VI

Un hombre explotado como se ven tantos

 

Cuando Pons conoció a Schmucke, acababa de obtener, sin haberlo solicitado, el bastón de mariscal de los compositores desconocidos: una batuta de director de orquesta. Gracias al conde Popinot, entonces ministro, se concedió esta plaza al pobre músico, en el momento en que este héroe burgués de la revolución de julio hizo dar una concesión de teatro a uno de esos amigos de los que se avergüenza un advenedizo, cuando, al pasar en su coche, reconoce en París a un antiguo camarada de juventud, desaliñado, el pantalón sin trabillas, vestido con una levita de color indefinible, y olfateando negocios demasiado elevados para los esquivos capitales. Este amigo, antiguo viajante de comercio, se llamaba Gaudissart, y en otro tiempo había contribuido muy eficazmente a la prosperidad de la gran casa Popinot. Popinot, convertido en conde, en par de Francia, después de haber sido dos veces ministro, no renegó de EL ILUSTRE GAUDISSART. Hizo más, quiso poner al viajante en condiciones de renovar su guardarropa y de llenar su bolsa; porque la política, las vanidades de la corte ciudadanas, no habían endurecido el corazón de aquel antiguo droguero. Gaudissart, siempre loco por las mujeres, pidió la concesión de un teatro que se había declarado en quiebra, y el ministro, al otorgársela, cuidó de enviarle algunos viejos admiradores del bello sexo, lo suficientemente ricos como para crear una sólida comandita amorosa de lo que ocultan las mallas. Pons, parásito del palacio Popinot, tuvo las migajas de la concesión. La compañía Gaudissart, que, dicho sea de paso, hizo fortuna, en 1834 decidió poner en práctica en el bulevar esta gran idea: una ópera para el pueblo. La música de los ballets y de las obras de gran espectáculo exigía un director de orquesta competente y un poco compositor. La administración a la que sucedía la compañía Gaudissart hacía demasiado tiempo que estaba en quiebra para que poseyera un copista. Pons colocó pues a Schmucke en el teatro en calidad de revisor de partituras, oficio oscuro que requiere profundos conocimientos musicales. Schmucke, por consejo de Pons, se puso de acuerdo con el jefe de este servicio en la Ópera Cómica, y así se libró de la parte material de la tarea. La colaboración de Schmucke y de Pons produjo resultados maravillosos. Schmucke, que, como todos los alemanes, dominaba muy bien la armonía, se cuidaba de instrumentar las partituras cuyo canto había estado a cargo de Pons. Cuando los entendidos admiraron una serie de composiciones llenas de frescor que servían de acompañamiento a dos o tres obras de éxito, las explicaron por la palabra progreso, sin pretender averiguar quiénes eran los autores. Pons y Schmucke se eclipsaron en la gloria, como ciertas personas se ahogan en su bañera. En París, sobre todo a partir de 1830, nadie triunfa sin empujar, quibuscumque viis, y muy fuerte, a una enorme masa de competidores; para ello se necesita vigor y decisión, y los dos amigos tenían en el corazón este mal de piedra que dificulta todos los impulsos ambiciosos.

De ordinario Pons se ponía al frente de la orquesta de su teatro hacia las ocho, hora en la que se representan las obras favoritas, cuyas oberturas y acompañamientos exigen la tiranía de la batuta. Esta tolerancia existe en la mayoría de los teatros pequeños; y Pons, en este aspecto, se sentía muy libre, ya que en sus relaciones con la administración daba muestras de un gran desinterés. Por otra parte, Schmucke suplía a Pons cuando era necesario. Con el tiempo la posición de Schmucke en la orquesta se había consolidado. El ilustre Gaudissart había reconocido, sin decir nada, el valor y la utilidad del colaborador de Pons. Se habían visto obligados a introducir en la orquesta un piano, como en los teatros grandes. El piano, que Schmucke tocaba gratis, se colocó junto a la tarima del director de orquesta, y allí se instalaba el supernumerario voluntario Todos los demás músicos, cuando conocieron a este buen alemán, sin ambición ni pretensiones, le hicieron una buena acogida. La administración, a cambio de una módica suma, confió a Schmucke los instrumentos que no están representados en las orquestas de los teatros de bulevar, y que a menudo son necesarios, como el piano, la viola de amor, el corno inglés, el violonchelo, el arpa, las castañuelas de la cachucha, las campanillas y los inventos de Sax, etcétera. Los alemanes, aunque no sepan tocar los grandes instrumentos de la libertad, saben tocar por naturaleza todos los instrumentos musicales.

Los dos ancianos artistas, a quienes todo el mundo quería en el teatro, vivían allí como dos filósofos. Se habían puesto una venda en los ojos para no ver jamás los males inherentes a una compañía de teatro en la que conviven, mezclados, un cuerpo de baile con actores y actrices, una de las combinaciones más horrorosas que las necesidades de la recaudación hayan creado para tormento de directores, actores y músicos. Un gran respeto por los demás y por sí mismo habían valido la estima general al modesto y bueno de Pons. Por otra parte, en todos los ambientes, una vida límpida, una honradez sin tacha, imponen una especie de admiración en los corazones más malvados. En París, una hermosa virtud tiene el éxito de un gran diamante, de una rara curiosidad. Ni un solo actor, ni un solo autor, ni una sola bailarina, se hubiesen permitido la menor burla, la menor broma de mal gusto contra Pons o contra su amigo. Pons aparecía de vez en cuando por el foyer; pero Schmucke no conocía más que el paso subterráneo que llevaba desde el exterior del teatro hasta el foso de la orquesta. En los entreactos, cuando asistía a una representación, el buen alemán se atrevía a contemplar la sala, y a veces hacía preguntas al primer flautista, un joven nacido en Estrasburgo, de una familia alemana de Kehl, sobre los excéntricos personajes que casi siempre ocupan los palcos proscenios. Poco a poco, la imaginación infantil de Schmucke, cuya educación social fue iniciada por este flautista, admitió la existencia fabulosa de la loreta la posibilidad de casarse en el distrito trece, las prodigalidades de los grandes figurones y el equívoco negocio de las acomodadoras. Las inocencias del vicio parecieron al buen Pons la última palabra de las depravaciones babilónicas, y ante todo aquello sonreía confuso, como si estuviera delante de arabescos chinos. Las personas avisadas ya habrán comprendido que a Pons y a Schmucke les explotaban, para usar una palabra que está de moda; pero, lo que perdían en dinero, lo ganaban en consideración, en buen trato.

Después del éxito de un ballet que fue el comienzo de la rápida fortuna de la compañía Gaudissart, los directores enviaron a Pons un grupo escultórico en plata atribuido a Benvenuto Cellini, cuyo elevadísimo precio había sido objeto de una conversación en el foyer. ¡Se trataba de mil doscientos francos! El pobre hombre, siempre tan honrado, quiso devolver el regalo. A Gaudissart le costó mucho trabajo conseguir que lo aceptara.

—¡Ah! —dijo a su socio—. ¡Si pudiéramos encontrar actores de esta madera!

Esta doble vida, tan apacible en apariencia, sólo se veía turbada por el vicio que dominaba a Pons, aquella imperiosa necesidad de comer fuera de casa. Y cada vez que Schmucke se hallaba presente cuando Pons se vestía para salir, el buen alemán deploraba esta funesta costumbre.

—¡Si al menos encortara! —exclamaba a menudo.

Y Schmucke soñaba con los medios de curar a su amigo de este vicio degradante, porque los verdaderos amigos gozan, en el orden moral, de la perfección de que está dotado el olfato de los perros; huelen los pesares de sus amigos, adivinan las causas, se preocupan por ellos.

Pons, que llevaba siempre en el dedo meñique de la mano derecha una sortija con un diamante, tolerable en la época del Imperio, pero que hoy era ridículo, Pons demasiado «trovador» y demasiado francés, carecía en los rasgos de su rostro de la serenidad divina que atenuaba la espantosa fealdad de Schmucke. El alemán había reconocido en la expresión melancólica del rostro de su amigo las crecientes dificultades que convertían aquel oficio de parásito en algo cada vez más penoso. En efecto, en octubre de 1844, el número de casas en las que Pons comía era, naturalmente, muy restringido. El pobre director de orquesta, forzado a limitarse al círculo de la familia, daba, como ahora mismo veremos, a la palabra «familia», un sentido muy amplio.

El antiguo «Gran Premio» era primo hermano de la primera esposa del señor Camusot, el rico sedero de la calle de Bourdonnais, una Pons, única heredera de uno de los famosos Pons hermanos, los bordadores de la corte, casa de la que el padre y la madre del músico eran comanditarios después de haberla fundado antes de la revolución de 1789, y que fue comprada por el señor Rivet, en 1815, al padre de la primera señora Camusot. Este Camusot, retirado de los negocios desde hacía diez años, en 1844 era miembro del consejo general de las manufacturas, diputado, etc. Acogido amistosamente por el clan de los Camusot, el buen Pons se consideraba primo de los hijos que el sedero había tenido en segundas nupcias, a pesar de que ya no le eran nada, ni siquiera por alianza.

Como la segunda señora Camusot era una Cardot, Pons se introdujo a título de pariente de los Camusot: en la numerosa familia de los Cardot, segundo clan burgués, que, por sus alianzas, formaba una sociedad no menos poderosa que la de los Camusot. El notario Cardot, hermano de la segunda señora Camusot, se había casado con una Chiffreville. La célebre familia de los Chiffreville, la reina de los productos químicos, tenía relaciones con los drogueros mayoristas, el más influyente de los cuales fue, durante mucho tiempo, el señor Anselme Popinot, a quien la revolución de Julio había lanzado, como ya es sabido, a la actitud política más dinástica. Y así, Pons, detrás de los Camusot y de los Cardot, entró en casa de los Chiffreville; y de allí pasó a la de los Popinot, siempre en calidad de primo de los primos.

Este simple resumen de las últimas relaciones del anciano músico permite comprender cómo podía aún ser recibido familiarmente en 1844: primero, en casa del conde Popinot, par de Francia, antiguo ministro de agricultura y de comercio; segundo, en casa del señor Cardot, antiguo notario, alcalde de barrio y diputado por un distrito de París; tercero, en casa del anciano señor Camusot, diputado, miembro del consejo municipal de París y del consejo general de las manufacturas, y en camino de ser par; cuarto, en casa del señor Camusot de Marville, hijo del primer matrimonio, y por lo tanto el verdadero, el único primo verdadero de Pons, aunque primo segundo.

Este Camusot, que para distinguirse de su padre y de su medio hermano, había añadido a su apellido el nombre de la propiedad de Marville, era, en 1844, presidente de cámara en el tribunal real de París.

Como el ex notario Cardot había casado a su hija con su sucesor, llamado Berthier, Pons, que se consideraba anejo al cargo, supo conservar esta comida, «ante notario», como él decía.

Ésta era pues la constelación burguesa a la que Pons llamaba su familia, y en la que tan penosamente había conservado el derecho a pan y manteles.

De estas diez casas, aquella en la que el artista debía ser mejor acogido, la casa del presidente Camusot, era el objeto de sus mayores atenciones. Pero ¡ay!, la presidenta, hija del difunto sieur Thirion, ujier de cámara de los reyes Luis XVIII y Carlos X, nunca había tratado bien al primo segundo de su marido. Pons había perdido mucho tiempo tratando de suavizar a su terrible parienta, ya que había dado lecciones gratuitas a la señorita Camusot, siéndole imposible sacar partido musical de aquella muchacha un poco pelirroja. Ahora bien, Pons, con la mano sobre aquel preciado objeto, en aquellos momentos se dirigía a casa de su primo, el presidente, en la que, al entrar, creía verse en las Tullerías; hasta tal punto influían en su ánimo las solemnes colgaduras verdes, la tapicería color carmelita, las alfombras de moqueta, y los severos muebles de estos aposentos en los que se respiraba toda la gravedad de la magistratura. ¡Cosa rara! Él se sentía más a gusto en el palacio Popinot, de la calle Basse-du-Rempart, sin duda a causa de los objetos de arte que allí había; pues el ex ministro, desde que se dedicó a la política, contrajo la manía de coleccionar cosas bellas, sin duda para contrarrestar sus actividades en la política, que colecciona secretamente las acciones más feas.

 

 

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