Iseo, por un error de la fiel Brangel, tomaron en el mar, la víspera de San Juan, el brebaje fatal que tantas penas y alegrías les había de acarrear y entraron en la rota que nunca podrían abandonar. La bebida les pareció suave y dulce. ¡Nunca dulzura fue pagada a tan alto precio!

Volvió a levantarse el viento; la nave singlaba hacia Tintagel. Parecía a Tristán que una zarza vivaz, de agudas espinas y flores olorosas, echaba raíces en la sangre de su corazón y con fuertes lazos unía su cuerpo, su pensamiento y su deseo al bello cuerpo de Iseo. El veneno de amor se expandía por sus venas sin que nunca pudiera curarse. Con tristeza pensaba: «Andret, Denoalen, Ganelón y Godoine, ¡felones que me acusabais de codiciar la tierra del rey Marcos! ¡Soy más vil aún de lo que vosotros sospechabais y no es su tierra lo que deseo! Querido tío, tú que me amaste huérfano antes de reconocer en mí la sangre de tu hermana Blancaflor, tú que llorabas cuando me dejaste en la barca sin vela ni remos, ¿por qué no expulsaste al muchacho errante que acudió a tu país para un día traicionarte? ¡Ah! ¿Qué digo? Iseo es vuestra mujer y yo vuestro vasallo. Iseo es vuestra mujer y yo vuestro hijo. Iseo es vuestra mujer y no puede amarme».

Pero Iseo lo amaba. Quería detestarlo: ¿no la había desdeñado después de vencer al dragón? Quería odiarlo y no podía. Se irritaba en su corazón por este amor más poderoso que el odio. «¿Cómo podría querer al asesino del Morholt, al hombre que con astucias me arrancó a mi tierra? —se decía—. Pero no existe entre el cielo y la tierra caballero que pueda compararse a Tristán en destreza y valentía. Siempre pensé que el amor sería dulce, ahora comprendo que es amargo». Inútilmente se atormentaba. Quería ocultar su amor sin poder apagar el fuego que el filtro había encendido en su corazón.

Brangel los espiaba con angustia, pues sólo ella conocía el mal que había causado. Los vio buscarse como ciegos que caminan a tientas el uno hacia el otro, tristes al estar separados, más desgraciados aun cuando, reunidos, temblaban ante el temor a confesar sus pensamientos. Acudió en busca de Governal: así supo el fiel ayo el error fatal que tantos males había de ocasionar a su querido señor.

Al caer la tarde, Tristán acudió al pabellón donde permanecía Iseo. Ella lo vio acercarse y le dijo tristemente:

—¡Ah! ¡Tristán! ¿Por qué no avivé entonces las llagas del juglar herido? ¿Por qué no dejé perecer entre las hierbas del pantano al vencedor del dragón? ¿Por qué no asesté sobre su cabeza la espada que contra él había blandido cuando yacía en el baño? No sabía entonces el tormento que hoy me embargaría.

—¿Qué es lo que os atormenta? —preguntó Tristán.

—Todo lo que veo me atormenta: este cielo, el mar y mi cuerpo y mi vida.

Apoyó su brazo sobre el hombro de Tristán. Sus ojos claros se cubrieron de lágrimas que apagaron su brillo, sus labios temblaban. Tristán repitió:

—Amiga, ¿qué es lo que os atormenta? Iseo respondió:

—El amor de vos.

Entonces Tristán posó sus labios sobre los suyos y le dijo:

—Amiga. Tú sola me has hecho perder todos mis sentidos y olvidar mis proezas y honores pasados. Todo ello me parece nada a tu lado.

Ambos gozaban por primera vez de las alegrías del amor. Brangel que los acechaba se echó a sus pies retorciendo los brazos como desesperada, el rostro cubierto de lágrimas:

—Amigo Tristán, Iseo amiga —les dijo—. ¡Deteneos si aún podéis! Mas, ¡no!, el camino no tiene retorno, la fuerza del amor os arrastra y ya nunca conoceréis alegría sin dolor. El brebaje de amor que vuestra madre, Iseo, había preparado os posee. ¡Mal lo he guardado! Sólo el rey Marcos debía beberlo con vos, noble Iseo. Pero el enemigo se ha burlado de nosotros y habéis vaciado la redoma. ¡Por mi pecado habéis bebido, en la copa maldita, el amor y la muerte!

Los amantes se estrecharon, sus bellos cuerpos se estremecían de deseo, de juventud y de vida. Y, al llegar la noche, sobre la nave que caminaba velozmente hacia la tierra del rey Marcos, unidos para siempre, se abandonaron al amor.

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