7. Brangel entregada a los siervos

La nave de Tristán se acercó a la costa de Tintagel. Las gentes del país la reconocieron. Al verla, un joven escudero saltó a su caballo y voló a dar la noticia al rey que cazaba en las cercanías. Marcos acudió al puerto con sus barones. Tristán tomó de la mano a la rubia Iseo y la entregó al rey, quien, con grandes honores, la condujo hasta el castillo. Cuando Iseo apareció en la gran sala, ataviada con sus mejores galas, su belleza produjo tal claridad que las paredes se iluminaron como doradas por el sol mañanero. Marcos contemplaba su rostro hermoso, su porte esbelto y bendecía a las golondrinas que le habían traído su cabello suave como la seda. Alabó a Tristán y a los cien caballeros que, sin temor al peligro, partieron en la nave aventurera en busca de la bella. ¡Por desgracia, noble rey, la nave te trae el triste duelo y los terrible tormentos!

El rey Marcos decidió casarse en breve plazo. Envió sus mensajeros hasta los confines de su reino para enunciar a todos sus barones que las bodas tendrían lugar en el plazo de dieciocho días. Llegó la mañana en que el rey debía tomar por mujer a la rubia Iseo. Las campanas del monasterio repicaron, las calles se adornaron de paños bordados y tapices venidos de tierras lejanas, la tierra se cubrió de flores. Doscientos barones, una multitud de caballeros y donceles vestidos de vero y de seda, quinientas damas y doncellas, con los cabellos trenzados y adornados con oro, formaban el cortejo de la reina. Un arzobispo, dos obispos y el abad del Monte de San Miguel, con un tropel de clérigos, curas y monaguillos, salieron al encuentro de la rubia Iseo. Todos admiraban su gracia y su belleza. La reina recibió el anillo y ciñó la corona. Luego, la alegre comitiva se dirigió al palacio, donde se celebró el festín.

Ese día el generoso Marcos ordenó que todas las puertas del palacio permanecieran abiertas: pobres y ricos obtuvieron cuanto pudieron desear. El rey hizo distribuir diez mil panes y barrenar trescientos toneles de vino. No hubo juglar en la comarca que no acudiera al castillo. Se recitaron fábulas, se cantaron trovas y bellos lays de amor. Resonaron trompas y bocinas, se tañeron arpas, vihuelas, cítaras, flautas y atabales. Las doncellas bailaron en coro. Todos los juglares que allí estuvieron regresaron con ricos presentes: éste un pellizón de peñas veras, aquél un brial de ciclatón, otro un rocín, aquél una mula. El rey designó cincuenta donceles, de los compañeros de Tristán, de la mejor nobleza de Leonís y Cornualla, para ser armados caballeros.

Llegó la noche. Condujeron a los esposos a la cámara real ricamente engalanada. Tristán y Governal ayudaron al rey a despojarse de sus vestidos. Marcos sonreía, contento, algo trastornado por el vino. Cuando el rey entró en el lecho, Tristán sopló sobre los hachones que iluminaban la sala:

—¿Cómo? —dijo el rey—, ¿habéis apagado la luz?

—Señor —respondió Tristán—, tal es la costumbre de Irlanda: cuando un gran señor yace por vez primera con una doncella se hace la oscuridad en la habitación. La reina de Irlanda me encomendó que así lo hiciera.

Tristán y Governal se retiraron. En medio de la oscuridad Brangel, la fiel doncella, entró en la habitación del rey para ocultar el deshonor de su señora y salvarla de una muerte segura. Era Brangel de buen porte y de fina figura: de no ser por sus cabellos, que eran del color de la avellana, con su piel clara y suave, sus ojos verdes, sus cejas como trazos de pincel, la tomarían por la reina misma. El rey, sin percatarse del cambio, la tomó en sus brazos y la besó. Halló de su agrado a su compañera y, cuando el sueño lo rindió, Brangel se levantó de puntillas y salió de la habitación, cuidando no despertarlo. Iseo, que había permanecido escondida temiendo que Marcos descubriera su engaño, entró bajo las cortinas y ocupó su lugar junto al rey dormido.

Varios días duraron las bodas. Luego los barones venidos de lejos se retiraron a sus dominios. El rey partió, con sus más próximos parientes, a Lancien, donde pasaba unos meses al año. Iseo vivía feliz. El rey la amaba, los barones la respetaban y honraban. Veía en secreto a Tristán. Pero, como el rey había confiado a su sobrino la custodia de la reina a la que él había traído de Irlanda, durante un tiempo nadie sospechó la extraña amistad que los unía.

Iseo es reina y parece vivir en alegría. El rey la ama como siempre la amará. Pues, pese a todas las angustias, sospechas y tormentos, Marcos nunca pudo arrojar de su corazón a la bella Iseo ni a su sobrino Tristán. Los barones la honran y rinden homenaje, las gentes humildes celebran su belleza y la quieren. Su vida transcurre en habitaciones ricamente engalanadas y cubiertas de flores. Tiene los nobles joyeles, las telas de púrpura y los tapices venidos de Tesalia, los cantos de los arpistas y las cortinas con ricos bordados que representan leopardos, aguiluchos, papagayos y todos los animales de los bosques y de los mares. Tristán está cerca de ella y lo puede ver a su antojo. Sin embargo, a veces tiembla y se angustia. ¿Por qué temblar si mantiene ocultos sus amores? ¿Quién podría sospechar de Tristán, el sobrino del rey, que puso su vida en peligro para traerla de Irlanda y entregarla a Marcos? Todos ignoran su secreto salvo Brangel y Governal, el fiel ayo de Tristán.

Un día que, sentada en sus habitaciones, pensaba en sus amores, le asaltó una cruel sospecha: Brangel conoce su secreto. ¡Si un día llegase a revelarlo, si lo traicionase aun a pesar suyo! El temor y la angustia la enloquecen. ¡Si Brangel los descubriera ella quedaría deshonrada y Tristán sería odiado y cubierto de oprobio! ¡Señores! ¡Escuchad cómo el diablo le inspiró una negra traición y cómo la reina recompensó la fidelidad de su doncella!

Tristán había salido ese día de caza con el rey lejos de la ciudad: nunca conoció su negro crimen. Iseo hizo venir a dos siervos que había traído de Irlanda. Les prometió la libertad y sesenta besantes de plata si juraban cumplir fielmente sus deseos y guardar su secreto. Ellos hicieron el juramento.

—Acompañaréis a una joven —les dijo la reina— a lo más profundo del bosque. Allí la degollaréis donde nadie pueda descubrirlo y me traeréis su lengua. Poned atención a cuanto diga para luego repetírmelo. Id sin tardanza: a vuestro regreso seréis libres y os colmaré de riquezas.

Luego se fingió enferma y llamó a Brangel.

—Amiga —le dijo—, el mal que siento en el corazón se me ha extendido por todo el cuerpo. Mira cómo languidezco y sufro. Ve al bosque a coger hierbas que puedan servirme de remedio. Estos dos siervos te acompañarán: ellos saben dónde crecen las plantas medicinales. ¡Síguelos!

—Señora —respondió Brangel—, vuestro mal me causa gran pesar. Partiré en el acto para buscaros remedio.

Brangel marchó con los siervos. Caminaron hasta llegar a un lugar donde crecían raíces, hierbas y plantas medicinales. Brangel quiso detenerse, pero los siervos la condujeron más lejos alegando que no era el sitio conveniente. Abandonaron los caminos hollados y anduvieron a través de zarzas, espinas, matorrales y cardos enmarañados. Uno de los siervos iba delante de ella y su compañero la seguía. De repente, en lo más negro del bosque, el siervo que la precedía se detuvo, desenvainó la espada y se volvió hacia ella. Brangel, asustada, quiso pedir auxilio al otro hombre, pero también él la amenazaba con su espada afilada. La muchacha cayó sobre la hierba, temblando de miedo. Llena de angustia les preguntó:

—¡Por Dios!, amigos, ¿qué pensáis hacer?

—Muchacha, gran crimen debes de haber cometido pues Iseo, tu señora y la nuestra, nos ha ordenado que te demos muerte.

—Señores —respondió Brangel, las manos juntas en actitud suplicante—. No recuerdo haber cometido ningún mal contra mi señora, salvo uno solo. Cuando salimos de Irlanda, llevábamos cada una, como nuestra mejor gala, una camisa de seda, más blanca que la nieve, para nuestra noche de bodas. Durante la travesía la reina mancilló la suya. Cuando llegamos a Tintagel y tuvo que entrar por vez primera en el lecho del rey, yo le presté la mía. Creo que por esta bondad desea mi muerte, pues, si no es esto, nunca le hice ningún mal ni desoí ninguna de sus órdenes. Pero, ya que quiere que muera, saludadla en mi nombre y decidle que le deseo gran honra y le agradezco todo el bien y el honor que me hizo desde que, siendo niña, entré al servicio de su madre.

Los siervos se miraron, compadecidos de sus lágrimas, conmovidos por sus palabras y arrepentidos de haber aceptado el mandato de la reina. Deliberaron un momento y decidieron que sería gran maldad matar a una doncella tan bella y gentil y que nada en su conducta parecía merecer semejante castigo. La ataron a un árbol y la dejaron abandonada. Luego mataron un perro y le cortaron la lengua, que presentaron a la reina Iseo.

—¿Qué dijo antes de morir? —les preguntó la reina con gran inquietud.

—Señora —le respondieron—. Dijo que trajisteis de Irlanda dos camisas más blancas que la nieve. Vos ensuciasteis la vuestra durante la travesía y ella os prestó la suya para vuestra noche de bodas. Dijo que no recordaba haberos hecho otro mal salvo éste. Os envió sus saludos y rogó a Dios que protegiese vuestro honor y vuestra vida.

—¡Asesinos! —gritó la reina—. ¿Qué habéis hecho? ¡Devolvedme a mi fiel sirvienta! ¡Habéis matado a mi mejor doncella! ¡Traédmela tal como os la confié para conducirla al bosque o vengaré sobre vosotros su muerte! ¿No sabíais que era mi mejor amiga? ¡Asesinos! ¡Sois peores que sarracenos!

—¡Dios nos valga!, señora —replicaron los siervos—. ¡Mucho han variado vuestros pensamientos! ¡Nos mandasteis matarla y ahora deseáis perderos por amor a vuestra doncella! Con razón se dice que la mujer muda de opinión en pocas horas: tan pronto ríe como llora.

—¿Cómo podría yo haberos mandado matar a mi fiel doncella? ¿No era mi dulce compañera? Vosotros lo sabíais. ¡Os la confié para que le sirvierais de guarda y protección cuando la envié a buscar unas hierbas medicinales al bosque! ¡Canallas!, ¡ruines serpientes!, ¡cobardes asesinos! ¡Devolvédmela si no queréis morir ahorcados o quemados sobre carbones encendidos!

—¡Que Dios os perdone!, señora. Sabed que Brangel vive y que os la traeremos sana y salva.

—Si así lo hacéis os concederé la libertad y os colmaré de riquezas.

Pero la reina no podía dar crédito a las palabras de los siervos. Gritaba como enloquecida, maldecía su falta de juicio, su ligereza y su ingratitud. Retuvo a uno de los siervos y despachó al otro en busca de la doncella.

—Bella —dijo el siervo al llegar junto a Brangel—, Dios se ha apiadado de vos: vuestra señora os llama.

Cuando Iseo volvió a ver a Brangel toda su tristeza se mudó en alegría. Corrió a su encuentro, la abrazó y la besó llorando.

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