De la grandeza de alma

Para juzgar con acierto la grandeza de alma, es preciso indagar el carácter propio de las cualidades que se atribuyen ordinariamente a los que pasan por magnánimos. A manera como muchas cosas por su proximidad y su semejanza llegan a con fundirse cuando están a cierta distancia, así la grandeza de al-ma puede dar lugar a muchos errores.

Sucede a veces que caracteres opuestos tienen Las mismas apariencias; por ejemplo, el pródigo y el liberal, el tonto y el hombre serio, el temerario y el valiente; lo cual sucede porque están en relación con los mismos objetos y son, hasta cierto punto, limítrofes. El valiente y el temerario soportan los peligros, pero éste los soporta de una manera y aquél de otra, y es-ta diferencia es capital.

Cuando decimos de un hombre que tiene grandeza de alma, es porque encontramos en él, como la misma palabra lo indica, cierta grandeza en su alma y en sus acciones. Puede también añadirse que el magnánimo se parece mucho al magnífico y al hombre grave, porque la grandeza de alma parece ser la con secuencia natural de todas las demás virtudes. Porque saber juzgar con seguro discernimiento cuáles son los bienes verdaderamente grandes y cuáles los de poca importancia es una de las cualidades más dignas de alabanza, y los bienes que realmente deben parecernos grandes son aquellos a que aspira el hombre que está mejor constituido para sentir todo su encanto.

Pero la grandeza de alma es la más propia para hacérnoslos apreciar, porque la virtud, en cada caso, sabe discernir siempre con plena certidumbre lo más grande y lo más pequeño; y la grandeza de alma juzga de las cosas como la sabiduría y la virtud misma lo harían. Por consiguiente, todas las virtudes son una consecuencia de la magnanimidad, o la magnanimidad es la consecuencia de todas las virtudes.

Más aún, la tendencia a desdeñar las cosas es, al parecer, uno de los rasgos de la grandeza de alma. Desde luego, no hay virtud que en su clase no inspire al hombre el desprecio de ciertas cosas, hasta de las muy grandes, cuando son contrarias a la razón. Así, el valor desprecia los mayores peligros, porque 75 el hombre de corazón cree que sería una vergüenza huir, v también que una multitud de enemigos no es siempre temible.

El hombre templado desprecia numerosos placeres, y hasta los mayores, y el hombre liberal no desprecia menos las grandes riquezas.

Pero lo que hace que el magnánimo experimente más parti cularmente estos sentimientos es que sólo quiere ocuparse de pocas cosas, y éstas han de ser verdaderamente grandes a sus propios ojos y no a los ajenos. Al hombre que tiene un alma grande más le preocupa la opinión aislada de un solo individuo, que sea hombre de bien, que la de la multitud y del vulgo.

Esto es lo que Antifón decía, cuando fue condenado, a

Agathon, que le felicitaba por su defensa. En una palabra, el desdén respecto de muchas cosas parece ser el signo propio y principal de la grandeza de alma. Además, en todo lo relativo a los honores a la vida y a la riqueza, de que tan ardientemente preocupados se muestran en general los hombres, el magnáni-mo sólo se fija en el honor y olvida todo lo demás. Lo único que puede afligirle es verse insultado o a las órdenes de un jefe indigno; su goce más vivo consiste en conservar su honor y obedecer a jefes dignos de mandarle.

Podrá encontrarse en esta conducta cierta contradicción, puesto que de un lado se muestra tan celoso de su honor y de otro tan desdeñoso con la multitud y la pública opinión, cosas que ciertamente no se compadecen; pero es necesario precisar y esclarecer esta cuestión.

El honor puede ser pequeño o grande en dos diversos senti dos; puede diferir según de donde procede, ya sea de la multitud incapaz de juzgar, ya de personas que merezcan ser atendidas, y también según el objeto a que se dirija. La grandeza del honor no depende sólo del número, ni de la cualidad de los que os honran; sino que depende, sobre todo, de que el honor que se recibe sea verdaderamente de gran estima. En realidad, el poder y todos los demás bienes sólo son preciosos y dignos de ser deseados, cuando son verdaderamente grandes.

Como no hay una sola virtud sin grandeza, cada una de ellas hace, al parecer, magnánimos a los hombres en la cosa espec ial a que se refiere, como ya lo hemos dicho. Pero esto no

76 impide que, fuera de todas las virtudes, haya una cierta virtud distinta, que es la grandeza de alma, en la misma forma que se aplica el nombre especial de magnánimo al que posee esta virtud particular.

Ahora bien, como entre los bienes hay unos que son muy pre ciosos, y otros que sólo lo son en la medida que dijimos antes, y, en realidad, de todos estos bienes unos son grandes y otros pequeños; y como, recíprocamente hay entre los hombres algunos que son dignos de estos grandes bienes y así lo creen ellos mismos, necesariamente entre ellos hemos de buscar al magnánimo.

Resultan, pues, cuatro matices diferentes, que es preciso distinguir. En primer lugar, puede ser uno digno de grandes honores y creerlo él mismo. En segundo lugar, puede uno ser digno solamente de pequeños honores, y no aspirar a más. Por último, es posible que en ambos casos aparezcan invertidas las condiciones; quiero decir, que puede suceder que, no merec iendo uno más que un pequeño honor se crea digno de los más grandes; o que, siendo digno de los más grandes, se contente en su pensamiento con los más pequeños.

Cuando es uno digno de poco y se cree digno de todo es re prensible; porque es un insensato, puesto que no es justo que acepte distinciones sin haberlas merecido. Pero también es uno censurable cuando, mereciendo plenamente los honores que se le dispensan, no se cree él mismo digno de ellos. Mas queda aún el hombre dotado de un carácter contrario a estos dos: el que, siendo digno de las mayores distinciones, se considera acreedor a ellas, como lo es, en efecto, siendo de este modo capaz de hacerse a sí mismo justicia. Éste es el único que merece elogio, porque sabe ocupar un justo medio entre los otros dos.

La grandeza de alma es, pues, una disposición moral que nos hace apreciar lo mejor posible cómo debe aspirarse y emplear-se el honor y todos los bienes honoríficos. Además, el magnáni-mo, como ya hemos dicho, sólo se ocupa de las cosas útiles.

Por consiguiente, el medio que sabe guardar en todo esto es perfectamente laudable, y es claro que la grandeza de alma es 77 un medio como todas las demás virtudes. Dos contrarios hemos presentado en nuestro cuadro. El primero es la vanidad, que consiste en creerse uno digno de las mayores distinciones, cuando no lo es; y, realmente, se da casi siempre el nombre de vanidosos a los que se creen dignos, sin serlo en realidad, de los mayores honores.

El otro contrario en lo que puede llamarse pequeñez de alma, que consiste en no creerse uno digno de grandes honores, a pesar de serlo; y, en efecto, es un signo de la pequeñez de al-ma el no creerse digno de distinción alguna cuando se tienen condiciones estimables. Resulta, pues, como consecuencia necesaria de todas estas consideraciones, que la grandeza de al-ma es un medio entre la vanidad y la pequeñez de alma.

El cuarto de los caracteres, que acabamos de indicar, no es absolutamente digno de censura, pero tampoco es magnánimo, porque no tiene grandeza de alma en ningún sentido; no es digno de grandes honores, pero tampoco tiene pretensiones grandes, y, por consiguiente, no puede decirse que sea un verdadero contrario de la magnanimidad. Sin embargo, podría su ceder que el creerse digno de grandes distinciones, cuando se merecen en realidad, tiene por contrario el creerse digno de pequeños honores, cuando de hecho no se merece más. Pero, bien mirado, no hay aquí un verdadero contrario, porque el hombre que se hace a sí mismo justicia no puede ser censura ble, como no lo es el magnánimo; se conduce como lo exige la razón, y en su clase se parece perfectamente al mismo magnánimo.

Ambos se juzgan acreedores a los honores de que justamente son dignos. Podrá, pues, llegar a ser magnánimo, porque sabrá siempre juzgarse digno de, lo que merece. Pero en cuanto al otro que tiene pequeñez de alma y que, dotado como está dé grandes condiciones, por las que es merecedor de las mayores distinciones, se cree, sin embargo, indigno de ellas, ¿qué po-dría decir si verdaderamente sólo fuera digno de los más peq-ueños honores? Creía vanidoso el aspirar a grandes honores, y lo cree aun cuando piensa en honores inferiores a su mérito.

No puede acusarse de pusilánime a aquel que, siendo un sim ple meteco, se creyese indigno del poder y se sometiese a los 78 ciudadanos. Pero este cargo se podría muy bien dirigir a aquel que, siendo de nacimiento ilustre, estimara el poder más de lo debido.

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