DEL AZAR CON RELACIÓN A LA FELICIDAD

No es sólo la prudencia, ni aun la virtud la que hace que todo salga bien; con frecuencia se habla de muchos que prosperan favorecidos sólo por el azar, como si una suerte dichosa pudiese hacer felices a los hombres tanto como la ciencia, y asegu-rarles las mismas ventajas.

Es preciso, pues, que indaguemos si es cierto que este hombre es naturalmente dichoso y aquel otro desgraciado, y saber lo que hay realmente de cierto en este punto. No puede negarse que hay personas verdaderamente afortunadas; por muchas locuras que hagan, todo les sale bien en las cosas que dependen únicamente del azar. Triunfan hasta en aquellas que están sometidas a reglas ciertas, pero en las que la fortuna tiene una gran parte, como el arte de la guerra y el de la navegación.

¿Les salen bien las cosas, porque tienen ciertas facultades? ¿O su prosperidad no depende absolutamente nada de lo que son personalmente? Se cree, por lo general, que a la naturaleza, que los ha hecho de cierta manera, es a la que debe atribuirse este ciego favor. Y así, la naturaleza, haciendo los hombres lo que son, establece entre ellos, desde el momento de nacer, profundas diferencias, dando a unos ojos azules y a otros ojos negros, porque tal órgano es de tal manera más bien que de tal otra. Pues en la misma forma, se dice, la naturaleza hace a unos afortunados y a otros desgraciados.

Lo cierto es que no es la prudencia la que da la buena fortu-na a las personas de que hablamos. La prudencia no es irracional, y sabe siempre la razón de lo que hace; pero esos hombres serían incapaces de decir cómo salen bien de sus empresas, porque esto sería obra de arte y de ciencia, y ellos no pueden elevarse tan alto. Además su incapacidad es bien evidente, no ya respecto a las demás cosas, porque esto no tendría nada de extraño, como no lo es que un gran geómetra como Hipócrates, inhábil e ignorante en todo lo demás, perdiera en un viaje, efecto de la sencillez de su carácter, una suma considerable con los que cobraban la cincuentena en Bizancio; sino que estas gentes tan afortunadas son notoriamente insensatas en las cosas mismas en que tanto los la fortuna. En punto a

136 navegación, los más hábiles no son halaga los más afortunados, porque a veces sucede como en el juego de dados, en el que uno no hace nada mientras que el otro hace una jugada, lo cual prueba bien que es naturalmente afortunado o amado de los dioses, o, en una palabra, que es una causa extraña a él la que le da el triunfo.

Así, muchas veces una mala nave hace con más felicidad una travesía que otra, no a causa de lo que es el buque, sino únicamente porque tiene un buen piloto, y si este loco sale bien es porque tiene de su parte el destino, que es un excelente piloto.

Confieso que es sorprendente que Dios o el destino amen a un hombre de esta clase antes que al hombre más de bien y más prudente.

Si para que los imprudentes salgan bien de sus empresas es preciso que los ayuden la naturaleza, o la inteligencia, o una protección extraña, y se supone que ninguna de estas dos últimas influencias viene en su auxilio, resulta que sólo la naturaleza es el origen de la felicidad de tales hombres. La naturaleza es la causa de esta serie de fenómenos que suceden siempre de las misma manera, o por lo menos, que se verifican ordinariamente de tal manera más bien que de tal otra. Pero el azar precisamente es todo lo contrario, y cuando se logra una cosa contra toda razón, al azar es al que se atribuye; y puesto que sólo el azar es el que favorece a uno, no puede atribuirse su fortuna a esta causa que produce fenómenos inmutables o, por lo menos, los fenómenos más ordinarios y más constantes.

Por otra parte, si uno triunfa porque está organizado de una manera dada, como el que tiene los ojos azules, que en general no tiene una vista perspicaz, entonces no es ya el azar la causa de tal fortuna, v sí la naturaleza; y es preciso decir que la naturaleza, no el azar, le ha favorecido. Por consiguiente, es preciso confesar que los que se dicen favorecidos por la suerte no son verdaderamente favorecidos por ella, nada le deben en realidad, y no procede atribuir al azar más bienes que los producidos por el azar mismo. ¿Habrá de deducirse de aquí que no interviene para nada el azar en las cosas humanas? ¿O que si interviene no es causante de nada? No, sin duda. Necesariamente, el azar existe, y necesariamente es causa de ciertas cosas; y todo lo que debe decirse es que el azar es para ciertas gentes causa de bien o causa de mal.

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Si se quiere suprimir completamente la intervención del azar, sosteniendo que nada influye en el mundo, y que, como no vemos a, por real que ella sea, atribuimos al azar el hecho que no podemos comprender, en este caso se puede definir el azar diciendo que es una causa cuyo fundamento se oculta a la razón humana; y, de este modo, se hace de ella, en cierta manera, una verdadera naturaleza. Entonces se suscita una nueva cuestión al tenor de esta hipótesis, y se puede preguntar: ¿si el azar ha favorecido a estos hombres una vez, por qué no ha de decirse que él los ha favorecido también en otra, puesto que han prosperado igualmente? Un mismo éxito debería reconocer una misma causa.

El buen éxito, por tanto, no procederá para ellos de la fortu-na, sino cuando se repite el mismo éxito en cosas en que los resultados posibles son infinitos o indeterminados. Esto será, sin duda, un bien y un mal; pero no será posible saberlo a causa de aquella misma infinidad, porque si fuera obra de ciencia los hombres aprenderían a ser dichosos, y todas las ciencias, como decía Sócrates, no serían, en el fondo, más que felices casualidades. ¿Dónde está entonces el obstáculo que impida el que consiga el mismo éxito muchas veces seguidas la misma persona, no porque sea de necesidad, sino porque suceda como cuando se tiene la fortuna de echar siempre los dados del lado favorable? Y bien, ¿no hay en el alma del hombre tendencias que proceden, unas de las reflexión razonada, y otras, que son las primeras de todas, de un instinto sin razón?

Si es obra del instinto natural desear lo que place, todo debería entonces conducir naturalmente al bien; si, pues, hay personas que tienen una feliz organización y que son, por ejemplo, naturalmente cantores, sin saber cantar, en la misma forma hay personas que por un favor de la naturaleza triunfan en sus empresas sin el auxilio de la razón. La naturaleza tan sólo los conduce, y, sabiendo desear las cosas que es preciso desear, el momento, las condiciones, el tiempo, el lugar y la manera en que deben desearlas, salen triunfantes por inhábiles que sean y por desprovistos de razón que se hallen; corno podrían hacerlo los que están en posición de dar a los demás lecciones en punto a conducta.

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Así, debe decirse que los hombres son felices cuando salen bien en sus empresas en la mayor parte de los casos, sin que la razón entre para nada en ellas, y los hombres dichosos en esta forma lo son por el simple hecho de la naturaleza.

Por lo demás, cuando se habla de suerte feliz, de fortuna, es preciso tener presente que esta palabra tiene cosas que se hacen a la vez por simple instinto y mediante reflexión y resolución para ejecutarlas; y hay otras que se hacen, por lo contrario, de una manera diferente.

Si en las últimas se logra un buen éxito, habiendo calculado mal decimos que es una fortuna; como lo decimos en los casos en que, calculando, es el éxito menos feliz. Puede, pues suceder que éstos deban su fortuna sólo a la naturaleza, porque, consagrándose a lo que debían consagrarse, su instinto y su deseo les han proporcionado el triunfo, pero no por eso su cálculo era menos pueril y absurdo. Lo que los ha salvado es que su cálculo pudo ser falso, pero la causa que provocó este cálculo, a saber, el instinto, estaba en lo exacto, y por su exactitud salvó al imprudente.

Es cierto que en otras ocasiones es el deseo el que ha inspirado el cálculo, y que no por eso dejan de salir mal las cosas.

Pero, en los demás casos, ¿cómo puede admitirse que el buen

éxito se atribuya únicamente a la feliz dirección que la naturaleza ha dado al instinto y al deseo? Si tan pronto la felicidad y el azar son dos cosas diferentes como se confunden, es preciso admitir que hay muchas clases de éxito.

Pero como se ven a cada paso personas que salen bien en sus empresas contra todas las reglas de la ciencia y contra las pre-visiones más racionales, es preciso suponer que otra es la causa de su prosperidad. ¿Es o no cuestión de felicidad o favor de la fortuna, cuando el razonamiento del hombre sólo ha deseado lo que debía de desear y en el momento que debía hacerlo?

El feliz resultado en este caso no puede tomarse por un favor porque el cálculo que se ha formado no ha estado desprovisto 139 de razón, y el deseo no ha sido puramente natural; y si no se sale con la empresa es porque alguna causa ha venido a malo-grarla. Si se cree que debe atribuirse el buen éxito a la fortuna es porque a la fortuna se achaca todo lo que pasa contra las leyes de la razón; y este resultado, en particular, era contrario a las reglas de la ciencia y al curso ordinario de las cosas. Pero como ya hemos intentado hacer ver, no procede realmente de la fortuna o del azar; y si lo parece, es por una apariencia engañosa.

Toda esta discusión no tiende a probar que no hay otra felicidad que la que es resultado de la naturaleza, sino a probar tan sólo que los que parecen tenerla no logran siempre sus propósitos como resultado de un azar ciego, sino que lo deben tam-bién a la acción de la naturaleza. Esta discusión tampoco tiende a demostrar que el azar no es causa de nada en este mundo, sino sólo de que no es causa de todo lo que se le atribuye.

Es cierto que se puede caminar más adelante y preguntar si no es el azar el que hace que se deseen las cosas en el momen-to en que es preciso desearlas y de la manera que deben desearse. ¿Pero no equivale esto a hacer al azar dueño absoluto de todo, puesto que se le hace dueño de la inteligencia y de la voluntad? Por mucho que se reflexione y se calcule, no se ha calculado el calcular antes de calcular, y es un principio distinto el que nos ha hecho obrar.

No se ha pensado en pensar antes de pensar; consideración que puede extenderse hasta el infinito. Entonces ya no es el pensamiento el principio que hace que se piense, ni es la voluntad el principio que hace que se quiera. ¿Qué queda, pues, en pie, como no sea el azar? Todo se hará y dependerá únicamente del azar, si es éste un principio universal fuera del cual no puede existir ningún otro.

Pero, con respecto a este otro principio, es posible aun preguntar por qué está hecho de tal manera que pueda hacer todo lo que hace. Esto equivale a preguntar cuál es en el alma el principio del movimiento que la hace obrar. Es perfectamente evidente que Dios está en el alma del hombre, como está en el 140

Universo entero, porque el elemento que está en nosotros es, puede decirse, la causa que pone todas las cosas en movimiento.

Ahora bien, el principio de la razón no puede ser la razón misma: es algo superior. ¿Pero qué puede ser superior a la ciencia y al entendimiento como no sea Dios mismo? La virtud no es más que un instrumento del entendimiento, y por esto los antiguos han podido decir: "Es preciso reconocer que son afortunados los hombres cuando realizan felizmente sus empresas a pesar de su evidente sinrazón, y cuando sería para ellos un peligro el calcular lo que hacen. Tienen en sí mismos un principio que vale más que todo el talento y todas las reflexiones del mundo." Otros tienen la razón para guiarse, pero no tienen es-te principio que conduce a los hombres afortunados a lograr un éxito feliz. Ni aun el entusiasmo, cuando lo sienten, les proporciona el triunfo que desean, mientras que los primeros triunfan, siendo irracionales como son.

Ni aun cuando se trata de hombres reflexivos y sabios, que ven de una ojeada y como por una especie de adivinación lo que es preciso de hacer, hay que atribuir exclusivamente a su razón esta decisión tan segura y tan pronta. En unos, es el resultado natural de la experiencia; en otros es el hábito de aplicar de este modo sus facultades a la reflexión. Este privilegio sólo pertenece al elemento divino que hay en nosotros; él es el que ve claramente lo que debe ser, lo que es, y todo lo que queda aún obscuro para nuestra razón impotente. Por esta razón, los melancólicos tienen visiones y sueños tan precisos.

Una vez que la razón ha desaparecido en ellos, aquel principio parece tomar más fuerza; sucediendo lo que con los ciegos, cu-ya memoria, en general, es mucho mejor, porque están libres de todas las distracciones que causan las percepciones de la vista, y por esto conservan mejor el recuerdo de lo que se les ha dicho.

Así pueden, evidentemente, distinguirse dos clases de fortuna: una es divina, y el hombre que tiene este privilegio prospera por un favor especial de Dios, marcha derecho al fin, conformándose únicamente con el impulso del instinto que le conduce; otra que logra buen éxito obrando contra el instinto; pero 141 ambas están igualmente privadas de razón. La felicidad que viene de Dios puede sostenerse y continuar más, mientras que la otra nunca dura.

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