XII

Especímenes de porteros (macho y hembra)

 

La calle de Normandía es una de esas calles en medio de las cuales uno se creería en provincias: crece la hierba, un viandante es un acontecimiento, y todo el mundo se conoce. Las casas datan de la época en la que, bajo el reinado de Enrique IV, se empezó a construir un barrio en el que cada calle llevase el nombre de una provincia, y en cuyo centro debía hallarse una bella plaza dedicada a Francia. La idea del barrio de Europa fue la repetición de este plan. La gente se repite en todo y en todas partes, incluso en las iniciativas. La casa que habitaban los dos músicos era un antiguo palacio situado entre un patio y un jardín; pero la fachada, que daba a la calle, había sino construida en el siglo pasado, en la época en la que el Marais estuvo muy en boga. Los dos amigos ocupaban todo el segundo piso del antiguo palacio. Esta doble casa pertenecía al señor Pillerault, un octogenario que tenía por administradores al señor y a la señora Cibot, que hacía veintiséis años que eran sus porteros. Ahora bien, como un portero del Marais no tiene una retribución lo suficientemente elevada como para poder vivir sólo de su portería, el tal Cibot añadía a sus cinco céntimos por libra y al tronco que le correspondía por cada carga de leña los recursos de su industria personal: era sastre, como muchos porteros. Con el tiempo, Cibot había dejado de trabajar para los dueños de sastrerías; pues, como consecuencia de la confianza que depositaba en él la pequeña burguesía del barrio, gozaba del incontestable privilegio de hacer los arreglos y composturas, los zurcidos y las renovaciones de todos los trajes en un perímetro de tres calles. La portería era grande y sana, y tenía aneja una habitación. De modo que el matrimonio Cibot pasaba por uno de los más felices entre los señores porteros del distrito.

Cibot, un hombrecillo achaparrado, cuya piel había adquirido un tinte casi oliváceo, a fuerza de permanecer sentado, al estilo moro, sobre una madera elevada a la altura de la ventana enrejada que daba a la calle, ganaba con su oficio unos dos francos por día. Todavía trabajaba, a pesar de tener cincuenta y ocho años; pero cincuenta y ocho años es la flor de la edad en los porteros; es entonces cuando se han acostumbrado ya a su portería, que es para ellos como la concha para las ostras, y ¡les conoce todo el barrio!

La señora Cibot, que había sido una bella ostrera, había abandonado su empleo en el Cadran Bleu por el amor de Cibot, a la edad de veintiocho años, después de todas las aventuras que una bella ostrera encuentra sin buscarlas. La belleza de las mujeres del pueblo dura poco, sobre todo cuando tienen que pasarse muchas horas en la puerta de un restaurante. Las cálidas emanaciones de la cocina cambian los rasgos de su cara, que se endurecen; los fondos de botellas que beben en compañía de los mozos transforman el color de su piel, y ninguna mujer pierde tan pronto su lozanía como una bella ostrera. Afortunadamente para la señora Cibot, el matrimonio legítimo y la vida de portería llegaron a tiempo de conservarla; y siguió siendo un verdadero modelo de Rubens, poseyendo todavía una belleza viril que sus rivales de la calle de Normandía calumniaban calificándola de jamona. Los tonos de su carne podían compararse a las apetitosas montañas de pellas de manteca de Isigny; y, a pesar de estar bastante entrada en carnes, desplegaba una incomparable actividad en sus funciones. La señora Cibot estaba llegando a la edad en la que esta clase de mujeres se ven obligadas a afeitarse. ¿No es esto lo mismo que decir que tenía cuarenta y ocho años? Una portera con bigote es una de las mayores garantías de orden y seguridad para un propietario. Si Delacroix hubiese podido ver a la señora Cibot, orgullosamente apoyada sobre su escoba, sin duda la hubiese convertido en una Belona…

Debía llegar el día en que la posición del matrimonio Cibot, ¡cosa singular!, influiría en la de los dos amigos (como diría un fiscal); por lo tanto, el historiador, para ser fiel a la verdad, se ve obligado a entrar en ciertos detalles acerca de la portería. La casa rentaba unos ocho mil francos, ya que poseía tres pisos completos, de doble fondo, que daban a la calle, y tres correspondientes al antiguo palacio que había entre el patio y el jardín. Además, un chatarrero llamado Rémonencq ocupaba una tienda que daba también a la calle. Este Rémonencq, que desde hacía pocos meses se había convertido en anticuario, conocía tan bien el valor de la colección de Pons, que le saludaba desde el fondo de su tienda cuando el músico entraba o salía. De modo que los cinco céntimos por libra proporcionaban al matrimonio Cibot unos cuatrocientos francos, disfrutando además de las ventajas de tener vivienda y leña gratuitas. Ahora bien, como Cibot ganaba con su trabajo un promedio de setecientos u ochocientos francos por año, marido y mujer contaban, incluyendo las propinas, con unos ingresos de mil setecientos francos, que los Cibot gastaban hasta el último céntimo, ya que vivían mejor de lo que suele vivir la gente del pueblo. «¡Sólo se vive una vez!», decía ella. Como puede verse, nacida durante la Revolución, la señora Cibot ignoraba el catecismo.

Gracias a su antiguo trabajo en el Cadran Bleu, esta portera de ojos sanguíneos y altivos poseía ciertos conocimientos culinarios que hacían que su marido fuese objeto de envidia por parte de todos sus conocidos. Y así, ya en edad avanzada, en el umbral de la vejez, los Cibot se encontraban apenas con cien francos de ahorros. Bien vestidos y bien alimentados, disfrutaban también en el barrio de una consideración debida a veintiséis años de la más estricta probidad. No tenían nada, pero no se habían quedado ni con ni nun céntimo de los demás, según su propia expresión, pues la señora Cibot prodigaba las «enes» al hablar. Decía, por ejemplo, a su marido: «¡Eres nun encanto!». ¿Por qué? Preguntarlo sería como inquirir la razón de su indiferencia en materias religiosas. Pero aunque orgullosos ambos de esta vida sin secretos, de la estima de seis o siete calles y de la autocracia que su propietario les dejaba sobre la casa, en privado se lamentaban de no tener, también ellos, sus rentas. Cibot se quejaba de dolores en las manos y en las piernas, y la señora Cibot deploraba que su pobre Cibot, a su edad, todavía se viese obligado a trabajar. Día llegará en que, después de treinta años de llevar una vida semejante, un portero acusará al gobierno de injusticia, y querrá que le concedan la Legión de Honor… Cada vez que se enteraban por los comadreos del barrio que tal criada, después de ocho o diez años de servir, figuraba en un testamento con tres o cuatrocientos francos de renta vitalicia, corrían de portería en portería las frases de queja que pueden dar idea de la envidia de que están devoradas las profesiones ínfimas en París.

—¡Vaya! ¡De nosotros sí que nadie se acordará a la hora de hacer testamento! ¡Qué mala suerte tenemos! Y al fin y al cabo somos más útiles que los criados. Somos personas de confianza, cobramos los alquileres, vigilamos la casa; pero, ya ves, nos tratan igualito que a los perros…

—¡Hay quien nace de pie! —murmuraba Cibot mientras iba a devolver un traje.

—Si yo hubiese dejado a Cibot en la portería y me hubiese puesto de cocinera, a estas horas habríamos ahorrado treinta mil francos —decía la señora Cibot al hablar con su vecina, poniéndose en jarras—. Yo no he sabido entenderme en la vida, total para tener una buena portería, estar caliente y que no falte nada.

 

 

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