LIV

Aviso a los solterones

 

Tres días más tarde, mientras Schmucke dormía, ya que la señora Cibot y el anciano músico se dividían ya la tarea de atender y velar al enfermo, la portera había tenido lo que ella llamaba una agarrada con el pobre Pons. No será ocioso recordar aquí una de las tristes características de la hepatitis. Los enfermos que sufren del hígado están predispuestos a la impaciencia, a la cólera, y estas cóleras les alivian momentáneamente; igual que en el acceso de fiebre, se siente surgir dentro de sí fuerzas excesivas. Una vez pasado el acceso, llega el abatimiento, el collapsus, como dicen los médicos, y el desgaste que ha tenido el organismo se aprecia entonces en toda su gravedad. Y así, en las enfermedades del hígado, y sobre todo en aquellas cuya causa reside en grandes disgustos, el paciente, después de una gran excitación, cae en un estado de abatimiento que puede ser muy peligroso, teniendo en cuenta que está sometido a una dieta severa. Es una especie de fiebre que agita el mecanismo de los humores del hombre, ya que esta fiebre no está localizada ni en la sangre ni en el cerebro. Esta desazón general origina una melancolía en la que el enfermo siente odio por sí mismo. En esta situación, cualquier cosa puede producir un peligroso estado de irritación. La Cibot, a pesar de las recomendaciones del doctor, no creía, como mujer del pueblo sin experiencia ni instrucción, en estos desarreglos del sistema nervioso por el sistema humoral. Las explicaciones del señor Poulain para ella eran ideas de médico. Como toda la gente sencilla, lo que quería a toda costa era alimentar a Pons, y para impedirle que le diera a escondidas jamón, una buena tortilla o chocolate de vainilla, hubiera sido preciso que el doctor Poulain le dijese una frase tan tajante como:

—Dé al señor Pons un solo cachito de cualquier cosa y le matará como si le disparara con una pistola.

La testarudez de las clases populares por lo que respecta a esta cuestión es tan grande, que la repugnancia de los enfermos por ir al hospital se debe a que el pueblo cree que allí matan a la gente porque no dan de comer. La mortalidad causada por los víveres que las mujeres pasan ocultamente a sus maridos era tan grande, que los médicos tomaron la decisión de ordenar un registro de extremada severidad los días en que las familias iban a visitar a los enfermos. La Cibot, para provocar una disputa momentáneamente necesaria a la realización de sus beneficios inmediatos, contó su visita al director del teatro, sin olvidar su agarrada con la señorita Héloïse, la bailarina.

—Pero ¿qué ha ido a hacer allí? —le preguntó por tercera vez el enfermo, que no podía frenar a la Cibot, una vez iniciado el torrente de palabras.

—Y entonces, cuando yo le he dicho lo que se merecía, la señorita Héloïse, al ver quién era, ha bajado velas y nos hemos hecho la mar de amigas… ¿Decía usté que qué he ido a hacer al teatro? —elijo repitiendo la pregunta de Pons.

Hay charlatanes, y éstos son los charlatanes de genio, que recogen de este modo las interpelaciones, las objeciones y las observaciones, y se las reservan para alimentar su verborrea; como si el manantial de su palabrería pudiera llegar a secarse.

—Pues he ido para sacar del apuro al pobre señor Gaudissart; necesita una paratitura para un ballet, y como usté no está en condiciones de garabatear en el papel y resolver el problema… He oído decir que iban a llamar a un tal señor Garangeot para poner música a los Mohicanos…

—¡Garangeot! —exclamó Pons furioso—, ¡Garangeot, un hombre sin ningún talento a quien yo no quise por primer violín! Tiene mucho ingenio y escribe muy bien crónicas de música en los periódicos, pero me gustaría verle componiendo una partitura… ¿Y por qué diablos ha tenido que ir al teatro?

—¿Será ostinado este demonio de hombre? Vamos a ver, no nos subamos por las paredes como las moscas… ¿Se ve con ánimos de escribir música en el estado en que se encuentra? Pero ¿se ha mirado al espejo? ¿Quiere un espejo? Pero si no tiene más que la piel y los huesos… está débil como un gorrión… y se ve capaz de trabajar… pero si ni mis facturas podría hacer… Esto me recuerda que tengo que subir a ver a la del tercero, que nos debe diecisiete francos… y diecisiete francos no son de despreciar; después de pagar la cuenta del boticario, no nos quedan ni veinte francos… Había que decirle a este señor, que tiene el aire de ser muy buena persona, el señor Gaudissart quiero decir… Me gusta este nombre… es todo un Roger Bontemps que me convendría… ¡Éste sí que nunca tendrá piedras en el hígado…! Pues había que decirle en qué estado se encontraba usté… Vaya, como usté está enfermo, temporalmente le ha buscado un sustituto…

—¡Un sustituto! —exclamó Pons con voz tunante, mientras se incorporaba en la cama.

En general los enfermos, sobre todo los que están ya al alcance de la guadaña de la Muerte, se aferran a sus puestos con la misma ansia que muestran los principiantes para obtenerlos. Al pobre moribundo su sustitución le pareció ya un anticipo de la muerte.

—El doctor me ha dicho —siguió— que voy mejorando mucho, y que dentro de poco reemprenderé la vida normal. ¡Usted me ha arruinado, me ha asesinado!

—¡Bah, bah! —protestó la Cibot—. ¡Ya estamos disparatando! ¡Vaya, de modo que soy su verdugo, ¿no?, y éstos son los piropos que me dedica con el señor Schmucke apenas vuelvo la espalda! ¡Ya oigo lo que dice de mí, ya! ¡Es usté un mostruo de ingratitud!

—¿Pero cómo no se da cuenta de que si yo dejo pasar así, aunque sólo sean quince días de convalecencia, cuando vuelva me dirán que estoy viejo, que estoy chocho, que soy de otra época, que soy Imperio, rococó? —exclamó el enfermo, que quería vivir—. Garangeot se habrá hecho amigos en el teatro, conocerá a todo el mundo, desde el de la taquilla hasta los de las luces. Habrá bajado el tono para una actriz que no tendrá voz, habrá lamido las botas al señor Gaudissart; gracias a sus amigos, habrá publicado los elogios de todo el mundo en los periódicos; y, créame, señora Cibot, que en un antro como aquél, se sabe encontrar piojos hasta en la cabeza de un calvo… ¿Pero por qué diablos ha tenido que ir al teatro?

—¡Pero, hombre de Dios, el señor Schmucke ha discutido el asunto conmigo durante ocho días! ¿Qué quiere usté? ¡Cómo se ve que sólo piensa en sí mismo! ¡Es usté un egoísta capaz de dejar morir a los que le cuidan! ¡Pero si el pobre del señor Schmucke hace un mes que se está quedando en los huesos, que anda como un fantasma, que ya no puede ir a ninguna parte, ni dar clases, ni trabajar en el treatro…! ¿O es que usté no ve nada? Él le vela por la noche, y yo le reemplazo durante el día. A estas alturas, si yo pasase las noches en blanco, como hacía al principio, cuando creía que lo de usté no sería nada, tendría que dormir durante el día… Y entonces, ¿quién iba a hacer la casa y la comida y todo? ¿Eh? Pues va se sabe, la enfermedá es la enfermedá… ea…

—No es posible que a Schmucke se le haya ocurrido esto…

—¡Anda! ¿Pues qué quiere usté? ¿Que esto haya salido de mi caletre? ¿Se cree que somos de hierro? Si el señor Schmucke hubiese seguido dando siete u ocho clases, y trabajando en el treatro todos los días de seis y media a once y media, dirigiendo la orquesta, en diez días lo enterrábamos… ¿Quiere usté que se nos muera este hombre que es bueno como el pan, que sería capaz de dar la vida por usté? Por la memoria de mi madre, que en mi vida he visto un enfermo como usté… ¿Qué ha hecho del sentido común, lo ha empeñado en el monte de piedá? Aquí todos nos matamos por usté, se hace todo con la mejor intención, y el señor no está contento… ¿Qué quiere? ¿Volvernos locos de atar? Yo, para empezar, ya estoy derrengada, y a ver qué va a venir luego…

La Cibot podía hablar sin obstáculos, ya que la cólera impedía a Pons pronunciar ni una palabra; se retorcía en la cama, articulaba interjecciones penosamente, se moría. Como siempre, al llegar a esta fase, la disputa se resolvía bruscamente en mieles de afecto. La portera se precipitó; sobre el enfermo, le cogió por la cabeza, le obligó a tenderse y le arropó con el cobertor.

—¡A quién se le ocurre ponerse de este modo! Pero hombre de Dios, acuérdese de que está enfermo; es lo que dice el bueno del señor Poulain. Vamos, cálmese; sea bueno, hombre. Si es usté el encanto de todos los que le conocen, hasta el doctor viene a verle dos veces al día. ¿Qué va a decir si le encuentra en este estado de excitación? ¡Oh, me saca usté de quicio! Esto no está bien… Cuando se tiene a la señora Cibot por enfermera, hay que tenerle consideraciones… ¡Y usté venga a gritar y venga hablar! ¡Si se lo han prohibido, ya lo sabe! El hablar le excita… ¿Y por qué se pone fuera de tino? Al fin y al cabo, toda la culpa es suya… Es usté quien me busca las cosquillas… Vamos, sea razonable… Si el señor Schmucke, que le lleva en las entretelas del corazón, de acuerdo conmigo, hemos creído hacerle un favor… pues bien hecho está, querubín mío…

—Schmucke no ha podido decirle que fuera al teatro sin consultarme…

—¿Ahora qué quiere? ¿Que despierte a este ángel de Dios, que duerme como un bendito, y que me lo traiga de testigo?

—¡No, no, eso no! —exclamó Pons—. Si mi buen Schmucke ha tomado esta decisión es que tal vez yo estoy peor de lo que creía —dijo Pons, dirigiendo una mirada llena de infinita tristeza sobre los objetos de arte que decoraban su habitación—. Habrá que decir adiós a mis queridos cuadros, a todas estas cosas que yo había convertido en amigos… Y también a mi sublime Schmucke… ¡Oh! ¿Será posible?

La Cibot, esta atroz comedianta, se secó los ojos con el pañuelo. Esta muda respuesta sumergió al enfermo en sombrías meditaciones. Abatido por los dos golpes que había recibido en lugares tan sensibles, la vida social y la salud, la pérdida de su empleo y la perspectiva de la muerte, quedó tan deprimido que no tuvo fuerzas para encolerizarse. Y cayó en un estado de postración, como un tísico después de su agonía.

—Ya ve usté, por el bien del señor Schmucke —dijo la Cibot viendo a su víctima totalmente vencida— debería hacer llamar al notario del barrio, el señor Trognon, que es muy buen hombre…

—Siempre me está hablando de este Trognon… —dijo el enfermo.

—¡Ah! A mí me da igual que sea él u otro… ¡Para lo que me va a dejar…!

Y cabeceó dubitativamente, en señal de desprecio de las riquezas. Se restableció el silencio.

 

 

LV

La Cibot se hace la víctima

 

En este momento, Schmucke, que dormía desde hacía más de seis horas, despertado por el hambre, se levantó, acudió a la habitación de Pons y le contempló durante unos instantes sin decir nada, ya que la señora Cibot se había puesto un dedo sobre los labios haciendo:

—¡Chist!

Luego la portera se levantó, se acercó al alemán para hablarle al oído y le dijo:

—¡Gracias a Dios! Por fin se duerme, es rebelde como un mulo… ¡Qué le vamos a hacer, se defiende contra la enfermedá…!

—No, no, al contrario, tengo mucha paciencia —respondió la víctima con un tono quejumbroso que acusaba un terrible abatimiento—; pero, querido Schmucke, es que ha ido al teatro para hacer que me despidieran.

Hizo una pausa, sin fuerzas para terminar. La Cibot aprovechó este intervalo para hacer un signo a Schmucke, indicándole que la cabeza ya no le funcionaba bien, y dijo:

—No le lleve la contraria, podría morírsenos…

—Y —siguió diciendo Pons mirando fijamente al pobre Schmucke— dice que tú le has dicho que lo hiciera…

—Sí —respondió Schmucke heroicamente—, hapía gue hacerlo. No de treogupes… téjanos salfarte… es una dondería gue de mades drabajando guando dienes un desoro… bonte pueno y tespués ya engondraremos alcuna gosilla para ir dirando y derminaremos nuesdros tías dranguilamente al lato te la puena te la señora Cipod…

—¡Te ha pervertido! —respondió dolorosamente Pons.

El enfermo, al no ver a la señora Cibot, que se había situado detrás de la cama para poder ocultar a Pons las señales que hacía a Schmucke, creyó que se había ido.

—¡Me está asesinando! —añadió.

—¿Ah, sí? ¿De modo que le estoy asesinando? —dijo la portera con mirada colérica, mientras se ponía en jarras—. ¿De modo que ésta es la recompensa de haberle sido más fiel que un perro faldero…? ¡Ay, Dios!

Y se echó a llorar, dejándose caer en un sillón, y esa actitud teatral causó una gran impresión a Pons.

—Pues bien —dijo volviendo a levantarse y dirigiendo a los dos amigos estas miradas de mujer que odia y lanzan a un tiempo disparos de pistola y veneno—, ya estoy cansada de no hacer nada bien y de matarme trabajando. ¡Búsquense una veladora!

Los dos amigos se miraron asustados.

—¡Sí, sí, ya pueden mirarse como dos actores! ¡Lo dicho, dicho está! Voy a pedirle al doctor Poulain que les busque una veladora. Y vamos a pasar cuentas. Tendrán que devolverme el dinero que he gastado con ustedes… Y que no les hubiera reclamado nunca… Yo que he ido a ver al señor Pillerault para pedirle prestados quinientos francos…

—¡Esdá enfermo! —dijo Schmucke precipitándose sobre la señora Cibot y abrazándola por la cintura—, denca hacienda…

—Usté sí que es un ángel, y yo besaría por donde pisa —dijo ella—. Pero el señor Pons no me ha querido nunca, siempre me ha odiado… Y además, a lo mejor se cree que quiero que me deje algo en su testamento…

—¡Chist! ¡Fa usded a madarle! —exclamó Schmucke.

—Adiós —dijo la portera a Pons, fulminándole con la mirada—. Por el mal que le deseo, que se mejore. Cuando sea amable conmigo y cuando crea que lo que yo hago está bien hecho, ya volveré… Mientras, me quedo en mi casa… Usté era como mi hijo, y ¿dónde se ha visto que los hijos se revuelvan contra las madres?… No, no, señor Schmucke, no quiero saber nada… Yo le subiré la cena y les serviré; pero busquen una veladora, pídanle una al señor Poulain…

Al cabo de una hora, la Cibot, en vez de entrar en la habitación de Pons, llamó a Schmucke a través de la puerta de la alcoba, anunciando que la cena estaba servida en el comedor.

El pobre alemán, entonces, intensamente pálido y con el rostro demudado y cubierto de lágrimas, acudió a la llamada.

—¡El bopre Bons telira! —dijo—. Bredende gue es ustet una malfada. Es su envermedat —dijo para conmover a la Cibot, sin acusar a Pons.

—¡Oh, ya estoy harta de su enfermedad! Oiga, ¿verdá que no es ni mi padre, ni mi marido, ni mi hermano, ni mi hijo? Me ha cogido ojeriza, pues bueno, que se las componga solo… A usté ya sabe que yo le seguiría hasta el fin del mundo; pero cuando una pone toda su alma, su corazón, todos sus ahorros, deja de lado al marido, cae enferma… y encima se oye tratar de malvada… vamos, que la cosa ya pasa de castaño oscuro…

—¿Gasdaño?

—¡Sí, castaño oscuro! Pero bueno, ya está bien de palabras, vamos a lo positivo. Me deben ustedes tres meses, que a ciento noventa francos, son quinientos setenta; más el alquiler, que ya he pagado dos veces, que aquí están los recibos, seiscientos francos, amén de los céntimos por cada libra de leña y las cargas; en total esto hace mil doscientos francos, menos un pico, y además están los dos mil francos, desde luego sin intereses. Resumiendo, tres mil ciento noventa y dos francos… Y piensen que van a necesitar al menos dos mil francos para la veladora, el médico, los medicamentos y la comida de la veladora. Por esto le he pedido prestados mil francos al señor Pillerault —dijo enseñando el billete de mil francos que le había dado Gaudissart.

Schmucke escuchaba este balance en medio de una estupefacción muy comprensible, ya que tenía de financiero lo que los gatos de músicos.

—Señora Cipod, Bons no esdá en sus gabales… Berdónele, sica güidándole, siga siento nuesdra brovitencia… Se lo bido de rotillas…

Y el alemán se prosternó ante la Cibot, besando las manos de su verdugo.

—Escuche, querubín mío —dijo la portera, haciendo que se levantara y besándole en la frente—, resulta que Cibot está enfermo, está en la cama y acabo de hacer llamar al doctor Poulain. En estas circunstancias tengo que poner en orden mis cuentas. Además, Cibot, que me ha visto llegar hecha un mar de lágrimas, se ha puesto tan furioso que no quiere que vuelva a poner los pies aquí. Es él quien exige su dinero, es suyo, claro está. Nosotras, las mujeres, no podemos hacer nada en un caso así. Pero si se le devolviera su dinero, los tres mil doscientos francos, tal vez se calmaría. Es toda la fortuna que tiene el pobre, los ahorros de veintiséis años de casado, el fruto de sus sudores. Quiere tener su dinero mañana mismo, no es posible aplazarlo más… Usté no conoce a Cibot, cuando se enfada sería capaz de matar a un hombre. Entonces tal vez podría convencerle para que me dejara seguir cuidándoles. No se preocupe, dejaré que me diga todo lo que le pase por la cabeza. Sufriré este martirio por el amor de usté, que es un ángel de Dios…

—No, yo sólo soy un bopre hompre gue guiere a su amico, gue taría la vita bor salfarle…

—Pero… y el dinero ¿qué? Mi querido señor Schmucke, permita que le dé un consejo; usté no tiene dinero y necesita tres mil francos, ¿no? Bueno, ¿pues sabe lo que haría yo si estuviera en su lugar? No me lo pensaría dos veces, vendería siete u ocho cuadros cualquiera de éstos, y los sustituiría por los que están en la habitación de usté, de cara a la pared por falta de sitio… Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre un cuadro y otro?

—¿Y bor gué?

—¡Es tan desconfiado! ¡Se lo hace ser la enfermedá, porque cuando está bueno es como un corderino! Es capaz de levantarse y de ir a husmear; y si por casualidá entra en la sala, aunque está tan débil que no podrá pasar de la puerta, al menos verá que no falta ninguno…

—Es fertat…

—Pero no le diremos nada de que los hemos vendido hasta que esté completamente bien. Si quiere confesárselo, écheme toda la culpa a mí, diga que tenía necesidad de pagarme. Yo ya estoy acostumbrada…

—Bero yo no buedo tisponer de gosas gue no me berdenecen… —respondió sencillamente el buen alemán.

—Entonces tendré que denunciarles por deudas, a usté y al señor Pons.

—Sería madarle…

—Elija… ¡Pero, por Dios, venda los cuadros, y dígaselo después…! Puede enseñarle la citación del juzgado…

—Sí, sí tenúncienos… será mi exgusa… así bodré enseñarle la cidación…

Aquel mismo día, a las siete, la señora Cibot, que había ido a consultar a un escribano, llamó a Schmucke. El alemán se vio en presencia del señor Tabareau, quien le conminó a pagar; ante la respuesta que dio Schmucke, temblando de pies a cabeza, se vio emplazado junto a Pons, ante el tribunal, para verse condenados al pago. El aspecto de aquel hombre, el papel timbrado lleno de garabatos, produjeron tal efecto en Schmucke, que ya no resistió más.

—Fenda los guadros —dijo con lágrimas en los ojos.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, Élie Magus y Rémonencq, descolgaban cada uno sus cuadros. Y extendieron dos recibos en toda regla por dos mil quinientos francos:

«El abajo firmante, en representación del señor Pons, reconoce haber recibido del señor Élie Magus la suma de dos mil quinientos francos como precio de cuatro cuadros que le he vendido, debiéndose emplear la dicha suma en atender a las necesidades del señor Pons. El primero de estos cuadros, atribuido a Durero, es un retrato de mujer; el segundo, de escuela italiana, es también un retrato; el tercero es un paisaje holandés de Breughel; el cuarto, un cuadro florentino que representa una Sagrada Familia, y cuyo autor es desconocido».

El recibo de Rémonencq estaba redactado en los mismos términos, y comprendía un Greuze, un Claudio de Lorena, un Rubens y un Van Dyck, disfrazados bajo los nombres de cuadros de la escuela francesa y de la escuela flamenca.

—Esde tinero aún me hará greer gue esdas chucherías falen alco… —dijo Schmucke al recibir los cinco mil francos.

—Sí, desde luego algo valen… —dijo Rémonencq—. Yo le daría cien mil francos por todo.

El auvernés accedió a sustituir los ocho cuadros por otros cuadros del mismo tamaño en los mismos marcos, eligiendo entre los lientos de calidad inferior que Pons había puesto en la habitación de Schmucke.

 

 

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