LVI

La parte del león

 

Élie Magus, una vez en posesión de aquellas cuatro obras maestras, hizo que la Cibot le acompañara hasta su casa, con el pretexto de pasar cuentas. Pero se hizo el pobre, encontró defectos a los cuadros, que según él, había que restaurar, y ofreció a la Cibot treinta mil francos de comisión; consiguió que los aceptara, enseñándole los deslumbrantes papeles en los que el Banco había hecho imprimir la palabra MIL FRANCOS… Magus obligó a Rémonencq a dar una suma igual a la Cibot prestándosela con la garantía de los cuatro cuadros que conservó en depósito. Los cuatro cuadros de Rémonencq parecieron tan bellos a Magus que no se resignó a devolverlos, y al día siguiente llevó seis mil francos de beneficios al chamarilero, quien le cedió los cuatro lienzos mediante factura. La señora Cibot, rica de sesenta y ocho mil francos, exigió de nuevo a sus dos cómplices el más profundo secreto, y rogó al judío que le dijera en qué podría invertir aquel dinero de modo que nadie pudiera saber que le pertenecía.

—Compre acciones del ferrocarril de Orleáns; ahora están a treinta francos por debajo de la par, pero en tres años va a doblar su dinero, y sólo tendrá unos trozos de papel que caben en una cartera.

—No se mueva de aquí, señor Magus, voy a buscar al procurador de la familia del señor Pons; quiere saber a qué precio se quedaría usted todos los trastos de arriba… Voy a buscarle.

—¡Ay, si fuera viuda! —dijo Rémonencq a Magus—; sería un buen partido para mí, sobre todo ahora que ya es rica…

—Sobre todo si invierte su dinero en el ferrocarril de Orléans; en dos años, doblará el capital. Yo también he invertido así mis pequeños ahorros —dijo el judío—, la dote de mi hija… Vamos a dar una vuelta por el bulevar hasta que llegue el abogado…

—Si Dios quisiera llevarse a este Cibot, que ya está muy enfermo —siguió Rémonencq—, yo podría tener a una mujer de carácter para llevar una tienda, y me dedicaría al comercio en grande…

—Buenos días, querido señor Fraisier —dijo la Cibot con tono meloso, entrando en el despacho de su consejero—. ¿Es verdad lo que me ha dicho la portera de que se va a mudar?

—Sí, señora Cibot; voy a trasladarme a la casa del doctor Poulain, al primer piso, encima de donde vive él. Pediré prestados de dos a tres mil francos para amueblar debidamente el piso, que le aseguro que es precioso, el propietario acaba de dejarlo como nuevo. Como ya le había dicho, defiendo los intereses del presidente de Marville, además de los de usted… Ya no voy a hacer más de procurador, me haré inscribir en el Colegio de Abogados, y ello me obliga a vivir en un lugar digno. Los abogados de París sólo permiten que ingrese en su corporación quien posea un mobiliario respetable, una biblioteca, etc. Yo soy doctor en derecho, he hecho mis prácticas y tengo protectores poderosos… Bueno, ¿cómo van nuestros asuntos?

—Si quisiera usté aceptar mis economías que están en la caja de ahorros —le dijo la Cibot—; no es gran cosa, unos tres mil francos, el fruto de veinticinco años de ahorros y de privaciones… Usté podría hacerme una letra de cambio, como Rémonencq, porque yo soy ignorante y no sé más que lo que me enseñan…

—No, nuestros estatutos prohíben a los abogados suscribir letras de cambio; le haré un recibo con un interés del cinco por ciento y usted me lo devuelve si le consigo mil doscientos francos de renta vitalicia en la herencia del señor Pons.

La Cibot, cogida en la trampa, guardó silencio.

—Quien calla, otorga —prosiguió Fraisier—. Tráigamelo mañana mismo.

—Yo no tengo ningún inconveniente en pagarle sus honorarios por adelantado —dijo la Cibot—; estoy segura de que tendré mi renta.

—¿Cómo van nuestros asuntos? —preguntó Fraisier, haciendo un signo afirmativo con la cabeza—. Ayer por la tarde vi a Poulain… Parece que quiere usted hacer marchar muy aprisa lo de su enfermo; otro ataque como el de ayer y se le formarán cálculos en la vesícula biliar… Le aconsejo que le trate con suavidad, mi querida señora Cibot, no hay que crearse remordimientos. Todos tenemos los días contados…

—¡Déjeme en paz con sus remordimientos! ¿O es que quiere volverme a hablar de la guillotina? El señor Pons es un viejo ostinado, usted no le conoce… ¡Es capaz de sacar de sus casillas a cualquiera! No hay persona más intratable que él, sus parientes tenían razón, es cazurro, vengativo y ostinado… Bueno, como ya le había dicho, el señor Magus está en casa esperándole.

—Bien, pues vamos allá; del valor de la colección depende la cifra de la renta que obtendrá usted; si vale ochocientos mil francos usted tendrá mil quinientos francos de vitalicio… ¡Eso constituye una verdadera fortuna!

—De acuerdo, ya le diré que tase todos los objetos a conciencia.

Una hora más tarde, mientras Pons dormía profundamente, después de haber tomado de manos de Schmucke una poción calmante recetada por el médico, pero cuya dosis había sido doblada por la Cibot sin que se enterara el alemán, Fraisier, Rémonencq y Magus, los tres personajes patibularios, examinaban pieza por pieza los mil setecientos objetos de que se componía la colección del viejo músico. Como Schmucke se había acostado, aquellos cuervos que olfateaban un cadáver habían quedado dueños del campo.

—No hagan ruido —decía la Cibot cada vez que Magus se extasiaba y discutía con Rémonencq instruyéndole sobre el valor de una obra de arte.

Era un espectáculo acongojante el de aquellas cuatro codicias diferentes sopesando la herencia durante el sueño del hombre cuya muerte era el objeto de sus afanes. La estimación del valor de los objetos que contenía el salón duró tres horas.

—Por término medio —dijo el viejo y astroso judío— cada objeto vale unos mil francos.

—¡O sea un millón setecientos mil francos! —exclamó Fraisier, estupefacto.

—No para mí —siguió Magus, cuya mirada se hizo más fría—. No estoy dispuesto a dar más de ochocientos mil francos; nunca se sabe el tiempo que habrá que tener esto en la tienda… Hay grandes obras de arte que no se venden antes de diez años, y el precio de adquisición se ha doblado por interés compuesto; pero pagaría esta cantidad al contado.

—En su alcoba hay vidrieras, esmaltes, miniaturas y tabaqueras de oro y de plata —observó Rémonencq.

—¿Podrían verse? —preguntó Fraisier.

—Voy a ver si duerme profundamente —replicó la Cibot.

Y a una señal de la portera, las tres aves de presa entraron en la estancia.

—¡Allí están las obras maestras! —dijo, señalando al salón, Magus, cuya blanca barba temblaba por todos sus pelos—. ¡Pero aquí están las riquezas! ¡Y qué riquezas! Los reyes no tienen nada más bello en sus tesoros.

Los ojos de Rémonencq, por reflejo de las tabaqueras, relucían como dos carbunclos. Fraisier, sereno, frío como una serpiente que se levanta sobre su cola, adelantaba su plana cabeza y se mantenía en la postura que los pintores prestan a Mefistófeles. Estos tres diferentes avaros, sedientos de oro como los diablos lo están del rocío del paraíso, coincidieron en dirigir la mirada hacia el dueño de tantas riquezas, ya que había hecho uno de esos movimientos inspirados por una pesadilla. De repente, sometido a la acción de aquellos tres rayos diabólicos, el enfermo abrió los ojos y profirió unos penetrantes gritos…

—¡Ladrones…! ¡Aquí, aquí! ¡Socorro…! ¡Que me asesinan…!

Evidentemente seguía soñando una vez despierto, ya que se había incorporado en la cama, con los ojos dilatados, en blanco, fijos, sin poder moverse.

Élie Magus y Rémonencq se precipitaron hacia la puerta; pero allí quedaron como paralizados por esta frase:

—¡Magus aquí…! ¡Me han traicionado!

El enfermo se había despertado por el instinto de conservación de su tesoro, sentimiento al menos igual al de la conservación personal.

—Señora Cibot, ¿quién es este hombre? —preguntó estremeciéndose ante el aspecto de Fraisier, que permanecía inmóvil.

—¡Caray! ¿Qué quería? ¿Que le echase a la calle? —dijo la portera guiñando un ojo y haciendo una señal a Fraisier—. Este señor acaba de presentarse aquí y dice que viene en nombre de la familia de usté…

Fraisier no pudo evitar un movimiento de admiración por la Cibot.

—Sí, vengo de parte de la señora presidenta de Marville, de su marido y de su hija, que se interesan por su salud; casualmente se han enterado de que estaba usted enfermo, y desearían ser ellos mismos quienes le cuidaran …Le ofrecen que se traslade a la propiedad de Marville para que allí pueda recobrar la salud; la señora vizcondesa Popinot, la pequeña Cécile a quien tanto quiere usted, sería su enfermera… ha sido ella quien le ha defendido ante su madre y quien le ha hecho reconocer el error que había cometido.

—Y mis herederos le envían —exclamó Pons indignado— dándole por guía al perito más hábil, al experto más entendido de París… ¡Ah! ¡Un golpe maestro! —siguió, prorrumpiendo en risas como un loco—. ¡Vienen a tasar mis cuadros, mis antigüedades, mis tabaqueras, mis miniaturas! ¡Pues adelante, tásenlo! Aquí tienen a un hombre que no sólo entiende en todo, sino que además puede comprarlo, porque es diez veces millonario… Mis queridos parientes no tendrán que esperar mucho para quedarse con mi herencia —dijo con profunda ironía—, me han dado el golpe de gracia… ¡Ah, señora Cibot! ¡Usted que dice ser mi madre, introduce aquí mientras duermo a los marchantes, a mi rival y a los Camusot…! ¡Fuera todos…!

Y el enfermo, sobrexcitado por la doble acción de la cólera y del miedo, se levantó como un descarnado esqueleto.

—Apóyese en mi brazo —dijo la Cibot, precipitándose sobre Pons para evitar que cayera—. Cálmese, estos señores ya se han ido.

—¡Quiero ver el salón…! —dijo el moribundo.

La Cibot indicó por señas a los otros tres cuervos que levantaran el vuelo; luego, cogió a Pons, lo levantó como una pluma y lo volvió a acostar, a pesar de sus gritos. Al ver al desgraciado coleccionista completamente agotado, fue a cerrar la puerta del piso. Los tres verdugos de Pons estaban aún en el rellano, y cuando la Cibot les vio, les dijo que la esperaran, mientras oía las palabras que Fraisier dirigía a Magus:

—Escríbame una carta firmada por los dos, comprometiéndose a pagar novecientos mil francos al contado por la colección del señor Pons, y haremos lo posible para que puedan hacer un buen negocio.

Luego pronunció una frase al oído de la Cibot, una sola frase que nadie pudo oír, y bajó a la portería junto con los dos comerciantes.

 

 

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