De la intemperancia

Después de la teoría del valor, es preciso tratar de la templanza que sabe contenerse, y de la intemperancia que jamás sabe dominarse. La palabra intemperante puede tomarse en muchos sentidos. Puede entenderse, en primer lugar, si se quiere, que si nos atenemos al valor de la palabra griega, que lo es aquel que no ha sido templado ni curado por medio de remedios, así como se dice de un animal no castrado que está sin castrar. Pe-ro entre estos dos términos hay la diferencia de que de un lado se supone cierta posibilidad y de otra no se la supone, porque se llama igualmente no castrado al que no puede ser castrado y al que, pudiendo serlo, no lo está. La misma distinción tiene lugar respecto a la intemperancia, pues este término puede de cirse, a la vez del que es incapaz por naturaleza de templanza y de disciplina, y del que es, naturalmente, capaz de ellas, pero que no las aplica a las faltas que evita el hombre templado.

Por ejemplo, en este caso se encuentran los niños a quienes se llama muchas veces intemperantes, por más que no lo sean absolutamente en este sentido. Pero hay también otra clase de intemperantes, que son los que se curan con dificultad, o no se curan ni poco ni mucho bajo la influencia de los cuidados que se emplean para que sean templados. Pero cuales quiera que sean las acepciones diversas de la palabra intemperancia, se ve que ésta se refiere siempre a las penas y a los placeres, y la templanza y la intemperancia difieren entre sí y de los demás vicios en cuanto se conducen de cierta manera respecto a los placeres y a las penas. Hemos explicado un poco más arriba la metáfora que hace que se dé a la intemperancia este nombre.

En efecto, se llama impasibles a los que no sienten nada en presencia de los mismos placeres que conmueven profunda mente a otros hombres; y también se les da otros nombres aná logos. Pero esta disposición especial no es fácil observarla y es poco común, porque, en general, los hombres pecan más bien por el exceso opuesto, siendo el dejarse vencer por tales placeres y gustarlos con ardor, cosa muy natural en todos los hombres, casi sin excepción. Estos seres insensibles son esa especie de zafios y salvajes que los autores cómicos nos presentan en sus obras, y que no saben ni aun gozar de los placeres mo-derados y necesarios.

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Pero si el templado ejerce su templanza con relación a los placeres, también tiene que luchar contra ciertos deseos y pasiones. Indaguemos cuáles son estos deseos particulares. El hombre templado no lo es contra toda especie de placeres, contra todos los objetos agradables; lo es, al parecer contra dos especies de deseos, que proceden de los objetos que afectan al tacto y al gusto; y, en el fondo, sólo lo es contra uno que nace exclusivamente del tacto.

Y así, el templado no tiene que luchar con los placeres de la vista, que nos hacen percibir lo bello, y en los cuales no entra ningún deseo amoroso ni carnal. No hay que luchar contra la pena que causan las cosas feas. Tampoco resiste a los placeres que el oído nos proporciona en la armonía, o al dolor que nos causan los sonidos discordantes; ni tiene nada que ver con los goces del olfato, que proceden de un olor bueno, ni con las mo-lestias que nacen de un olor malo. Por otra parte, para merecer el nombre de intemperante, no basta sentir o no sentir las cosas de esta clase de una manera general.

Si alguno, contemplando una bella estatua, un precioso caba llo o un hombre hermoso, u oyendo cantos armoniosos, llegase a dejar de sentir el deseo de comer y beber y todas las necesidades sensuales, absorbido únicamente por el placer de ver estas cosas bellas y oír estos admirables cantos, no pasaría ciertamente por un hombre intemperante, como no lo serían los que se dejasen encantar por los dulces acentos de las Sirenas.

La intemperancia sólo se dirige a estos dos géneros de sensaciones, porque se dejan dominar igualmente todos los animales dotados del privilegio de la sensibilidad, y en las que se encuentra placer o pena, es decir, las del gusto y del tacto.

En cuanto a las otras sensaciones agradables, los animales son casi insensibles respecto de ellas; por ejemplo, no gozan ni de la armonía de los sonidos, ni de la belleza de las formas. No hay entre ellos uno que goce al contemplar las cosas bellas o al oír sonidos armoniosos, fuera de algún caso prodigioso. Tampoco se advierte en ellos que gocen con los buenos o malos olores, a pesar de que los animales en general tienen la sensibilidad más delicada que los hombres.

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Además, debe observarse que no experimentan placer sino con aquellos olores que atraen indirectamente y no por sí mismos; y cuando digo po sí mismos me refiero a los olores de que gozamos por otro motivo que por la esperanza o el recuerdo que engendran. Por ejemplo, el olor de los alimentos que se pueden comer o beber no nos afecta sino indirectamente. Go zamos, en efecto, con ellos, porque nos causan placeres distintos de los suyos propios, esto es, los de comer y, beber. Son, por lo contrario, olores que nos encantan por sí mismos, los de las flores, por ejemplo.

Stratónico tenía razón al decir que, entre los olores, unos tienen un bello perfume y otros un perfume agradable. Por lo de-más, los animales, en materia de gusto, no gozan de un placer tan completo como podría creerse. No gustan de las cosas que hacen impresión solamente en la extremidad de la lengua; y gustan sobre todo de las que obran sobre el gaznate; y la sensación que experimentan se parece más bien a la de tacto que a un verdadero gusto. Así, los glotones no desean tener una lengua muy desenvuelta, sino que prefieren, más bien, un cuello largo como de cigüeña, corno sucedía a Filoxenes de Erix.

En resumen, puede decirse que, en general, la intemperancia se refiere por entero al sentido del tacto.

Asimismo, puede decirse que el intemperante lo es en las co sas de esta clase. La borrachera, la glotonería, la lujuria, la relajación y todos los excesos de este género sólo se refieren a los sentidos que acabamos de indicar y que comprenden todas las divisiones que se pueden reconocer en la intemperancia. A nadie se le llama intemperante y estragado a cansa de las sensaciones de la vista, ni de las del oído o del olor, aunque se las procure en demasía.

Todo lo que puede hacerse con estos últimos excesos es cen surarlos, sin despreciar por esto al que los comete, como se censuran, en general, todas las acciones en que uno no sabe dominarse. Pero porque uno no sepa moderarse no es por eso estragado, si bien no será templado.

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Es hombre insensible, o llámesele como se quiera, el que es incapaz, por defecto, de experimentar impresiones de que ordinariamente participan todos los hombres, y que éstos sienten con verdadero goce. El que, por lo contrario, se entrega a ellas con exceso es un hombre estragado.

Todos los hombres, por ley de su naturaleza, tienen placer en estas cosas, tienen deseos apasionados, y no por esto se les llama hombres corrompidos, porque no cometen exceso incurr iendo en una alegría exagerada cuando gustan de estos place res, ni en una aflicción sin límites cuando no los gustan.

Pero tampoco puede decirse que los hombres en general se an indiferentes a estas sensaciones, porque por uno y otro sentido no dejan de regocijarse ni de afligirse, y más bien caerán en el exceso bajo estas dos estas dos relaciones. En estas diversas circunstancias cabe exceso, cabe defecto, y, por consiguiente, hay posibilidad de un medio. Esta disposición media es la mejor y la contraria a las otras dos. Y así, la templanza es la mejor manera de ser en las cosas en que la relajación es posible; es el medio entre los placeres que afectan a las sensaciones de que hemos hablado, es decir, es un medio entre el estra-gamiento y la insensibilidad. El exceso en este género es la relajación, y el defecto opuesto, o no tiene nombre, o debe designársele con alguno de los precedentemente indicados.

Después hablaremos con más precisión de la naturaleza de los placeres, cuando nos ocupemos de lo que queda por decir sobre la intemperancia y la templanza.

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