IX

Un buen hallazgo

 

Estos desengaños habían influido en el carácter de la presidenta de Marville, quien, por otra parte, no se engañaba acerca de los méritos de su marido, convirtiéndolo en algo terrible. Si antes su temperamento era brusco, ahora se había agriado mucho más. A medida que iba envejeciendo, se hacía cada vez más áspera y dura como un cepillo, para obtener, por el miedo, todo lo que la sociedad se sentía dispuesta a negarle. Excesivamente mordaz, tenía pocas amigas. Imponía mucho, pues se había rodeado de una serie de viejas beatas de su misma ralea, que la apoyaban para tomarse un desquite. O sea que las relaciones del pobre Pons con este diablo con faldas, eran las de un colegial con un maestro que sólo habla con la palmeta. La presidenta no se explicaba, pues, la súbita audacia de su primo, ignorando el valor del regalo.

—¿Y dónde ha encontrado esto? —preguntó Cécile, examinando la joya.

—En la calle de Lappe, en la tienda de un chamarilero que acaba de traerlo de un castillo que han puesto en venta cerca de Dreux, en Aulnay, un castillo en el que había pasado algunas temporadas Madame de Pompadour, antes de construir Ménars; de allí han sacado los maderajes más espléndidos que se han visto jamás; cosas tan bellas que Liénard, nuestro célebre escultor en madera, se ha quedado como nec-plus-ultra del arte, dos marcos ovalados para modelos… Había verdaderos tesoros. Mi chamarilero ha encontrado este abanico en un escritorio en marquetería que yo hubiese comprado si hiciera colección de esta clase de muebles; pero… algo intocable… Un mueble de Reisener vale de tres a cuatro mil francos. Hoy en París empieza a reconocerse que los famosos taraceadores alemanes y franceses de los siglos XVI, XVII y XVIII hacían verdaderos cuadros en madera. El mérito del coleccionista es el de adelantarse a la moda. Por ejemplo, dentro de cinco años en París, las porcelanas de Frankenthal que yo colecciono desde hace veinte años, se pagarán el doble que la pasta tierna de Sèvres.

—¿Qué es el frankenthal? —preguntó Cécile.

—Es el nombre de la fábrica de porcelanas del elector palatino; es más antigua que nuestra manufactura de Sèvres, como los famosos jardines de Heidelberg, destruidos por Turenne, han tenido la desgracia de existir antes que los de Versalles. Sèvres ha copiado mucho de Frankenthal… Los alemanes, también hay que ser justos en esto, han hecho antes que nosotros, cosas admirables en Sajonia y en el Palatinado.

Madre e hija se miraron como si Pons les estuviera hablando en chino, porque no puede imaginarse hasta qué punto los parisienses son ignorantes y exclusivos; no saben más que lo que se les enseña, y aun cuando quieren enterarse.

—¿Y en qué reconoce usted el frankenthal?

—¡Por la firma, naturalmente! —dijo Pons con pasión—. Todas estas maravillosas obras de arte están firmadas. El frankenthal lleva una C y una T (Carlos-Teodoro) entrelazadas y llevando encima una corona de príncipe. La Sajonia antigua tiene sus dos espadas y el número de orden en oro. Vincennes firmaba con un cuerno. Vienne con una V cerrada y cruzada. Berlín con dos barras. Mayence con una rueda. Sévres con dos LL, y la porcelana de la reina con una A que quiere decir Antonieta, y encima una corona real. En el siglo XVIII todos los soberanos de Europa han rivalizado en la fabricación de porcelana. Se quitaban los artesanos los unos a los otros. Watteau dibujaba modelos para la manufactura de Dresde, y sus obras han alcanzado precios increíbles (pero hay que entender mucho, porque, hoy en día, Dresde los repite y los vuelve a copiar). En aquellos tiempos se fabricaban cosas admirables que ya no volverán a hacerse…

—¡Ah, bah!

—Sí, sí, prima; hay taraceas y hay porcelanas que no volverán a hacerse, como no se pintarán más cuadros de Rafael, ni de Ticiano, ni de Rembrandt, ni de Van Eyck, ni de Cranach… Por ejemplo, los chinos son muy hábiles, muy diestros, ¿no?; pues bien, hoy se dedican a copiar las maravillas de su porcelana que llaman gran mandarín… Dos jarrones de gran mandarín antiguo, del tamaño mayor, valen seis, ocho, diez mil francos, y la copia moderna puede comprarse por doscientos francos.

—¡No hablará usted en serio!

—Querida prima, estos precios le sorprenden, pero no son nada. No sólo un servicio completo para una mesa de doce personas en pasta tierna de Sèvres, que no es porcelana, vale cien mil francos, sino que además éste no es más que el precio de fábrica. En 1750, en Sèvres, un servicio como éste se pagaba a cincuenta mil libras. Yo he visto las facturas originales.

—Volvamos al abanico —dijo Cécile, a quien aquella joya parecía demasiado antigua.

—Como usted comprenderá, desde el momento en que su querida mamá me hizo el honor de pedirme un abanico —siguió Pons— me puse inmediatamente a buscarlo. Visité todos los anticuarios de París sin encontrar nada que me gustara; porque, para la querida presidenta, yo quería una obra maestra, y pensaba darle el abanico de María Antonieta, el más bello de todos los abanicos célebres. Pero ayer me quedé deslumbrado al ver esta divina maravilla, que sin duda alguna fue hecha por encargo de Luis XV. ¿Que por qué he ido a buscar un abanico en la calle de Lappe, en la tienda de un auvernés que vende planchas de cobre, cosas de hierro, muebles dorados? No sé, pero yo creo en la inteligencia de los objetos de arte, que conocen a los entendidos, que les llaman, que les hacen: «¡Chit! ¡Chit!»…

La presidenta se encogió de hombros y miró a su hija sin que Pons pudiera ver esta rápida mímica.

—¡Si les conoceré a todos estos judíos! «¿Qué hay, Monistrol? ¿Tiene usted adornos de puertas?», le he preguntado a este chamarilero, que me deja curiosear todas sus adquisiciones, antes que a los grandes anticuarios. Entonces Monistrol me cuenta cómo Liénard, que está esculpiendo unas cosas preciosas en la capilla de Dreux, por encargo del gobierno, había salvado en la venta de Aulnay, los maderajes esculpidos de manos de los anticuarios de París, que estaban distraídos con porcelanas y muebles taraceados. «Yo no he sacado gran cosa —me dice—, pero con esto ya ganaré para los gastos del viaje.» Y me enseña el escritorio, una maravilla. Unos dibujos de Boucher, ejecutados en marquetería, ¡con un arte…! ¡Una cosa como para arrodillarse delante! «Mire —me dice—, en un cajoncillo cerrado que no tenía llave y que he tenido que forzar, acabo de encontrar este abanico. ¿Podría usted decirme a quién puedo vendérselo…?» Y me saca esta cajita de madera de Santa Lucía esculpida. «Ya ve, es de este estilo Pompadour, que se parece al gótico florido»… «¡Oh! —le he dicho yo—, a lo mejor me interesa… Porque, lo que es el abanico, mi buen Monistrol, yo no tengo una señora Pons a quien regalar una cosa así…; además, ahora hacen unos nuevos preciosos. Hoy en día estas vitelas se pintan de una manera prodigiosa, y bastante baratas. ¿Sabe usted que hay dos mil pintores en París?» Y mientras, yo abría el abanico aparentando indiferencia y conteniendo mi admiración, contemplando fríamente estos dos cuadritos de una soltura y de una ejecución incomparables. ¡Tenía en mis manos el abanico de Madame de Pompadour! ¡Watteau agotó todo su arte pintándolo! «¿Cuánto pide por el mueble?» «¡Oh, mil francos me los da cualquiera!» Yo le ofrezco por el abanico lo que supongo que representan más o menos los gastos de su viaje. Entonces los dos nos quedamos mirándonos de hito en hito, y yo ya veo que la cosa está hecha. En seguida vuelvo a meter el abanico en la caja, para que el auvernés no se ponga a mirarlo mejor, y me extasío con el trabajo de esta caja, que, desde luego, es una verdadera joya. «Si lo compro —le digo a Monistrol— es por esto; ya ve usted que lo único que me tienta es la caja. En cuanto al escritorio, puede usted sacar más de mil francos; fíjese cómo están cincelados estos cobres… Esto son modelos originales… se puede sacar partido… esto no lo han reproducido… todo lo que se hacía para Madame de Pompadour era único…» Y el buen hombre, encandilado con su escritorio, se olvida del abanico, y me lo deja por nada, a cambio de la revelación que le he hecho de la belleza de este mueble de Riesener. ¡Y ya está! Pero se necesita mucha práctica para conseguir gangas como ésta… Es un combate de pillo a pillo, ¡y menudos pillos los judíos y los auverneses!

La admirable pantomima, la graciosa elocuencia del anciano artista, que hacían de él, narrando el triunfo de su astucia sobre la ignorancia del chamarilero, un modelo digno del pincel holandés, todo se perdió para la presidenta y su hija, que se dijeron, cambiando unas miradas frías y desdeñosas:

—¡Qué curioso!

—¿Y eso a usted le divierte? —preguntó la presidenta.

Pons se quedó helado ante esta pregunta, y sintió deseos de agredir a la presidenta.

—Pero, mi querida prima —siguió—, ¡esto es ir a la caza de obras de arte! ¡Y hay que enfrentarse con adversarios que defienden la pieza! ¡Astucia contra astucia! Una obra de arte custodiada por un normando, un judío o un auvernés, es como las princesas de los cuentos de hadas, guardadas por encantadores…

—¿Y cómo sabe usted que es de Wat…? ¿Cómo dice que se llama?

—¡Watteau, mi querida prima!, uno de los pintores franceses más grandes del siglo XVIII. Mire, ¿no ve usted la firma? —dijo señalando una escena pastoril, que representaba un corro en el que bailaban falsas campesinas y pastores cortesanos—. ¡Qué viveza! ¡Qué animación! ¡Qué colorido! ¡Y está hecho de un tirón! ¡Como una rúbrica de un maestro calígrafo! No se ve el trabajo… Y del otro lado, mire: ¡un baile en un salón! ¡Es el invierno y el verano! ¡Qué adornos! ¡Y cómo se ha conservado! Fíjese, la virola es de oro, y está rematada por cada lado con un rubí diminuto que yo he limpiado…

—Siendo así, no puedo aceptar un objeto de tanto precio. Es mejor que saque usted un beneficio de él —dijo la presidenta, que, sin embargo, sólo deseaba quedarse con aquel magnífico abanico.

—Ha llegado la hora de que lo que ha servido al vicio, esté en manos de la virtud —dijo el pobre hombre recuperando el aplomo—. Se habrán necesitado cien años para que se produzca este milagro. Puede estar segura de que en la corte ninguna princesa tendrá nada comparable a esta maravilla; porque, por desgracia, está en la naturaleza humana el hacer más por una Pompadour que por una virtuosa reina.

—Pues bien, lo acepto —dijo riendo la presidenta—. Cécile, ángel mío, ve a ver a Madeleine, y cuida de que la comida sea digna de nuestro primo.

La presidenta quería saldar la cuenta. Esta recomendación, hecha en voz alta, contrariamente a las reglas del buen gusto, se parecía tanto a una orden de pago, que Pons se ruborizó como una joven cogida en falta. Aquella vez la arenilla era demasiado gruesa, y le rodó durante un buen rato por el corazón. Cécile, joven muy pelirroja, cuyo porte, acusadamente pedante, afectaba la gravedad judicial del presidente, y recordaba la sequedad de su madre, desapareció dejando al pobre Pons enfrentado a la terrible presidenta.

 

 

X

Una hija casadera

 

—¡Qué linda es mi pequeña Lilí! —dijo la presidenta, empleando este diminutivo infantil que antes se usaba para el nombre de Cécile.

—¡Encantadora! —respondió el anciano músico, haciendo girar los pulgares.

—No comprendo nada del tiempo en que vivimos —siguió la presidenta—. ¿De qué sirve pues tener por padre a, un presidente del tribunal real de París y comendador de la Legión de Honor, por abuelo a un diputado millonario, futuro par de Francia, el más rico de los sederos mayoristas?

La fidelidad del presidente a la nueva dinastía le había valido recientemente el cordón de comendador, distinción atribuida por algunos envidiosos a la amistad que le unía con Popinot. Este ministro, como hemos visto, a pesar de su modestia, se había dejado hacer conde. «Es por mi hijo», decía a sus numerosos amigos.

—Hoy en día sólo se busca el dinero —respondió el primo Pons—, no se presta atención más que a los ricos, y…

—¿Qué ocurriría, pues —exclamó la presidenta—, si el Cielo no me hubiese arrebatado a mi pobre Cariños?

—¡Oh! Con dos hijos sería usted pobre —dijo el primo—. Es la consecuencia de repartir los bienes por igual. Pero tranquilícese, mi bella prima, Cécile terminará por hacer una buena boda. Yo no he visto en ninguna parte una joven con tantas cualidades.

Hasta este punto se había rebajado Pons en casa de sus anfitriones; repetía sus ideas y se las comentaba llanamente, a la manera del coro del teatro antiguo. No osaba entregarse a la originalidad que distingue a los artistas, y que en su juventud, en él, abundaba en rasgos de talento, pero que la costumbre de eclipsarse había llegado casi a hacer desaparecer, y que rechazaba cuando volvía a presentarse, como hacía un momento.

—Pero yo me casé con sólo veinte mil francos de dote…

—¿En 1819? —dijo Pons interrumpiéndola—. Pero entonces era usted una de las mujeres de más posición, una joven protegida por el rey Luis XVIII.

—Pero mi hija es un verdadero ángel, tiene muchísimo talento; es toda corazón, aporta cien mil francos al matrimonio, sin contar con las esperanzas de mucho más… y no hay modo de casarla…

La señora de Marville habló de su hija y de ella misma durante veinte minutos, entregándose a estas lamentaciones características de las madres que tienen a su cargo hijas casaderas. Hacía veinte años que el anciano músico comía en casa de su único primo Camusot, y al pobre hombre jamás se le había hecho la menor pregunta sobre su posición, sobre su vida, sobre su salud. Además Pons era en todas partes una especie de sumidero de confidencias domésticas, ya que ofrecía las mayores garantías por su discreción conocida y necesaria, puesto que una sola palabra indiscreta hubiera significado que se le cerrara la puerta de diez casas; su papel de oyente requería, pues, una constante aprobación; sonreía a tocio, no acusaba ni defendía a nadie; para él todo el mundo tenía razón. Y de este modo dejó de contar como hombre, no era más que un estómago. En esta larga tirada, la presidenta, no sin ciertas precauciones, confesó a su primo que estaba dispuesta a aceptar casi ciegamente los partidos que se presentasen a su hija. Llegó incluso a considerar como una buena oferta, la que podría hacer un hombre de cuarenta y ocho años, con tal de que tuviera veinte mil francos de renta.

—Cécile ya tiene veintitrés años, y si por desgracia llegara a los veinticinco o los veintiséis, sería extraordinariamente difícil casarla. En estos casos la gente se pregunta por qué una joven se ha quedado soltera durante tanto tiempo. Entre nuestras amistades ya se habla demasiado de este asunto. Ya hemos agotado las excusas más corrientes: «Es demasiado joven», «Quiere demasiado a sus padres para dejarles», «Es feliz en su casa», «Es difícil de contentar, quiere un apellido ilustre»… Nos estamos poniendo en ridículo, me doy perfectamente cuenta. Además, Cécile está cansada de esperar, esta situación hace sufrir a mi pobre hija…

—Pero ¿por qué? —preguntó absurdamente Pons.

—Pues porque se siente humillada al ver que todas sus amigas se casan antes que ella —replicó la madre en un tono destemplado de vieja aya.

—Mi querida prima, ¿qué es lo que ha cambiado desde la última vez que tuve el placer de comer aquí, para que piensen en personas de cuarenta y ocho años? —preguntó humildemente el pobre músico.

—Ha ocurrido —replicó la presidenta— que debíamos tener una entrevista con un consejero del tribunal, cuyo hijo tiene treinta años, cuya fortuna es considerable, y para quien el señor de Marville hubiese obtenido, mediante dinero, un puesto de refrendario en el Tribunal de Cuentas. El joven ya era supernumerario. Y acaban de decirnos que este joven ha cometido la locura de marcharse a Italia detrás de una duquesa del baile Mabille… Es un modo discreto de darnos una negativa. No quieren darnos un joven cuya madre ha muerto, y que disfruta ya de treinta mil francos de renta, y que espera la fortuna de su padre. De modo que debe usted perdonar nuestro mal humor, querido primo: ha llegado usted en plena crisis.

En el momento en que Pons buscaba una de estas respuestas de cumplido que siempre se le ocurrían demasiado tarde cuando se hallaba en casa de anfitriones a los que tenía miedo, entró Madeleine y entregó a la presidenta una pequeña nota, esperando la contestación.

La nota decía lo siguiente:

Querida mamá, si dijéramos que este papelito lo envía mi padre desde el Palacio de Justicia y que te dice que vayamos a comer con él en casa de un amigo para volver a hablar de la cuestión de mi boda, el primo se iría, y nosotras podríamos hacer lo que habíamos pensado en casa de los Popinot.

—¿Quién te ha entregado esto? —preguntó vivamente la presidenta.

—Un empleado del Palacio de Justicia —respondió desvergonzadamente la flaca Madeleine.

Con esta respuesta la vieja doncella indicaba a su ama que había sido ella quien había urdido la mentira, de acuerdo con la impaciente Cécile.

—Dile que mi hija y yo estaremos allí a las cinco y media.

 

 

XI

Una de las mil vejaciones que tiene que sufrir un gorrón

 

Una vez hubo salido Madeleine, la presidenta miró al primo Pons con esta falsa amabilidad que en un alma delicada produce el mismo efecto que vinagre y leche mezclados en la lengua de un goloso.

—Querido primo, la comida está preparada, pero tendrá usted que comer sin nosotras, porque mi marido acaba de escribirme desde la audiencia, avisándome de que volveremos a tratar del proyecto de boda con el consejero, y tenemos que ir a comer con él… Entre nosotros no hay por que gastar cumplidos. Haga como si estuviera usted en su casa; ya ve lo franca que soy con usted, no le oculto ningún secreto… No querrá usted estropearle la boda a este ángel mío, ¿verdad?

—¡Oh, no, no! Al contrario, yo quisiera encontrarle un marido; pero en los ambientes que frecuento…

—Sí, no es probable —interrumpió insolentemente la presidenta—. De modo que se queda ¿no? Cécile le hará compañía mientras me visto.

—¡Oh! Pero también puedo ir a comer en otro sitio —dijo el pobre hombre.

Aunque cruelmente afectado por el modo con que la presidenta le reprochaba su indigencia, aún le asustaba más la perspectiva de quedarse a solas con los criados.

—¿Por qué? La comida ya está preparada, la aprovecharían los criados.

Al oír esta horrible frase, Pons se levantó como alcanzado por la descarga de una pila galvánica, saludó fríamente a su prima y fue a recoger su spencer. La puerta de la alcoba de Cécile que daba al saloncillo estaba entreabierta, de modo que, al mirarse en el espejo que tenía delante, Pons vio a la joven desternillándose de risa y hablando con su madre con muchos movimientos de cabeza y muecas que revelaban alguna indigna burla a costa del viejo artista. Pons descendió lentamente por la escalera, conteniendo las lágrimas: se veía expulsado de aquella casa sin saber por qué.

«Ya soy demasiado viejo —se decía— y a la gente le horroriza la vejez y la pobreza, dos cosas feas. No volveré a ir a un sitio sin que me inviten.»

¡Heroica frase…!

La puerta de la cocina, situada en la planta baja, enfrente de la portería, solía estar abierta, como ocurre en las casas ocupadas por los propietarios, y cuya puerta cochera está siempre cerrada; Pons pudo, pues, oír las risas de la cocinera y del ayuda de cámara, a quienes Madeleine estaba contando la jugada que habían hecho a Pons, pues no se imaginaba que el infeliz saliera de allí tan pronto. El ayuda de cámara aprobaba calurosamente la broma de la que había sido víctima un habitual de la casa que, como él decía, no daba jamás ni un céntimo de propina.

—Sí, sí, pero si se amosca y no vuelve más —observaba la cocinera— siempre serán tres francos que habremos perdido el día de Año Nuevo…

—¡Bah! ¿Cómo quieres que se entere? —dijo el ayuda de cámara, respondiendo a la cocinera.

—¡Bah! —siguió diciendo Madeleine—. Que tarde más o menos en dejar de venir por aquí, ¿a nosotros qué? Fastidia tanto a los dueños de las casas en las que come que terminarán por echarle de todas partes.

En ese momento el anciano músico gritó asomándose a la portería:

—¡La puerta, por favor!

Este grito doloroso fue acogido con un profundo silencio en la cocina.

—Estaba escuchando —dijo el ayuda de cámara.

—Bueno, peor para él, o mejor, no sé —replicó Madeleine—. Para lo que le queda de vida…

El pobre hombre, que no había perdido ni una sílaba de la conversación que sostenían en la cocina, oyó también esta última frase. Volvió a su casa, por los bulevares, en el estado en que podría encontrarse una anciana después de luchar desesperadamente con unos asesinos. Hablaba solo mientras andaba con una rapidez convulsiva, pues su honor sangrante le empujaba como una paja llevada por la furia del viento. Por fin se encontró en el bulevar del Temple, a las cinco, sin saber cómo había llegado hasta allí; pero, cosa inaudita, no sentía el menor apetito.

Ahora, para comprender la revolución que el regreso de Pons a esta hora iba a producir en su casa, es necesario dar las explicaciones prometidas acerca de la señora Cibot.

 

 

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