LIII

Condiciones del trato

 

La presidenta que se acababa de cruzar de brazos como una persona obligada a escuchar un sermón, los descruzó, miró a Fraisier y le dijo:

—Caballero, posee usted la virtud de la claridad para todo lo que le concierne, pero por lo que respecta a mí, es usted de una oscuridad…

—Bastarán dos palabras para aclararlo todo —dijo Fraisier—. El señor presidente es el único heredero en tercer grado del señor Pons. El señor Pons está muy enfermo, va a testar, si es que no lo ha hecho ya, en favor de un alemán amigo suyo llamado Schmucke, y el importe de esta herencia será de más de setecientos mil francos. Dentro de tres días espero contar con referencias exactas acerca de la cifra…

—Siendo así —se dijo la presidenta, abrumada por la posibilidad de esta suma—, he cometido un gran error peleándome con él y colmándole de…

—No, señora mía, porque de no ser por esta ruptura, estaría más alegre que unas pascuas y nos enterraría a todos, a usted, al señor presidente y a mí… Los designios de la Providencia son inescrutables —añadió para enmascarar todo lo odioso de aquella idea—. ¡Qué vamos a hacerle! En nuestra profesión se va a lo positivo de las cosas. Ahora puede usted comprender por qué en el alto puesto que ocupa el señor presidente Marville, no haría nada, no podría hacer nada en la situación actual. Está peleado a muerte con su primo, ustedes no ven nunca a Pons, le han expulsado de la sociedad; sin duda tienen razones de peso para obrar así; pero ahora este infeliz está enfermo y lega sus bienes a su único amigo. Un presidente del tribunal real de París nada puede contra un testamento en debida forma hecho en semejantes circunstancias. Pero, entre nosotros, es muy desagradable cuando se tiene derecho a una herencia de setecientos u ochocientos mil francos… ¡quién sabe!, quizá un millón, y se es el único heredero designado por la ley, quedarse sin nada… Sólo que, para conseguirlo, es forzoso recurrir a intrigas muy bajas; estos casos son tan difíciles, tan delicados, hay que enfrentarse con gente tan inferior, con criados, con subordinados, y hay que seguir los acontecimientos tan de cerca, que ningún procurador, ningún notario de París puede encargarse de un asunto como éste. Esto pide un abogado sin pleitos, como yo, de competencia probada, real, de fidelidad segura, y cuya situación, precaria, le ponga al mismo nivel que el de toda esta gente. En mi distrito me ocupo de los pleitos de los pequeños burgueses, de los obreros, de la gente del pueblo… Sí, ésta es la situación en que me ha puesto la enemistad de un fiscal hoy sustituto en París, que no me perdonó mi superioridad. Señora, yo sé cómo es usted, sé cuál es la firmeza de su protección, y en este servicio que puedo prestarle he creído ver el fin de mis desdichas y el triunfo de mi amigo el doctor Poulain…

La presidenta se quedó pensativa. Fue un momento de indecible angustia para Fraisier. Vinet, uno de los oradores del centro, procurador general desde hacía dieciséis años, diez veces designado para vestir la toga de canciller, padre del fiscal de Mantes nombrado sustituto en París desde hacía un año, era un enemigo para la rencorosa presidenta… El altivo procurador general no ocultaba su desprecio por el presidente Camusot. Fraisier ignoraba y debía ignorar esta circunstancia.

—¿No tiene nada más sobre la conciencia que el hecho de haber defendido a las dos partes de un pleito? —preguntó mirando fijamente a Fraisier.

—La señora presidenta puede pedir informes al señor Leboeuf; el señor Leboeuf estaba a mi favor.

—¿Está seguro de que el señor Leboeuf dará buenos informes de usted al señor de Marville y al señor conde Popinot?

—Yo respondo de ello, sobre todo dado que el señor Olivier Vinet ya no está en Mantes; porque, entre nosotros, este magistradillo seco daba miedo al buen señor Leboeuf. Además, señora presidenta, si me lo permite, iré a Mantes, a ver al señor Leboeuf. Esto no retrasará nada, ya que no sabré nada seguro sobre la cifra de la herencia hasta dentro de dos o tres días. Quiero y debo ocultar a la señora presidenta todos los resortes de este asunto; pero la recompensa que espero premiará mi absoluta fidelidad, ¿acaso no es la mejor garantía del éxito?

—De acuerdo, disponga en favor suyo al señor Leboeuf, y si la herencia tiene la importancia que usted afirma, de lo cual yo dudo, le prometo las dos plazas, desde luego, sólo en caso de éxito.

—Yo respondo de ello. Sólo que espero que tenga la bondad de hacer venir aquí a su notario y a su procurador cuando les necesite, de darme una procuración para obrar en nombre del señor presidente y de decir a estos señores que sigan mis instrucciones y que no tomen ninguna iniciativa por su cuenta.

—Ya que tiene la responsabilidad —dijo solemnemente la presidenta—, debe tener también la omnipotencia. Pero ¿está muy enfermo el señor Pons? —preguntó sonriendo.

—A decir verdad, saldría de ésta, sobre todo asistiéndole un hombre tan competente como el doctor Poulain, porque mi amigo no es más que un inocente espía dirigido por mí en favor de los intereses de usted, y es capaz de salvarle; pero el enfermo tiene a su lado a una portera que por ganarse treinta mil francos le empujaría a la fosa. No es que vaya a matarle, no le dará arsénico, no es tan compasiva, hará algo mucho peor, le asesinará moralmente, le hará sufrir mil inquietudes cada día. El pobre viejo, en una atmósfera de silencio, de tranquilidad, bien cuidado, mimado por amigos, en el campo, se restablecería; pero acorralado por una señora Evrard que en su juventud fue una de las treinta ostreras más bellas que ha celebrado París, ávida, charlatana y brutal, atormentado por ella para hacer un testamento en el que salga muy aventajada, el enfermo terminará fatalmente con un endurecimiento de hígado, quizá en este mismo momento se le están formando cálculos, y para extraerlos habrá que recurrir a una operación que no podrá resistir… El doctor, que tiene tan buen corazón… está en una situación dificilísima. Tendría que hacer despedir a esta mujer…

—¡Si es una arpía, un monstruo! —exclamó la presidenta aflautando la voz.

Esta semejanza entre la terrible presidenta y él mismo hizo sonreír interiormente a Fraisier, que sabía a qué atenerse acerca de estas suaves modulaciones ficticias de una voz agria por naturaleza. Se acordó de aquel presidente, protagonista de uno de los cuentos de Luis XI, que este monarca firmó con la última palabra. Este magistrado, casado con una mujer cortada por el patrón de la de Sócrates, y careciendo de la filosofía de este hombre ilustre, hizo mezclar sal con la avena de sus caballos ordenando que se les privara de agua. Cuando su mujer salió a pasear por la orilla del Sena, los caballos se precipitaron hacia el agua para beber y el magistrado dio gracias a la Providencia que de un modo tan natural le había librado de su mujer. En aquellos momentos, la señora de Marville daba gracias a Dios por haber puesto junto a Pons a una mujer que les librase honradamente de él.

—Yo no aceptaría un millón —dijo— a cambio de un acto reprochable… El amigo de usted debe decir la verdad al señor Pons y hacer que despidan a esta portera.

—Señora, en primer lugar los señores Schmucke y Pons están convencidos de que esa mujer es un ángel y despedirían a mi amigo. Y además esa bárbara ostrera es la bienhechora del doctor, fue ella quien le introdujo en casa del señor Pillerault. Él recomienda a esta mujer que trate al enfermo con la máxima delicadeza, pero sus recomendaciones sugieren a la portera los medios de agravar la enfermedad.

—Y ¿qué opina su amigo acerca del estado de mi primo? —preguntó la presidenta.

Fraisier hizo estremecer a la señora de Marville con la precisión de su respuesta y por la lucidez con la que leyó en su corazón, tan ávido como el de la Cibot.

—Dentro de seis semanas se abrirá el testamento. La presidenta bajó los ojos.

—¡Pobre hombre! —dijo intentando en vano adoptar una expresión afligida.

—¿Tiene la señora presidenta algo que decir al señor Leboeuf? Voy a Mantes por ferrocarril.

—Sí, espere un momento, le escribiré una nota invitándole a cenar con nosotros mañana; necesito verle para ponernos de acuerdo a fin de reparar la injusticia de que usted ha sido víctima.

Una vez hubo salido la presidenta, Fraisier, que ya se veía juez de paz, no era el mismo hombre que había entrado en aquella estancia: parecía más corpulento, respiraba a pleno pulmón el aire de la felicidad y los vientos favorables del éxito. Sacaba del ignorado depósito de la voluntad nuevas y fuertes dosis de esta divina esencia, y se sentía capaz, igual que Rémonencq, de un crimen, con tal que no existiesen pruebas, para triunfar. Había abordado audazmente a la presidenta, convirtiendo las conjeturas en realidades, lanzando afirmaciones un poco a ciegas, con el único objeto de que ella le encargase el rescate de esta herencia y le otorgara su protección. Representante de dos inmensas miserias y de deseos no menos inmensos, ahora rechazaba despectivamente su horrible casa de la calle de la Perle. Entreveía mil escudos de honorarios por lo que respectaba a la Cibot, y cinco mil francos en casa del presidente. Aquello significaba tener un piso decoroso. Y finalmente saldaba su deuda con el doctor Poulain. En algunas de estas naturalezas venenosas, agrias y predispuestas a la maldad por el sufrimiento o por las enfermedades, se dan los sentimientos contrarios en un grado igual de violencia: Richelieu era tan buen amigo como enemigo cruel. En agradecimiento a la ayuda que le había prestado Poulain, Fraisier se habría dejado hacer pedazos por él. La presidenta, al volver con una carta en la mano, contempló sin ser vista por él a aquel hombre que soñaba con una vida feliz y desahogada, y le encontró menos feo que la primera vez que había posado su mirada en él; además, iba a servirle, y no se mira con los mismos ojos un instrumento que nos pertenece que el que es del vecino.

—Señor Fraisier —dijo—, usted me ha demostrado que es hombre de talento y le creo capaz de ser franco.

Fraisier hizo un gesto elocuente.

—Pues bien —siguió diciendo la presidenta—, le ruego que conteste con sinceridad a esta pregunta: ¿Es que el señor de Marville o yo vamos a vernos comprometidos como consecuencia de sus gestiones?

—Señora, yo no hubiese venido a verla si un día hubiera podido reprocharme el haber empañado su reputación, aunque la mancha sólo fuese como la cabeza de un alfiler, ya que entonces parecería grande como la luna. Olvida usted que para llegar a ser juez de paz en París, tengo que dejarla satisfecha. En mi vida ya he recibido una lección y ha sido demasiado dura para que ahora me arriesgue a recibir otro correazo semejante. En fin, una última cosa. Todas mis gestiones, cuando se trate de usted, serán sometidas de antemano a su aprobación…

—Perfectamente. Aquí tiene la carta para el señor Leboeuf. Ahora espero más detalles sobre el valor de la herencia.

—Esto es la clave de todo —dijo maliciosamente Fraisier saludando a la presidenta con toda la gracia que le permitía su fisonomía.

—¡Qué golpe de suerte! —se dijo la señora Camusot de Marville—. ¡Ah! ¡Voy a ser rica! Camusot será diputado porque dejaremos a este Fraisier en el distrito de Bolbec y nos obtendrá la mayoría. ¡Qué instrumento!

—¡Qué golpe de suerte! —se decía Fraisier bajando por la escalera—. ¡Y menuda comadre la señora Camusot! Yo necesitaría una mujer con estas dotes. Y ahora ¡manos a la obra!

Y partió para Mantes, donde necesitaba obtener el apoyo de un hombre al que apenas conocía; pero contaba con la señora Vatinelle, a quien desgraciadamente debía todos sus infortunios, y las penas de amor son a menudo como la letra de cambio protestada de un buen deudor, que lleva intereses.

 

 

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