3 Capítulo Del valor

Hemos demostrado hasta aquí, de una manera general, que los medios son los que constituyen las virtudes y que éstas sólo dependen de nuestra intención. Hemos demostrado, igualmente, que los contrarios de estos medios son los vicios, y hemos indicado lo que son. Hagamos ahora un análisis de cada virtud en particular, comenzando por el valor.

Están todos de acuerdo, por punto general, en que el hombre valiente es el que sabe resistir a toda clase de temores, y que el valor debe ocupar un lugar entre las virtudes. En las divisiones que hemos hecho hemos colocado la audacia y el miedo en tre los contrarios, y es preciso confesar que son, en cierta manera, opuestos entre sí. Es claro, igualmente, que los caracteres que se denominen conforme a estas diversas maneras de ser no serán menos opuestos entre sí.

Por ejemplo, el cobarde y el temerario serán recíprocamente contrarios, porque al cobarde se le da este nombre porque tie-ne más miedo y menos valor de lo debido, mientras que el otro es de tal condición que tiene menos miedo que el que debía tener y más confianza que la que conviene; lo cual es origen de que se le dé un nombre derivado, y así al temerario se le denomina tal por derivación de temeridad. Por consiguiente, siendo el valor un hábito y la mejor disposición del alma en lo que concierne al temor y a la confianza, no conviene ser ni como los temerarios, que participan del exceso en cierta manera y del defecto en otra, ni como los cobardes, que son igualmente incompletos, si bien no lo son de la misma manera y sí en sentido contrario, porque pecan por falta de seguridad y por exceso de 60 temor. Luego, el valor evidentemente, es la disposición media que ocupa el lugar intermedio entre la temeridad y la cobardía, y es sin contradicción la mejor.

El hombre valeroso parece la mayoría de las veces que no ex perimenta ningún temor, y el cobarde, por lo contrario, está siempre en angustias. Éste teme sin cesar lo poco y lo mucho, las cosas pequeñas como las grandes, y se aterra mucho y pronto. El otro, por lo contrario, no teme nada o teme muy po-co, teme con dificultad y sólo en los grandes peligros. El uno sabe soportar las cosas más temibles; el otro no sabe resistir las que apenas merecen ser temidas.

Pero, ante todo, ¿cuáles son, precisamente, las cosas que arrostra el hombre de valor? ¿Es el peligro que él cree digno de ser temido, o el que lo es en opinión de los demás? Si sólo desprecia los peligros que a otro parecen tales, podría suceder que esto no tuviera nada de maravilloso; y si son los peligros que a su juicio son reales y verdaderos, puede suceder que es-te peligro sólo sea grande para él. Las cosas temibles no inspiran a cada cual temor, sino en la medida que a los ojos de cada uno son temibles.

Si le parecen excesivamente temibles, el temor es excesivo; si le parecen poco temibles, el temor es débil. Por consiguiente, puede suceder muy bien que el hombre valiente experimen te temores tan violentos como numerosos. Pero acabamos de decir, por lo contrario, que el valor pone al hombre al abrigo de toda especie de temor, y que consiste, ya en no temer nada, ya en temer pocas cosas, y ya en temer débilmente y con gran dificultad, y quizá la palabra temible, lo mismo que las de agradable y bueno, tiene dos sentidos muy diferentes. Así, hay cosas que son absolutamente agradables y buenas, mientras que otras lo son sólo para tal persona, y, lejos de serlo absolutamente, son, por lo contrario, malas y desagradables, como, por ejemplo, todas las que son útiles a los seres malos y perversos, o que sólo pueden ser agradables a los niños, en tanto que son niños. Lo mismo sucede con las cosas que pueden causar temor; unas son absolutamente temibles y otras sólo lo son para ciertas personas.

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Las cosas que el cobarde terne como cobarde no son temibles para ningún otro, o lo son muy poco. Pero lo que es temible para la mayor parte de los hombres y lo que es verdaderamente temible a la naturaleza humana, es lo que nosotros mi ramos como absolutamente temible. Enfrente de estas cosas el hombre de valor permanece sin miedo, arrostra los peligros que son en parte temibles para él y en parte no: temibles en tanto que es hombre; no temibles, o por lo menos muy poco temibles o lo menos temibles que es posible, en cuanto es valiente. Sin embargo, estas cosas son las que realmente deben te merse, puesto que las temen la mayor parte de los hombres.

Esta manera de ser es digna de alabanzas, y debe mirarse al hombre valiente tan completo en su línea como lo son en la su-ya el hombre fuerte y el hombre sano.

No quiere decir que estos hombres, tales como son, puedan ser superiores a todo, éste resistiendo a la fatiga, aquél sopor-tando todos los excesos, cualquiera que sea su clase; pero se dice que son sanos y fuertes porque no padecen absolutamente o, por lo menos, padecen muy poco, con lo que hace padecer a muchos hombres o, por mejor decir, a la mayor parte. Los vale-tudinarios, los débiles y los cobardes pasan por duras pruebas y experimentan impresiones con más frecuencia, o más pronto, o más vivamente que el resto de los hombres; y, de otro lado, con las cosas con que la mayoría de los hombres padecen realmente, ellos no padecen nada o, cuando más, muy poco.

Se puede suscitar la cuestión de saber si verdaderamente no hay nada que sea temible para el hombre de valor, y si es imposible que alguna vez se aterre. Pero ¿qué impide que también él sienta miedo en la medida que hemos indicado? El verdadero valor es una sumisión a las órdenes de la razón; y la razón ordena escoger siempre el partido del bien.

El hombre que, guiado por la razón, no sabe soportar estos nobles peligros, ha perdido el sentido o es un temerario. No es verdaderamente valiente sino el que se hace superior a todo temor para realizar el bien y el deber. Así, el cobarde teme lo que no debe temer, y el temerario muestra una ciega confianza cuando no debería tenerla.

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Sólo el hombre valiente sabe hacer en ambos casos lo que debe, y por esto ocupa el medio entre los dos excesos. Teme y desprecia lo que la razón le ordena temer y despreciar; y la ra-zón nunca manda soportar los peligros grandes, los peligros de muerte, si no es cuestión de honor el hacerlo. En resumen, mientras que el temerario toma a juego el despreciarlos, aun cuando la razón no lo ordene, y el cobarde no sabe arrostrarlos, aunque la razón se lo mande, el verdadero valor es el que sabe conformarse siempre con las órdenes de la razón.

Hay cinco especies de valor, que designamos todas con este nombre por la semejanza que tienen entre sí. Se corren en estos diversos casos los mismos peligros, pero no por los mismos motivos. La primera especie de valor es el valor civil, y el respeto humano es el que lo produce. La segunda es el valor mili-tar, el cual nace de la experiencia adquirida anteriormente y del conocimiento que se tiene, no del peligro, como decía Só crates, sino de los recursos con que se espera contar en el momento del peligro.

La tercera especie de valor nace de la inexperiencia y de la ignorancia; es el que tienen los niños y los locos; éstos, que arrostran y sufren las cosas más horribles, y aquéllos, que aga-rran con la mano las serpientes. Otra especie de valor es el que da la esperanza; él hace que arrostren los peligros saliendo generalmente bien de sus empresas, se obcecan con el triunfo, a la manera de aquellos que, en medio de los vapores del vino, conciben las esperanzas mas risueñas. La última especie de valor es el que inspira una pasión sin razón y sin freno, el temor o la cólera. El enamorado generalmente es más temerario que cobarde y arrostra todos los peligros, como el héroe que mató al tirano de Metaponte , o como aquel cuyas empresas tuvieron lugar en Creta, según cuenta la mitología. La cólera y los arrebatos del corazón nos arrastran a hacer tales proezas, porque los arranques del corazón ponen a uno fuera de sí.

Por esto nos parece que las bestias feroces tienen el valor, si bien, a decir verdad, no lo tienen. Cuando se ven extremada-mente provocadas se muestran valientes; pero cuando no se las exaspera son tan desiguales como lo son los hombres temerarios.

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La especie de valor, que nace de la cólera, es la más natural de todas, porque el corazón y la cólera son, en cierta manera, invencibles, y por esto los niños se baten tan bien. En cuanto al valor civil, tienen siempre su apoyo en las leyes. Pero el verdadero valor no está en ninguna de las especies que acabamos de enumerar, por más que estos diferentes motivos puedan ser muy últimamente invocados en los peligros para provocarlo y sostenerlo.

Después de estas generalidades sobre las diversas especies de peligros que se pueden temer, será bueno descender a algunos detalles todavía más precisos. Ordinariamente se llaman cosas temibles aquellas que producen temor en nosotros, y lo son todas las que, al parecer deben causarnos un dolor capaz de destruirnos. Cuando se espera un dolor de diferente género, puede muy bien experimentarse otra emoción o cualquier otro sufrimiento, pero esto ya no es temor; por ejemplo, puede uno padecer mucho, presintiendo que bien pronto habrá de sufrir la pena que llevan consigo la envidia, los celos o la vergüenza.

El temor propiamente dicho sólo se produce con relación a dolores capaces por su naturaleza de destruir nuestra vida. Es-to explica cómo personas muy flojas, por otra parte, muestran en ciertos casos mucho valor; y cómo otras, que son tan firmes como pacientes, muestran, a veces, una singular cobardía.

Además, el carácter propio del valor resalta, al parecer, exclusivamente en la manera con que se mira a la muerte y en el modo de soportar el dolor que ella causa. En efecto, podrá uno soportar el exceso de calor y de frío y todas esas otras pruebas que ordena la razón, pero que no encierran peligro; mas si se muestra debilidad y temor delante de la muerte, sin otro motivo que el terror de la destrucción misma que ella nos acarrea, pasara por un cobarde; mientras que otro que no tenga fuerza para luchar con la intemperie de las estaciones, pero que se muestra impasible enfrente de la muerte, pasará por un hombre lleno de valor.

Esto prueba que no hay verdadero peligro en las cosas temi bles, sino cuando, se siente de cerca lo que debe causar

64 nuestra destrucción. El peligro sólo se muestra en toda su grandeza cuando la muerte está cerca. Así, pues, las cosas peli-grosas, con ocasión de las que, según nosotros, se manifiesta el valor, son precisamente aquellas oue deben causar un dolor capaz de destruirnos. Pero es necesario, además, que estas cosas estén a punto de afectarnos de cerca y no se muestren sólo distantes, y que sean o parezcan ser de una grandeza proporcio nada a las fuerzas ordinarias del hombre.

Hay cosas, en efecto, que necesariamente deben parecer te mibles a todo hombre, cualquiera que él sea, y hacerle tem blar, porque así como ciertos grados extremos de calor y de frío y otras influencias naturales son superiores a todas nuestras fuerzas, y en general, a la de la organización humana, es muy llano que debe de suceder lo mismo con las emociones del alma. A los cobardes y a los hombres bravos los engaña la disposición en que se encuentran. El cobarde teme cosas que no son temibles, y le parecen graves las que lo son muy poco. El temerario, por lo contrario, desprecia las cosas más temibles, y las que en realidad lo son, apenas le parecen tales a sus ojos.

En cuanto al hombre valiente, reconoce el peligro allí donde realmente existe. No es uno verdaderamente valiente cuando arrostra un peligro que ignora; como, por ejemplo, si en un ac-ceso de locura desprecia el rayo; así como cuando, conociendo toda la extensión del peligro, se deja uno arrastrar por una especie de rabia, como los celtas que empuñan las armas para marchar contra las olas. En general, puede decirse que el valor de los pueblos bárbaros siempre va acompañado de un ciego arrebato.

A veces se arrostra el peligro por un placer de otra especie; y hasta la cólera tiene también su placer, que procede de la esperanza de la venganza. Sin embargo, si algún, arrastrado por un placer de este género o por cualquier otro, se resuelve a soportar la muerte o la busca para evitar mayores males, no pue-de, con justicia, dársele el dictado de valiente.

Si efectivamente fuese dulce el morir, habría muchos intem perantes que, arrastrados por esta ciega pasión, se darían la muerte; así como, en el actual modo de ser, siendo dulces las cosas que provocan la muerte, ya que la muerte misma no lo

65 sea, se ve una multitud de hombres relajados que, sabiendo bien lo que hacen, se precipitan en ella a causa de la intemperancia que los arrastra. Y, sin embargo, ninguno de éstos pue-de pasar por valiente, por más que esté dispuesto a morir para dar gusto a sus pasiones.

Tampoco es valiente el que muere por huir del dolor, como lo hacen aquellos de quienes habla el poeta Agathon, cuando di-ce: "Los débiles mortales, disgustados de su suerte, “Muchas veces han preferido al dolor la muerte.” Es el mismo caso de Quirón, que, si hemos de creer la fábula, pidió, siendo inmortal, quedar sujeto a la muerte, dominado por el sufrimiento cruel que le causaba su herida. Otro tanto puede decirse de los que soportan los peligros por la experiencia que de ellos tienen, que es en lo que consiste el valor de la mayor parte de los soldados.

Sin embargo, esto es muy distinto de lo que creía Sócrates, el cual hacía del valor una especie de ciencia. En efecto, los que están diestros en subir a los aparejos de los navíos no arrostran el peligro porque sepan exactamente la gravedad de lo que van a hacer, sino porque tienen seguridad del resultado de la maniobra que se proponen ejecutar. Tampoco se puede llamar valor a aquello que obliga a los soldadas a combatir con más seguridad, porque, en este caso, la fuerza y la riqueza se-rían el único valor, según la máxima de Theognis, que dice: "El mortal encadenado por la ruda miseria “Nada podría querer, ni nada hacer.” Hay personas que, siendo notoriamente cobardes, saben, merced únicamente a la experiencia que tienen del peligro, soportarlo muy bien; se imaginan que no hay verdadero peligro porque conocen los medios de evitarlo, y la prueba es que cuando se convencen de que los medios no alcanzan y el peligro se acerca, no son ya capaces de soportarlo.

Pero entre los que por todas estas causas arrostran el peli gro, aquellos a quienes debe con más razón reconocerse valor son los que se exponen por honor y por respetos humanos. És-te es el retrato que Homero nos hace de Héctor, cuando se tra-ta del peligro que corre al medir sus fuerzas con Aquiles: "El pudor y el honor se apoderaron del alma de Héctor…

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Polidamas a seguida me llenaría de injurias.” Esto es lo que puede llamarse valor social y político.

Pero el verdadero valor no es todavía éste, ni ninguno de los que hemos analizado. Sólo se le parecen, como se parece al valor humano el de los animales feroces, que se irritan con furor en el momento que reciben un golpe. Cuando uno está expuesto a un peligro no debe permanecer en su puesto ni por temor al deshonor, ni por la cólera, ni por la certidumbre que se tiene de estar al abrigo de la muerte, ni por la seguridad de los auxilios con que contamos, porque, en tal caso, se creería siempre que no había nada que temer. Recordemos que toda virtud es siempre un acto de intención y de preferencia; y ya liemos dicho más arriba en qué sentido entendíamos esta teoría.

La virtud, decíamos, nos obliga constantemente a escoger el camino porque nos decidimos en vista de cierto fin, y este fin es siempre, en el fondo, el bien. Es claro, por consiguiente, que siendo el valor una virtud de cierta especie, nos hará soportar las cosas temibles en vista de un fin especial que tratamos de realizar. Por tanto, arrostraremos el peligro, no por ignorancia, puesto que la virtud produce el efecto de juzgar bien de las cosas, ni por placer, sino por el sentimiento del deber; por que si no fuese un deber el arrostrarlo y sólo fuese un acto de locura, sería entonces una vergüenza exponerse al peligro.

He aquí, poco más o menos, lo que teníamos que decir en el presente tratado acerca del valor, de los extremos entre los cuales ocupa un justo medio, de la naturaleza de estos extremos, de las relaciones que el valor mantiene con ellos, y, en fin, sobre la influencia que deben ejercer sobre el alma los peligros que sean temibles.

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