VIII

Donde el infortunado primo se ve muy mal recibido

 

A la vez ama de llaves y doncella, Madeleine había estado al servicio del señor y de la señora Camusot desde su boda. Había visto a sus amos en la penuria de sus comienzos, en provincias, cuando el señor era juez en el tribunal de Alençon; ella les había ayudado a vivir cuando, presidente del tribunal de Mantes, el señor Camusot, en 1828, vino a París, donde fue nombrado juez de instrucción. Por lo tanto, estaba demasiado ligada a la familia para no tener motivos de venganza. Su deseo de hacer a la orgullosa y ambiciosa presidenta la mala pasada de convertirse en la prima del señor, debía ocultar uno de esos odios sordos engendrados por una de las arenillas que forman los aludes.

—¡Señora! ¡Ahí viene el señor Pons, y todavía con spencer! —fue a decir Madeleine a la presidenta—. ¡Me gustaría que me dijera cómo se las arregla para conservarlo desde hace veinticinco años!

Al oír pasos de hombre en el saloncillo que separaba el salón grande de su alcoba, la señora Camusot miró a su hija y se encogió de hombros.

—Tú siempre me avisas tan inoportunamente, que nunca tengo tiempo de tomar una decisión, Madeleine —dijo la presidenta.

—Señora, Jean ha salido, yo estaba sola, el señor Pons ha llamado, le he abierto la puerta, y como casi es de la casa yo no podía impedir que me siguiera; está ahí al lado, quitándose el spencer.

—¡Mi pobre michina —dijo la presidenta a su hija—, ya no podemos salir! Ahora tendremos que quedarnos a comer aquí… Bueno —añadió, al ver la cara de pena que ponía su querida michina—, ¿qué quieres que haga? ¿Que nos lo quitemos de encima definitivamente?

—¡Oh, pobre hombre! —respondió la señorita Camusot—. ¡Privarle de una comida!

En el saloncillo resonaba una falsa tos de hombre, que quería decir: «Os estoy oyendo».

—Bueno, pues que entre —dijo la señora Camusot a Madeleine, volviendo a encogerse de hombros.

—Ha venido usted tan temprano —dijo Cécile Camusot con zalamería— que nos ha sorprendido en el momento en que mi madre iba a vestirse.

El primo Pons, a quien no había escapado el movimiento de hombros de la presidenta, se sintió tan cruelmente humillado, que no supo qué cumplido decir, y se limitó a esta profunda frase:

—Mi querida prima siempre está encantadora.

Luego, volviéndose hacia la madre y saludándola, añadió:

—Querida prima, no creo que me guarde rencor por haber venido un poco antes que de costumbre; le traigo lo que me había hecho usted el honor de pedirme…

Y el pobre Pons, que sacaba de quicio al presidente, a la presidenta y a Cécile cada vez que les llamaba primo o prima, sacó del bolsillo lateral de su traje una preciosa cajita oblonga de madera de Santa Lucía, divinamente esculpida.

—¡Ah! Lo había olvidado —dijo secamente la presidenta.

Esta exclamación ¿no era algo atroz? ¿No negaba todo mérito a la solicitud de su pariente, cuya única culpa era la de ser un pariente pobre?

—Pero, en fin —añadió—, ha sido usted muy amable. ¿Le debo mucho dinero por esta cosilla?

Esta pregunta hizo que su primo se estremeciera interiormente, ya que tenía la pretensión de saldar todas sus comidas mediante el regalo de aquella joya.

—Me ha parecido que me permitiría usted hacerle este obsequio —dijo con voz emocionada.

—¡Oh, no, no, no puedo consentirlo! —replicó la presidenta—; entre nosotros no tenemos por qué hacer cumplidos, ya nos conocemos lo suficiente para hablar con toda franqueza. Sé que no es usted lo bastante rico como para permitirse estos lujos. ¿Le parece poco tomarse la molestia de perder su tiempo visitando anticuarios?

—Querida prima, usted no aceptaría este abanico si tuviera que pagar su verdadero valor —replicó el pobre hombre, ofendido—; es una obra maestra de Watteau, pintado por los dos lados; pero, tranquilícese, no he pagado ni la centésima parte de su precio artístico.

Decir a un rico «¡Eres pobre!» equivale a decir al arzobispo de Granada que sus homilías no tienen ningún interés. La señora presidenta estaba demasiado orgullosa de la posición de su marido, de la posesión de Marville y de las invitaciones a los bailes de la corte, para no sentirse herida en lo más vivo por una observación semejante, sobre todo procediendo de un miserable músico de quien ella se consideraba la bienhechora.

—Entonces, es que la gente a quien compra usted estas cosas son bien necios —dijo vivamente la presidenta.

—En París no hay anticuarios necios —replicó Pons casi secamente.

—Debe ser usted que es más listo —dijo Cécile, para calmar la discusión.

—Querida prima, soy lo suficientemente listo para reconocer un Lancret, un Pater, un Watteau, un Greuze; pero sobre todo tenía el deseo de complacer a su querida mamá.

Ignorante y vanidosa, la señora de Marville se negaba a aceptar la idea de que recibía algo valioso de su gorrón, y su ignorancia le sirvió admirablemente, ya que no conocía el nombre de Watteau. Si hay un rasgo que pueda describir hasta dónde llega el amor propio de los coleccionistas, que, desde luego, es uno os más fuertes, puesto que rivaliza con el amor propio de los escritores, es la audacia con que Pons acababa de enfrentarse con su prima, por primera vez desde hacía veinte años. Estupefacto por su atrevimiento, Pons volvió a adoptar una actitud pacífica, al explicar a Cécile las bellezas del fino trabajo de las varillas de aquel maravilloso abanico. Pero, para estar en el secreto de la trepidación cordial que sufría el pobre hombre, es necesario hacer un leve esbozo de la personalidad de la presidenta.

A los cuarenta y seis años, la señora de Marville, que en otro tiempo era de corta estatura, rubia, entrada en carnes y lozana de aspecto, seguía siendo de corta estatura, pero se había vuelto delgada. Su ceño fruncido, su boca hundida, que antaño la juventud adornaba de delicados colores, habían cambiado su aspecto, naturalmente desdeñoso, en un aire malhumorado. La costumbre de ser dueña y señora absoluta de la casa había vuelto su fisonomía dura y desagradable. Con el tiempo el rubio de sus cabellos se había convertido en castaño chillón. Los ojos, todavía vivaces y cáusticos, expresaban una altivez judicial cargada de una perpetua envidia. En efecto, la presidenta se encontraba casi pobre en medio de la sociedad de burgueses advenedizos en la que comía Pons. No perdonaba al rico droguero, antiguo presidente del tribunal de comercio, haber llegado a ser sucesivamente diputado, ministro, conde y par. No perdonaba a su suegro el que se hubiera hecho nombrar, en detrimento de su hijo mayor, diputado por su distrito, cuando Popinot fue elevado a la dignidad de par. Después de dieciocho años de servicios en París, aún seguía esperando para Camusot el puesto de consejero en el Tribunal Supremo, que por otra parte le estaba vedado debido a su ineptitud, perfectamente conocida en el Palacio de Justicia. El ministro de Justicia de 1844, lamentaba el nombramiento de Camusot para la presidencia, obtenido en 1834; pero le habían destinado a la cámara de acusaciones en la que, gracias a su rutina de antiguo juez de instrucción, cumplía con su cometido dictando sentencias.

 

 

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