IV

Donde se ve que a veces una buena acción no tiene recompensa

 

En aquel tiempo, los hombres más apuestos de Francia andaban a sablazos con los hombres más apuestos de la coalición; la fealdad de Pons se llamó, pues, originalidad, de acuerdo con la gran ley promulgada por Molière en los famosos versos de Eliante. Cuando había prestado algún servicio a alguna bella, a veces se oía llamar un hombre encantador, pero su felicidad nunca fue más lejos de esta expresión.

En este período, que duró aproximadamente seis años, de 1810 a 1816, Pons contrajo la funesta costumbre de comer bien, de ver cómo las personas que le invitaban no reparaban en gastos, se procuraban las primicias del tiempo, descorchaban sus mejores vinos, elegían con cuidado el postre, el café, los licores, y le daban el mejor trato posible, el trato habitual durante el Imperio, cuando en muchas casas se imitaba el esplendor de los reyes, de las reinas, de los príncipes de los que rebosaba París. Entonces se jugaba mucho a la realeza, como hoy se juega a la Cámara creando una multitud de sociedades con presidentes, vicepresidentes y secretarios; sociedad linera, vinícola, sericícola, agrícola, de la industria, etc. ¡Hasta se ha llegado a buscar las lacras sociales para constituir en sociedad a sus remediadores! Un estómago que recibe una educación como ésa influye necesariamente sobre la moral y la corrompe, debido a la alta sapiencia culinaria que adquiere. La Voluptuosidad, agazapada en todos los recovecos del corazón, impone su ley, abre brecha en la voluntad y en el honor, exige a toda costa su satisfacción. Nunca se han descrito las exigencias del paladar, ya que escapan a la crítica literaria por la necesidad de vivir; pero nadie se imagina la cantidad de personas a quienes la mesa ha arruinado. La mesa, en París, es, desde este punto de vista, un émulo de la cortesana; además, proporciona lo que ésta se encarga de disipar. Cuando, de invitado perpetuo, Pons, debido a su decadencia como artista, degeneró en parásito, le fue imposible pasar de estas mesas tan bien surtidas al caldo espartano de un restaurante de dos francos. ¡Ay! Se estremecía al pensar que su independencia representaba sacrificios tan grandes, y se sentía capaz de las mayores bajezas para continuar viviendo bien, saboreando todas las primicias del tiempo, en resumen, para banquetearse (palabra popular, pero expresiva) con platos selectos. Pájaro merodeador, que levantaba el vuelo una vez lleno el buche, limitándose a expresar su gratitud con unos gorjeos, Pons, además, experimentaba un cierto placer por el hecho de vivir bien a costa de una sociedad que, a cambio, sólo le pedía buenas palabras. Acostumbrado —como todos los solteros que sienten horror por quedarse en casa, y que viven en las de los otros— a esas fórmulas, a esas zalamerías sociales que, entre gente de buena educación, reemplazan a los sentimientos, utilizaba los cumplidos a modo de calderilla; y con las personas se contentaba con las etiquetas, sin aspirar a introducir una mano curiosa dentro del saco, para ver lo que contenía.

Esta fase, bastante soportable, duró diez años más; ¡pero qué años! Aquél fue el lluvioso otoño de su vida. Durante todo este tiempo Pons comió a costa ajena haciéndose necesario en todas las casas que frecuentaba. Iniciaba un camino fatal aceptando multitud de recados, reemplazando a los porteros y a los criados en tantas y tantas ocasiones. Se le encargaban no pocas compras, y se convirtió en el espía honrado e inocente que una familia tenía en el seno de la otra; pero no se le tenía ningún agradecimiento por tantas molestias como se tomaba, y por tantas bajezas.

—Pons es soltero —decían—, tiene mucho tiempo libre, es feliz haciéndonos recados… Si no, ¿qué iba a hacer?

Pronto se manifestó ese frío que los viejos esparcen a su alrededor. Ese cierzo se propaga, influye en la temperatura moral, sobre todo cuando el viejo es feo y pobre. ¿No es esto ser tres veces viejo? Era el invierno de la vida, el invierno de la nariz enrojecida, el rostro macilento, los dedos entumecidos de frío.

De 1836 a 1843 Pons fue invitado muy pocas veces. Ya no se reclamaba la presencia del parásito, sino que cada familia la aceptaba como se acepta un impuesto; ya no se le tenía nada en cuenta, ni siquiera los servicios reales que prestaba. Las familias en cuyo seno el pobre hombre seguía luciendo sus habilidades, carecían de todo respeto por el arte, sólo adoraban los resultados, no daban valor más que a lo que habían conquistado a partir de 1830: fortunas o posiciones sociales eminentes. Ahora bien, como Pons, ni en su vida no dejaba de haber circunstancias atenuantes. En efecto, el hombre sólo existe por una satisfacción, sea la que sea. Un hombre sin pasiones, el justo perfecto, es un monstruo, un semiángel que aún no tiene las alas. Los ángeles sólo tienen rostro en la mitología católica. En esta tierra, el justo es el aburrido Grandisson, para quien incluso las venus callejeras debían carecer de sexo. Ahora bien, exceptuando las escasas y vulgares aventuras de su viaje por Italia, donde sin duda el clima fue el motivo de sus éxitos, Pons no había visto jamás que las mujeres le sonriesen. Son muchos los hombres que tienen este destino fatal. Pons era un monstruo nato; sus padres le habían engendrado en la vejez, y él llevaba los estigmas de este nacimiento extemporáneo en su tez cadavérica, que se parecía a los tarros de alcohol en los que la ciencia conserva ciertos fetos extraordinarios. Este artista, dotado de un alma tierna, soñadora, delicada, obligado a aceptar el carácter que le imponía su aspecto físico, desesperó de que alguien llegara a amarle. El celibato, pues, fue para él más que un gusto, una necesidad. La gula, el pecado de los monjes virtuosos, le tendió los brazos; y en ellos se precipitó, como se había lanzado a la adoración de las obras de arte y a su culto por la música. La buena comida y las antigüedades fueron para él los sucedáneos de una mujer; porque la música era su carrera, su estado natural, ¡y a ver cuál es el hombre que ama el estado en el que vive! A la larga, una profesión es como un matrimonio; sólo se notan los inconvenientes.

Brillat-Savarin ha justificado por las convenciones consagradas los gustos de los gastrónomos. Pero quizá no ha insistido lo suficiente en el placer real que el hombre experimenta en la mesa. La digestión, al emplear las energías humanas, constituye un combate interior que, en los gastrólatras, equivale a los más intensos goces del amor. Se siente un despliegue tan vasto de la capacidad vital que el cerebro se anula en beneficio del segundo cerebro, situado en el diafragma, y la embriaguez se produce por la misma inercia de todas las facultades. Las boas que acaban de tragarse un toro, están tan ebrias que se dejan matar. Rebasados los cuarenta años, ¿que hombre se atreve a trabajar después de comer? Por eso, todos los grandes hombres han sido sobrios. Los convalecientes de una enfermedad grave, a quienes sólo se dan porciones tan mezquinas de alimentos escogidos, a menudo han podido advertir esa especie de embriaguez gástrica que causa una simple ala de pollo. El buen Pons, la totalidad de cuyos placeres estaba concentrada en las operaciones del estómago, se encontraba siempre en la situación de estos convalecientes: esperaba de la buena mesa todas las sensaciones que puede proporcionar, y hasta entonces las había obtenido todos los días. Nadie se atreve a decir adiós a una costumbre. Muchos suicidas se han detenido en el umbral de la muerte ante el recuerdo del café al que van todas las noches para jugar su partida de dominó.

 

 

V

Los dos cascanueces

 

En 1835 el azar vengó a Pons de la indiferencia del bello sexo, y le concedió lo que vulgarmente se llama «un báculo para la vejez». Este viejo de nacimiento encontró en la amistad un apoyo para su vida, contrajo el único matrimonio que la sociedad le permitía hacer, y se casó con un hombre, un anciano músico como él. De no existir la divina fábula de La Fontaine, este esbozo hubiese tenido por título Los dos amigos. Pero ¿acaso eso no hubiera sido un crimen literario, una profanación ante la cual todo verdadero escritor retrocederá? La obra maestra de nuestro fabulista, que contiene toda la confianza de su alma y todos sus sueños, debe poseer el eterno privilegio de este título. Esta página, en cuyo frontón el poeta ha grabado estas tres palabras, LOS DOS AMIGOS, es una de esas propiedades sagradas, un templo en el que cada generación entrará respetuosamente, y que el universo visitará mientras exista la tipografía.

El amigo de Pons era un profesor de piano cuya vida y costumbres armonizaban tan bien con las suyas, que él decía que había sido una lástima que se hubiesen conocido tan tarde; pues su amistad, iniciada en un reparto de premios en un pensionado, sólo databa de 1834. Tal vez nunca se habían encontrado dos almas tan parecidas en medio del océano humano que tuvo su origen en el paraíso terrenal, contra la voluntad de Dios. Los dos músicos, al cabo de poco tiempo, se habían hecho indispensables el uno para el otro. La confianza fue recíproca, y a los ocho días eran ya como dos hermanos. En resumen, Schmucke ya no creía que existiese un Pons, del mismo modo que Pons no pensaba que existiera un Schmucke. Esto bastaría para describir a estas dos excelentes personas, pero no todas las inteligencias gustan de la brevedad de la síntesis. Una pequeña demostración es necesaria para los incrédulos.

Este pianista, como todos los pianistas, era alemán, alemán como el gran Liszt y el gran Mendelssohn, alemán como Steibelt, alemán como Mozart y Dusseck, alemán como Meyer, alemán como Doelher, alemán como Thalberg, como Dreschok, como Hiller, como Léopold Mayer, como Crammer, como Zimmerman y Kalkbrenner, como Herz, Woëtz, Karr, Wolff, Pixis, Clara Wieck, y, en resumen, como todos los demás alemanes. Aunque gran compositor, Schmucke no podía hacer otra cosa que enseñar, ya que su carácter carecía de la audacia necesaria al hombre de genio para manifestarse en música. La ingenuidad de muchos alemanes no dura siempre, sino que hay un momento en que termina; la que les queda a cierta edad, procede, como el agua que se saca de un canal, del manantial de su juventud, y la utilizan para fertilizar sus éxitos en todos los terrenos, en el de la ciencia, en el del arte o en el del dinero, negándose a la desconfianza. En Francia, algunas personas avisadas substituyen esta ingenuidad de alemán por la necedad del tendero parisiense. Pero Schmucke había conservado toda su ingenuidad de niño, como Pons había conservado en su atuendo las reliquias del Imperio, sin llegar a sospecharlo. Este auténtico y noble alemán era al mismo tiempo el espectáculo y los espectadores, y se hacía música para él mismo. Vivía en París como un ruiseñor vive en su bosque, y allí cantaba, único ejemplar de su especie, desde hacía veinte años, hasta el momento en el que encontró en Pons un alma gemela. (Véase: Una hija de Eva).

Pons y Schmucke tenían en abundancia, tanto el uno como el otro, en el corazón y en el carácter, esos rasgos de sentimentalismo aniñado que distinguen a los alemanes: como la pasión por las flores, como la adoración de los efectos naturales que les lleva a plantar en sus jardines botellas enormes para ver en pequeño el paisaje que tienen en grande ante los ojos; como esa predisposición a investigar que lleva a los sabios alemanes a recorrer cien leguas para encontrar una verdad que les contempla sonriendo, sentada en el brocal del pozo, bajo el jazmín del patio de su casa; en fin, como esa necesidad de dotar de un sentido psíquico a las cosas más insignificantes de la creación, y que produce las obras inexplicables de Jean Paul Richter, los delirios impresos de Hoffmann, y las barandillas en folio que Alemania pone alrededor de las cuestiones más sencillas, ahondadas a modo de un abismo, en el fondo del cual siempre hay un alemán. Católicos los dos, iban juntos a misa, cumplían sus deberes religiosos como niños que nunca tienen nada que decir a sus confesores. Creían firmemente que la música, el lenguaje celestial, era a las ideas y sentimientos, lo que las ideas y sentimientos son a las palabras, y tenían interminables conversaciones sobre este sistema, respondiéndose el uno al otro con orgías de música para demostrarse a sí mismos sus propias convicciones, como hacen los enamorados. Schmucke era tan distraído como Pons era atento. Si Pons era coleccionista, Schmucke era soñador; éste estudiaba las bellezas morales, como el otro atesoraba las bellezas materiales. Pons veía y compraba una taza de porcelana en el tiempo que Schmucke invertía en sonarse, pensando en algún motivo de Rossini, de Bellini, de Beethoven, de Mozart, buscando en el mundo de los sentimientos dónde podía encontrarse el origen o la réplica de aquella frase musical. Schmucke, cuyas economías eran administradas por la distracción, Pons, pródigo por pasión, llegaban al mismo resultado: ni una moneda en la bolsa, en la noche de San Silvestre de cada año.

Sin esta amistad Pons quizá hubiese sucumbido a sus pesares; pero, desde que tuvo un corazón en el que descargar el suyo, la vida se le hizo soportable. La primera vez que confió sus penas a Schmucke, el buen alemán le aconsejó que viviese como él, de pan y queso, en su casa, en vez de ir a mendigar comidas que le hacían pagar tan caras. Pero ¡ay!, Pons no se atrevió a confesar a Schmucke que en él el corazón y el estómago eran enemigos irreconciliables, que su estómago sólo aceptaba lo que hacía sufrir al corazón, y que necesitaba a toda costa una buena comida que paladear, como un conquistador necesita una amante con la que… retozar. Con el tiempo, Schmucke terminó por comprender a Pons, ya que era demasiado alemán para tener la rapidez de observación de la que gozan los franceses, y ello sólo le hizo querer aún más al pobre Pons. Nada robustece tanto la amistad como que, de dos amigos, el uno se crea superior al otro. Un ángel no hubiese tenido nada que decir viendo a Schmucke frotándose las manos en el momento en que descubrió en su amigo la intensidad con que le dominaba la gula. En efecto, a la mañana siguiente el buen alemán completó el desayuno con golosinas que él mismo fue a comprar, y cuidó de que ningún día faltaran a su amigo; porque, desde que habían unido sus vidas, todos los días se desayunaban juntos en casa.

Ignoraría cómo es París quien imaginase que los dos amigos escaparon a las burlas de los parisienses, que jamás han respetado nada. Schmucke y Pons, uniendo sus riquezas y sus miserias, tuvieron la ahorrativa idea de vivir juntos, y pagaban a partes iguales el alquiler de un piso muy desigualmente compartido, situado en una tranquila casa de la tranquila calle de Normandía, en el Marais. Como solían salir juntos y a menudo paseaban por los mismos bulevares el uno al lado del otro, los ociosos del barrio les habían apodado los dos cascanueces. Este apodo dispensa ya de trazar aquí el retrato de Schmucke, que era lo que la nodriza de Niobe, la famosa estatua del Vaticano, a la Venus de la Tribuna.

La señora Cibot, la portera de esa casa, era el pivote sobre el que giraba la vida doméstica de los dos cascanueces; pero desempeña un papel tan importante en el drama que deshizo esta doble existencia, que es mejor reservar su retrato para el momento que entre en escena.

Lo que resta por decir acerca de los rasgos morales de estos dos seres es precisamente lo más difícil de hacer comprender al noventa y nueve por ciento de los lectores en este cuadragésimo séptimo año del siglo XIX, probablemente a causa del prodigioso desarrollo financiero producido por el establecimiento de los ferrocarriles. No es gran cosa, y sin embargo es mucho. En efecto, se trata de dar una idea de la extraordinaria delicadeza de estos dos corazones. Tomemos una imagen de los ferrocarriles, aunque sólo sea para resarcirnos de lo que nos hacen pagar. Hoy en día, los trenes, al correr sobre los raíles, trituran imperceptibles granos de arena. Introducid este grano de arena, invisible para los viajeros, en sus riñones, y sentirán los dolores de la más terrible de las enfermedades, el mal de piedra; muchos mueren de esto. Pues bien, lo que para nuestra sociedad, lanzada por su vía metálica con una velocidad de locomotora, es el grano de arena invisible por el que no se preocupa lo más mínimo, ese grano, incesantemente arrojado entre las fibras de estos dos seres y a cada instante, les causaba una especie de mal de piedra en el corazón. Excesivamente sensibles a los dolores ajenos, ambos lloraban ante su impotencia; y, por lo que se refiere a sus propias sensaciones, eran de una delicadeza de sensibilidad que lindaba con lo enfermizo. La vejez, los continuos espectáculos del drama parisiense, nada había endurecido aquellas dos almas tiernas, infantiles y puras. Cuanto más vivían, más intensos eran sus sufrimientos íntimos. ¡Ay! Esto es lo que les ocurre a las naturalezas castas, a los pensadores serenos y a los verdaderos poetas que no han caído en ningún exceso.

Desde que los dos ancianos vivían juntos, sus ocupaciones, bastante parecidas, habían tomado el ritmo fraternal que caracteriza en París a los caballos de los simones. Se levantaban alrededor de las siete de la mañana, tanto en verano como en invierno, y después de desayunar iban a dar sus clases en los pensionados, en los que substituían el uno al otro cuando era necesario. Hacia los doce, Pons iba a su teatro, cuando un ensayo reclamaba su presencia, y dedicaba todos sus momentos libres a pasear. Luego, al caer la tarde, los dos amigos volvían a encontrarse en el teatro, en el que Pons había logrado colocar a Schmucke; he aquí cómo:

 

 

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