DE LA BELLEZA

En todo lo que precede hemos tratado de cada virtud en particular, y hemos explicado separadamente el carácter y el valor de cada una de ellas. Ahora debemos analizar con la misma de-tención la virtud que se forma de la reunión de todas las de-más, y que, hemos llamado por excelencia la hombría de bien, la perfecta virtud, que es tan bella como buena.

Es preciso reconocer que cuando se merece en realidad el precioso título de hombre de bien es porque se poseen necesariamente todas las demás virtudes particulares. Absolutamente lo mismo sucede en cualquier otro orden de cosas. Por ejemplo, sería imposible tener el conjunto del cuerpo perfectamente sano, si alguna de las partes no estuviere sana. Es de toda necesidad que todas las partes del cuerpo, o, por lo menos, la mayor parte y las más importantes estén en el mismo estado que el conjunto.

Ser bueno y ser perfectamente virtuoso no son sólo palabras distintas, sino que son cosas que en sí son diferentes. Todo lo que es bueno tiene siempre un fin deseable únicamente por él mismo, pero no hay belleza y honestidad en otros bienes que en aquellos que, siendo ya deseables por sí, son, además, dignos de estimación y de alabanza. Son aquellos bienes cuyas consecuencias, que se muestran en las acciones que ellos inspiran, son tan laudables como ellos mismos.

Y así, la justicia, laudable de suyo, no lo es menos por los actos que nos obliga a practicar. Los hombres prudentes merecen nuestros elogios, porque la prudencia los merece también.

La salud, por lo contrario, no da lugar a nuestra estimación, co-mo no dan lugar a ella las consecuencias que ella produce.

Tampoco obtiene nuestra estimación un acto de fuerza, porque la fuerza no lo merece. Éstas son cosas muy buenas, sin duda, pero no dignas de nuestra estimación ni de nuestras alabanzas.

Si se quisiera, se podría comprobar esta teoría por inducción en todos los demás casos. El único hombre a quien debe llamarse bueno es aquel para quien subsisten realmente siendo buenas las cosas que por su naturaleza lo son.

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En efecto, los bienes más disputados, y que se consideran co-mo los mayores de todos, la gloria, las riquezas, las cualidades del cuerpo, la buena fortuna, el poder, son bienes por su naturaleza. Pero pueden también ser perjudiciales a algunos individuos, a causa de la disposición en que tales individuos se enc-uentren. Un loco, un bribón, un libertino, ningún provecho po-drían sacar de ellos; a la manera que un enfermo no podría tomar con provecho la comida de un hombre que gozara de plena salud; como un cuerpo raquítico o mutilado no podría llevar el vestido de un cuerpo vigoroso y completo.

Es uno moralmente bello y virtuoso, es decir, perfecto hombre de bien, cuando sólo busca los bienes bellos por sí mismos, y practica las bellas acciones exclusivamente porque son bellas, entendiendo por acciones bellas la virtud y los actos que la virtud inspira.

Pero hay otra disposición moral que gobierna a veces las ciudades, y de la que conviene hacer aquí mención. Se la encuentra entre los espartanos, y muy bien podrían tenerla, a su ejemplo, otros pueblos. Esta disposición moral consiste en creer que si es indispensable tener la virtud, es únicamente con la mira de estos bienes, que son bienes naturales

Esta convicción forma, ciertamente, hombres virtuosos, porque poseen los bienes según la naturaleza; pero no puede decir-se que tengan la belleza moral en toda su perfección. No tienen las virtudes que son bellas esencialmente y en sí; no tratan de ser bellos moralmente, al mismo tiempo que virtuosos. Y no sólo son incompletos bajo este concepto, sino que, además, las cosas que no son naturalmente bellas y que sólo son naturalmente buenas, se convierten a sus ojos en bellas. Las cosas que se hacen no son verdaderamente bellas sino cuando se las hace y se las busca en vista de un fin que es igualmente bello.

He aquí por qué estos bienes naturales se hacen bellos sólo en el hombre que posee la belleza moral; ahora bien, lo justo es bello, y lo justo está en proporción del mérito; y el hombre de bien, en el sentido que indicarnos aquí, merece todos estos bienes. También puede decirse que lo conveniente es bello, y por 144 tanto conviene que el hombre dotado de todas estas virtudes tenga fortuna, buen nacimiento y poder. Todos los bienes de este orden son, a la vez, útiles y ellos para el hombre que posee la belleza moral y la virtud perfecta, mientras que todas estas condiciones están como fuera de su sitio en la mayor parte de los demás hombres.

Los bienes que son buenos en sí no son buenos para ellos; sólo lo son para el hombre de bien, porque se convierten en bellezas en el individuo, que es moralmente bello, como que con su auxilio ejecuta sin cesar las acciones que son en sí las más bellas del mundo. Por lo contrario, el que se imagina que sólo deben poseerse las virtudes para adquirir los bienes exteriores, sólo indirectamente practica acciones bellas. Por tanto, la belleza moral, la hombría de bien, es la única virtud verdaderamente completa.

AJ hablar del placer, hemos hecho ver lo que es y explicado de qué manera es bueno. Hemos probado que las cosas absolutamente agradables son también bellas, y que las cosas absolutamente buenas son igualmente agradables. El placer sólo se encuentra en la acción; por consiguiente, el hombre verdaderamente dichoso vivirá en medio del más vivo placer, y la opinión común en este punto no se engaña.

Pero así como el médico tiene una pauta fija a que referirse para estimar el medicamento que debe curar el cuerpo enfermo o el que no le curaría, y para discernir el tratamiento que, debe aplicarse en cada caso, y la verdadera dosis, mayor o menor, con la que puede o no alcanzar la curación, así el hombre virtuoso necesita tener para sus actos y preferencias una regla que le enseñe hasta qué punto debe buscar las cosas que, buenas por naturaleza, no son, sin embargo, dignas de estimación, cual es la disposición moral en que debe mantenerse y la medida que debe aplicar a sus deseos, para no buscar con exceso el aumento o la disminución de su fortuna y de su prosperidad.

Más arriba ya hemos dicho que el verdadero límite en este punto es el que indica la razón; pero es como si se dijera que, en punto a alimentación, debe tomarse la regla que prescribe la medicina y la razón ilustrada por sus consejos. Ésta, indudablemente, es una verdadera recomendación, pero poco clara.

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Aquí, como en todo lo demás, es preciso vivir sólo para la parte que en nosotros mismos manda; es preciso organizar la vida y la conducta, tomando por base la energía propia de esta parte superior de nosotros mismos, a manera que el esclavo arregla toda su existencia en consideración a su dueño, y como cada uno debe hacerlo en vista del poder especial a que su deber le somete.

El hombre, según las leyes de la naturaleza, se compone de dos partes, una que manda y otra que obedece; y cada una de ellas debe vivir según el poder que le es propio. Pero este poder mismo es también doble. Por ejemplo, uno es el poder de la medicina y otro el de la salud; el primero trabaja en obsequio del segundo. Esta relación se encuentra en la parte contempla-tiva de nuestro ser. No es Dios, sin duda, el que le manda por órdenes precisas, pero es la prudencia, la que le prescribe el fin a cuya realización debe aspirar. Ahora bien, este fin supremo es, doble, como lo hemos explicado en otra parte… , porque Dios no tiene necesidad de nada. Nos limitaremos a decir aquí que la elección y el uso de los bienes naturales de las fuerzas de nuestro cuerpo, de nuestras riquezas, de nuestros amigos, en una palabra, de todos los bienes, serán tanto mejores cuanto más nos permitan conocer y contemplar a Dios.

Ésta es nuestra mejor condición y la regla más segura y más preciosa para conducirnos; al paso que la condición más horrible en todos conceptos es la que, ya por exceso, ya por defecto, nos impide servir a Dios y contemplarle. Ahora bien, el hombre tiene en sí esta facultad, y la mejor disposición de su alma es aquella en que se encuentra cuando siente lo menos posible la otra parte de su ser, en tanto que es inferior.

Esto era cuanto teníamos que decir sobre el fin último de la belleza moral y de la hombría de bien, y sobre el verdadero uso que el hombre debe hacer de los bienes absolutos.

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