LIX

Los ardides de un testador

 

Cuando Schmucke volvió junto a su amigo Pons, le dijo que Cibot estaba agonizando, y que Rémonencq había ido a buscar al notario señor Trognon. A Pons le llamó la atención este nombre que la Cibot le repetía tan a menudo en sus interminables discursos, en los que le recomendaba este notario como la honradez personificada. Y entonces el enfermo, cuya desconfianza se había hecho total desde aquella mañana, tuvo una idea luminosa que completó el plan que había concebido para burlar a la Cibot y mostrarla tal cual era al crédulo Schmucke.

—Schmucke —dijo cogiendo la mano del pobre alemán que estaba como alelado por tantas novedades y tantos acontecimientos— en la casa debe haber una gran confusión; si el portero está muriéndose, durante unos momentos seremos más o menos libres, quiero decir sin espías, porque nos espían, puedes estar seguro. Sal a la calle, toma un cabriolé, ve al teatro, dile a la señorita Héloïse, nuestra primera bailarina, que quiero verla antes de morir, y que venga a las diez y media cuando termine su actuación. Luego, irás a ver a tus dos amigos Schwab y Brunner, y les pedirás por favor que vengan mañana a las nueve de la mañana y que finjan que sólo vienen a interesarse por mi salud como si pasaran cerca de aquí y se les hubiera ocurrido la idea de venir a verme…

He aquí el plan forjado por el viejo artista al sentirse morir. Pons quería hacer rico a Schmucke instituyéndole su heredero universal; y, para evitar que fuera víctima de cualquier añagaza, se proponía dictar su testamento a un notario en presencia de testigos, a fin de que no se supusiera que había perdido el juicio y para privar a los Camusot de todo pretexto de impugnar su última voluntad. El nombre de Trognon le hizo sospechar alguna maquinación, creyó adivinar algún vicio de forma proyectado de antemano, alguna infidelidad premeditada por la Cibot y decidió servirse de aquel Trognon para que le dictara un testamento ológrafo que él sellaría y guardaría en el cajón de su cómoda. Contaba, con hacer que Schmucke, a quien haría ocultar en el saloncito contiguo a su alcoba, viese a la Cibot apoderándose de este testamento, rompiendo los sellos, leyéndolo y volviendo a sellarlo. A la mañana siguiente, a las nueve, anularía el testamento ológrafo con un testamento ante notario totalmente en regla e indiscutible. Cuando la Cibot le trató de loco y de visionario, él reconoció el odio, la venganza y la avidez de la presidenta; porque el enfermo que guardaba cama desde hacía dos meses, durante sus insomnios, durante sus largas horas de soledad había pasado como por un tamiz todos los hechos de su vida.

Los escultores antiguos y modernos a menudo colocan a ambos lados de la tumba a unos genios que sostienen antorchas encendidas. Estos resplandores iluminan para los moribundos el cuadro de sus faltas, de sus errores, iluminándoles también los caminos de la muerte. La escultura plasma de este modo una idea muy profunda, formula un hecho humano. La agonía tiene su lucidez. A menudo vemos cómo simples muchachas, adolescentes aún, muestran en estos casos una penetración de centenarias, se hacen como profetas, juzgan a su familia, no se dejan engañar por ninguna comedia. Es la poesía de la muerte. Pero, cosa singular y digna de notarse, se muere de dos maneras distintas. Esta poesía de la profecía, esta penetrante visión, ya sea para el futuro ya para el pasado, sólo corresponde a los moribundos en los que solamente la carne es afectada por el mal, que perecen por la destrucción de los órganos de la vida carnal. Así, los que mueren, como Luis XIV, de gangrena; los tuberculosos, los enfermos que mueren, como Pons, de la fiebre, como la señora de Mortsauf del estómago, o como los soldados de las heridas que les sorprenden en plena vida, éstos gozan de esta sublime lucidez y tienen muertes asombrosas, admirables; mientras que los que mueren de enfermedades, por así decirlo «inteligenciales», cuyo mal está en el cerebro, en el sistema nervioso que sirve de intermediario al cuerpo para proveer de combustible al pensamiento, éstos mueren del todo. En su caso, el espíritu y el cuerpo se pierden al mismo tiempo. Los unos, almas sin cuerpos, son como una encarnación de los espectros bíblicos; los otros son cadáveres. Aquel hombre virgen, aquel Catón de refinado paladar, aquel justo casi sin pecado, penetró tardíamente en las bolsas de hiel que componían el corazón de la presidenta. Comprendió el mundo cuando estaba ya a punto de abandonarlo. Y así era como, desde hacía unas horas, había tomado alegremente su decisión, como un artista despreocupado para el que cualquier cosa sirve de pretexto para la sátira y la burla. Los últimos vínculos que le unían a la vida, las cadenas de la admiración, los fuertes nudos que ligaban al experto a las obras de arte, se habían roto aquella mañana. Al verse robado por la Cibot, Pons había dicho adiós cristianamente a las pompas y a las vanidades del arte, a su colección, a su amistad con los creadores de tantas cosas bellas, y, a la manera de sus antepasados, sólo quería pensar en la muerte, considerándola como ellos como una de las grandes fiestas del cristiano. En su afecto por Schmucke, Pons intentaba protegerle desde el fondo de su tumba. Esta idea paternal fue el motivo de su elección de la primera bailarina, con objeto de contar con una ayuda contra las perfidias que le rodeaban, y que sin duda no perdonarían a su heredero universal.

Héloïse Brisetout era una de estas naturalezas que siguen siendo auténticas en una posición falsa, capaces de todas las burlas posibles contra los adoradores que pagaban, una cortesana de la escuela de las Jenny Cadine y de las Josépha; pero buena camarada y sin temer ningún poder humano, a fuerza de verlos todos débiles, acostumbrada como estaba a enfrentarse con los agentes de policía en un baile tan poco campestre como el de Mabille y en el carnaval.

—Si ha hecho dar mi puesto a su protegido Garangeot, aún se creerá más obligada a ayudarme —se dijo Pons.

Schmucke pudo salir sin que nadie se fijara en él, gracias a la confusión que reinaba en la portería, y volvió con la máxima rapidez, para no dejar solo a Pons durante demasiado tiempo.

El señor Trognon llegó para el testamento al mismo tiempo que Schmucke. Aunque Cibot estaba muriéndose, su mujer acompañó al notario, le introdujo en la alcoba y se retiró dejando solos a Schmucke, al señor Trognon y a Pons. Pero, provista de un espejito primorosamente trabajado, se apostó junto a la puerta que dejó entreabierta. De este modo podía no sólo oír, sino también ver todo lo que se decía y ocurría en aquel momento decisivo para ella.

—Señor notario —dijo Pons—, desgraciadamente estoy en plena posesión de mis facultades mentales, ya que siento que voy a morir; y, sin duda por voluntad, de Dios, conozco todos los sufrimientos de la muerte… Le presento al Señor Schmucke…

El notario saludó a Schmucke.

—Es el único amigo que tengo en el mundo —dijo Pons—, y quiero instituirle mi heredero universal; dígame cómo debe redactarse el testamento para que mi amigo, que es alemán y no sabe nada de nuestras leyes, pueda entrar en posesión de mi herencia sin que nadie pueda disputársela.

—Todo es susceptible de provocar pleitos y disputas —dijo el notario—, es el inconveniente de la justicia humana. Pero, en materia de testamentos, los hay que no pueden ser impugnados…

—¿Cuáles…? —preguntó Pons.

—Los testamentos hechos ante notario, en presencia de testigos qué certifican que el testador está en plena posesión de sus facultades mentales, y si el testador no tiene ni esposa, ni hijos, ni padre, ni hermano…

—No tengo nada de todo esto, todo mi afecto lo tengo puesto en mi querido amigo Schmucke, aquí presente…

Schmucke lloraba.

—Entonces, si usted sólo tiene parientes colaterales lejanos, la ley le deja disponer libremente de sus bienes muebles e inmuebles, siempre que no los legue en condiciones reprobadas por la moral, ya que ya habrá usted oído hablar de testamentos impugnados a causa de la extravagancia del testador; o sea que, en su situación, un testamento ante notario no puede ser impugnado. En efecto, la identidad de la persona no puede ser negada, el notario ha constatado que está en su sano juicio, y la firma no puede dar lugar a ninguna discusión… Sin embargo, un testamento ológrafo, en debida forma y claro, prácticamente es tan seguro como el otro.

—Por razones que yo conozco, me decido a escribir bajo su dictado un testamento ológrafo, y a confiarlo a mi amigo aquí presente… ¿Puede hacerse?

—Desde luego que sí —dijo el notario—. ¿Quiere usted escribir? Voy a dictarle…

—Schmucke, dame el escritorio de Boulle. Dícteme en voz baja; porque —añadió— alguien puede estar escuchándonos.

—Antes que nada, dígame cuáles son sus intenciones —dijo el notario.

Al cabo de diez minutos, la Cibot, a la que Pons veía por un espejo, vio sellar el testamento, una vez el notario lo hubo examinado mientras Schmucke encendía una vela; luego Pons lo entregó a Schmucke diciéndole que lo guardara en un escondrijo que había en su secreter. El testador pidió la llave del secreter, la ató a una punta de su pañuelo y puso el pañuelo bajo la almohada. El notario, a quien por cortesía se había nombrado albacea, y a quien Pons legaba un cuadro de considerable valor, uno de los obsequios que la ley permite hacer a un notario, salió de la alcoba y encontró en el salón a la señora Cibot.

—¿Cómo ha ido, señor Trognon? ¿Se ha acordado de mí el señor Pons?

—Mi estimada señora, ¿no esperará usted que un notario traicione los secretos que le han confiado? —respondió el señor Trognon—. Todo lo que puedo decirle es que habrá muchas ambiciones que quedarán frustradas y muchas esperanzas que serán en vano. El señor Pons ha hecho un hermoso testamento, muy bien orientado, un testamento patriótico que yo apruebo enteramente.

Puede imaginarse el grado de curiosidad a que llegó la Cibot, estimulada por tales palabras. Bajo a la portería y pasó la noche junto a Cibot, prometiéndose que se haría reemplazar por la señorita Rémonencq y que, de dos a tres de la madrugada, iría a leer el testamento.

 

 

LX

El testamento simulado

 

La visita de la señorita Héloïse Brisetout a las diez y media de la noche, pareció bastante natural a la Cibot; pero tuvo miedo de que la bailarina hablase de los mil francos que le había dado Gaudissart, y la acompañó prodigándole zalemas y adulaciones como a una soberana.

—¡Ah, amiga mía! Está usted mucho mejor aquí que en el teatro —dijo Héloïse mientras subía la escalera—, sobre todo no haga la tontería de dejar su empleo.

Héloïse, a quien había acompañado en coche su amigo del alma, Bixiou, iba magníficamente vestida, ya que luego debía ir a una fiesta que se daba en casa de Mariette, una de las figuras más ilustres de la Ópera.

El señor Chapoulot, el antiguo pasamanero de la calle Saint-Denis, inquilino del primer piso, que volvía del Ambigu-Comique con su hija, quedó deslumbrado, al igual que su mujer, al encontrarse en su escalera con una dama ataviada de aquel modo.

—Señora Cibot, ¿quién es? —preguntó la señora Chapoulot.

—¡Es una cualquiera…! Una perdida que se puede ver casi desnuda todas las noches por dos francos… —respondió la portera al oído de la antigua pasamanera.

—¡Victorine, hija mía! —dijo la señora Chapoulot a su hija—, deja pasar a la señora.

Héloïse comprendió este grito de madre escandalizada y se volvió.

—Señora, su hija debe ser peor que la yesca… ¿tiene miedo de que se encienda al tocarme?

Héloïse miró al señor Chapoulot con expresión agradable y sonriente.

—Al menos fuera del teatro es lo que se dice una real moza —dijo el señor Chapoulot quedándose en el rellano.

La señora Chapoulot pellizcó a su marido hasta hacerle chillar, y le empujó dentro del piso.

—¡Vaya, hombre! —dijo Héloïse—. Un segundo que ha tenido el capricho de ser un cuarto.

—Usted ya debe estar acostumbrada a subir escaleras —dijo la Cibot abriendo la puerta del piso.

—¿Qué hay, hombre? —dijo Héloïse entrando en la alcoba, en la que vio al pobre músico en la cama, pálido y con el rostro demacrado—. De modo que no te encuentras bien… En el teatro todo el mundo está preocupado por ti; pero, ya sabes, aunque se tenga buen corazón, cada cual tiene sus problemas, y no se encuentra un momento para ir a ver a los amigos. Gaudissart cada día dice que va a venir a verte, y luego cada mañana resulta que los asuntos de la administración no le dejan. A pesar de todo, todos te apreciamos…

—Señora Cibot —dijo el enfermo—, haga el favor de dejarme a solas con la señorita, tenemos que hablar de cosas del teatro y de mi puesto de director de orquesta… Schmucke, acompañará a la señora…

Schmucke, a una señal de Pons, puso a la Cibot en la puerta y echó el cerrojo.

—¡Vaya! ¡De modo que ésas tenemos con el alemán! Otro que también se pervierte —se dijo la Cibot al oír este significativo ruido—. Seguro que es el señor Pons quien le enseña estas jugaditas… Pero, me lo vais a pagar todo, amiguitos —se decía la Cibot, bajando por la escalera—. Al fin y al cabo, si esta perdida de saltimbanqui les habla de los mil francos, les diré que es un chiste de teatro.

Y se sentó a la cabecera de Cibot, quien se quejaba de tener fuego en el estómago, ya que Rémonencq acababa de darle de beber en ausencia de su mujer.

—Hija mía —dijo Pons a la bailarina, mientras Schmucke se libraba de la Cibot—, sólo me fío de ti para indicarme un notario honrado que venga mañana por la mañana, a las nueve y media en punto a redactar mi testamento. Quiero dejar toda mi fortuna a mi amigo Schmucke. Si este pobre alemán fuese objeto de persecuciones, cuento con este notario para aconsejarle, para defenderle. Por esto deseo un notario de prestigio, muy rico, que esté por encima de las consideraciones que hacen doblegar a los hombres de leyes; porque mi pobre heredero debe encontrar un apoyo en él. Desconfío de Berthier, el sucesor de Cardot; y tú que conoces a tanta gente…

—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —dijo la bailarina—. El notario de Florine, de la condesa de Bruel, Léopold Hannequin, un hombre tan virtuoso que no sabe o que es una loreta. Es como un padre adoptivo, un buen hombre que no le deja a una hacer tonterías con el dinero que gana; yo le llamo el padre de las suripantas, porque ha inculcado principios de economía a todas mis amigas. Para empezar, hay que saber que tiene sesenta mil francos de renta, además de su estudio. Y luego lo que pasa es que es un notario como los de antes. Es notario cuando anda, cuando duerme; sólo ha podido engendrar notarios y notaritas… En resumen, que es un señor pesado y pedante; pero que cuando está en sus funciones no se inclina ante ningún poder… No ha tenido nunca la menor distracción, es un padre de familia fósil… Y su mujer le adora y no le engaña, a pesar de ser mujer de notario… ¿Qué más se puede pedir? Como notario no lo hay mejor en todo París, Es un tipo de patriarca; no es que sea tan divertido como lo era Cardot con Málaga, pero éste no es de los que se despiden a la francesa, como el pequeño que vivía con Antonia. Mañana por la mañana, a las ocho, te lo envío. Puedes dormir tranquilo. Además yo espero que te cures y que puedas volver a hacernos música de la bonita; pero, al fin y al cabo, ya se sabe, la vida es triste, los empresarios regatean, los ministros mangonean, los ricos tacañean y los reyes nos desvalijan… Los artistas ya no tienen de esto —dijo señalándose el corazón—, son unos tiempos como para morirse… Bueno, adiós, que te mejores…

—Sobre todo, Héloïse, te ruego la mayor discreción.

—No es un asunto de teatro —dijo—; ésta es una cosa sagrada para una artista.

—¿Con quién andas ahora, pequeña?

—Con el alcalde de tu distrito, el señor Beaudoyer, que es tan tonto como el difunto Crevel; porque supongo que ya sabes que Crevel, uno de los antiguos comanditarios de Gaudissart, ha muerto hace unos días, y no me ha dejado nada, ni siquiera un pote de pomada. Por esto te decía que nuestro siglo me parece repugnante.

—¿De qué ha muerto?

—¡De su mujer! Si hubiese seguido conmigo, aún viviría… Bueno, adiós… Te hablo de fiambres porque dentro de quince días ya te veo paseándote por el bulevar y husmeando nuevas antiguallas; tú no estás enfermo, tienes una mirada más viva que nunca…

Y la bailarina se fue, segura de que su protegido Garangeot conservaría ya para siempre la batuta de director de orquesta. Garangeot era su primo hermano… Todas las puertas estaban entornadas, y en todos los hogares se siguió con la mirada el paso de la primera bailarina. Aquél fue un acontecimiento en la casa.

Fraisier, como estos buldogs que no abandonan la presa en la que han hincado el diente, permanecía en la portería junto a la Cibot cuando la bailarina pasó bajo la puerta cochera y pidió que le abrieran la puerta. Fraisier sabía que el testamento estaba hecho, y venía a sondear las disposiciones de la portera; ya que maître Trognon, el notario, se había negado a decir ni una palabra sobre el testamento, ni a Fraisier ni a la señora Cibot.

Naturalmente, el leguleyo advirtió la salida de la bailarina, y se prometió sacar partida de aquella visita in extremis.

—Mi querida señora Cibot —dijo Fraisier—, para usted ha llegado el momento crítico.

—¡Ay, sí! —dijo ella—. Mi pobre Cibot… ¡Cuando pienso que no podrá disfrutar de lo que yo pueda tener…!

—Se trata de saber si el señor Pons le ha legado algo; en una palabra, si se ha acordado de usted en el testamento, o si la ha olvidado —siguió Fraisier—. Yo represento a los herederos naturales, y, suceda lo que suceda, usted no tendrá nada de ellos… El testamento es ológrafo, y por consiguiente, muy vulnerable… ¿Sabe usted dónde lo han guardado?

—En un escondrijo del secreter, y él tiene la llave —respondió la portera—; la ha atado a la punta del pañuelo, y ha puesto el pañuelo debajo de la almohada… Lo he visto todo.

—¿Está sellado el testamento?

—Por desgracia, sí.

—Sustraer un testamento y destruirlo es un crimen, pero leerlo no es más que un delito; y, en último término, ¿qué es? Un pecadillo que no tiene testigos. ¿Tiene el sueño profundo nuestro hombre?

—Sí; pero cuando han querido examinarlo todo y tasarlo todo, tenía que dormir como un tronco, y se ha despertado… ¡En fin, ya veremos! Yo iré a relevar al señor Schmucke hacia las cuatro de la madrugada, y si quiere usté venir, podrá tener el testamento en sus manos durante diez minutos…

—Bien, de acuerdo. Me levantaré a las cuatro y llamaré muy flojo.

—La señorita Rémonencq, que me reemplazará al lado de Cibot, ya estará avisada y le abrirá la puerta; pero llame a la ventana para no despertar a naide.

—De acuerdo —dijo Fraisier—; tendrá luz, ¿no? Con una vela me bastará.

A medianoche, el pobre alemán, sentado en un sillón, abrumado por el dolor, contemplaba a Pons, cuyo rostro crispado, como el de todos los moribundos, se distendía, después de tantas fatigas, hasta producir la impresión de que iba a expirar.

—Creo que tendré justo los ánimos para llegar a mañana por la noche —dijo Pons con filosofía—. Mi pobre Schmucke, sin duda mi agonía empezará en la noche de mañana. Cuando se hayan ido el notario y tus dos amigos, irás a buscar a nuestro buen padre Duplanty, el vicario de la iglesia de San Francisco. Él no sabe que estoy enfermo, y quiero recibir los santos sacramentos mañana, al mediodía…

Hizo una larga pausa.

—Dios no ha querido que la vida fuese para mí como yo la soñaba —siguió Pons—. ¡Me hubiese gustado tanto tener una mujer, hijos, una familia…! Ser querido por unos cuantos seres, en un rincón del mundo, era toda mi ambición… La vida es amarga para todos; he conocido a personas que tenían todo lo que yo tanto he deseado en vano, y que no eran felices… Hacia el final de mi vida, Dios me ha hecho encontrar un consuelo inesperado dándome un amigo como tú; tengo que reprocharme el no haberte sabido conocer, el no haberte sabido apreciar, mi buen Schmucke; te he dado mi corazón y toda mi capacidad de querer… No llores, Schmucke, o tendré que callarme… Para mí ¡es tan dulce hablarte de nosotros! Si te hubiera hecho caso, ahora viviría. Hubiera abandonado el mundo y mis costumbres, y no hubiera recibido heridas mortales. Ahora, sólo quiero ocuparme de ti…

—No, Bons…

—No me contraríes, escúchame, querido amigo… Tú tienes la ingenuidad, el candor de un niño de seis años que no se hubiera separado nunca de su madre; esto es algo muy digno de respeto; creo que Dios debe velar él mismo por los seres que se te parecen. Sin embargo, los hombres son tan malvados que tengo que prevenirte contra ellos. Vas a perder tu noble confianza, tu santa credulidad, esta gracia de las almas puras que sólo tienen los hombres de genio y los corazones como el tuyo. Dentro de poco vas a ver cómo la señora Cibot, que nos estuvo espiando por la rendija de la puerta entornada, vendrá a coger el falso testamento. Supongo que la muy granuja vendrá esta madrugada, cuando te crea dormido. Escúchame bien y sigue mis instrucciones al pie de la letra… ¿Me oyes? —preguntó el enfermo.

 

 

LXI

Profunda decepción

 

Schmucke, abrumado por el dolor, sintiendo como si el corazón le fuese a estallar, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y pareció quedarse desvanecido.

—Sí, de oico… Bero gomo si esduvieras muy lejos te mí… Dengo la impresión te huntirme en la dumba gondigo… —dijo el alemán, vencido por el dolor.

Se acercó a Pons, tomó una de sus manos, la apretó entre las suyas, y dijo mentalmente una fervorosa oración.

—¿Qué murmuras en alemán?

—He bedido a Tios gue se nos lleve fundos… —respondió simplemente, una vez terminada su plegaria.

Pons se incorporó penosamente, ya que sentía en el hígado grandes dolores. Pudo inclinarse hacia Schmucke y le besó en la frente, explayando su alma como una bendición sobre aquel ser comparable al cordero que reposa a los pies de Dios.

—Escúchame, mi buen Schmucke, hay que obedecer a los moribundos…

—De esgucho…

—Tu habitación comunica con la mía por la puertecita de tu alcoba, que da a este cuarto de al lado.

—Sí, bero esdá lleno de guadros…

—Ve ahora mismo a apartarlos, sin hacer demasiado ruido…

—Pueno…

—Sácalo todo para que se pueda pasar fácilmente por este cuarto; luego, dejas entornada tu puerta. Cuando venga la Cibot a reemplazarte (esta madrugada es capaz de llegar una hora antes), tú te vas a dormir como siempre, y dices que te encuentras muy cansado. Procura poner cara de mucho sueño… Cuando ella se siente en el sillón, pasa al cuarto de al lado, y quédate observándolo todo desde detrás de la vidriera (tendrás que apartar un poco la cortina de muselina); fíjate bien en lo que haga… ¿Comprendes?

—Sí, gomprendo… Dú grees gue va a guemar el desdamento…

—No sé lo que va a hacer, pero estoy seguro de que, después de esto, ya no volverás a tenerla por un ángel. Ahora tócame algo, por favor, alégrame con alguna de tus improvisaciones… Esto te distraerá, te olvidarás de tus ideas negras, y me llenarás con tus poemas esta triste noche…

Schmucke se sentó al piano. Al cabo de unos instantes, la inspiración musical, estimulada por el dolor y la excitación que le causaba, se apoderó del buen alemán, como solía suceder, transportándole más allá de este mundo. Supo hallar temas sublimes sobre los que bordó caprichos ejecutados ya con el dolor y la perfección rafaelesca de Chopin, ya con el brío y la grandiosidad dantesca de Liszt, las dos visiones musicales que se parecen más a la de Paganini. La ejecución, al llegar a este grado de perfección, en apariencia pone al ejecutante a la altura del poeta, que es al compositor lo que el actor es al autor, un divino traductor de cosas divinas. Pero aquella noche en la que Schmucke hizo oír a Pons anticipadamente las armonías del Paraíso, aquella inefable música que hace caer sus instrumentos de las manos de Santa Cecilia, el alemán fue a un tiempo Beethoven y Paganini, el creador y el intérprete… Incansable como el ruiseñor, sublime como el cielo bajo el que canta, variado, frondoso como el bosque en el que hace resonar sus trinos, se superó a sí mismo y sumió al viejo músico que le escuchaba en el éxtasis que ha pintado Rafael y que puede verse en Bolonia. Aquella poesía fue interrumpida por el tintineo chillón de una campanilla. La criada de los inquilinos del primer piso venía a rogar a Schmucke, de parte de sus amos, que pusiera fin a aquel escándalo. La señora, el señor y la señorita Chapoulot se habían despertado, no podían volver a dormirse y hacían notar que la jornada era lo suficientemente larga como para permitir ensayar la música del teatro, y que en una casa del Marais no se debía aporrear el piano durante la noche… Eran cerca de las tres de la madrugada. A las tres y media, de acuerdo con las previsiones de Pons, quien parecía haber oído la conversación de Fraisier y de la Cibot, apareció la portera. El enfermo dirigió a Schmucke una mirada de inteligencia que significaba: «¿Verdad que no me he equivocado?», y adoptó la posición de un hombre que duerme profundamente.

La Cibot estaba tan persuadida de la absoluta inocencia de Schmucke —éste es uno de los grandes medios y el motivo del éxito de todos los ardides de los niños— que fue incapaz de sospechar que estaba fingiendo cuando vio que se le acercaba para decirle con un aire a un tiempo doliente y excitado:

—Ha basado muy mada noche… No ha barado de moferse… He denido gue docar el biano bara gue se galmara, hasda gue los fecinos tel brimer biso han brodesdado… Es derrible, borque se dradaba de la fida te mi amico… Esdoy dan gansado de haber docado doda la noche, gue me gaigo te sueño…

—Mi pobre Cibot también está muy mal… Si pasa otro día como el de hoy, no creo que le queden tuerzas ya… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Que sea lo que Dios quiera!

—Diene usded dan puen gorazón, gue si se muere su marito, famos a fifir dodos jundos… —dijo el astuto Schmucke.

Cuando las personas ingenuas y sencillas se ponen a disimular, son capaces de engañar a cualquiera, son igual que niños, cuyas mentiras tienen la misma perfección que muestran los salvajes en sus ardides.

—Entonces, hijo mío, lo mejor que puede hacer es irse a dormir —dijo la Cibot—; tiene los ojos saltones y encarnados. Mire, lo único que podría consolarme de perder a Cibot, es pensar que acabaría mis días al lado de un hombre tan bueno como usté. No se preocupe, ya me encargaré yo de decirle cuatro frescas a la señora Chapoulot… ¿Desde cuándo una mercera retirada va a venir con estas exigencias…?

Schmucke se trasladó a su puesto de observación, que había dispuesto de antemano.

La Cibot había dejado entornada la puerta del piso, y Fraisier, después de entrar, la cerró suavemente, una vez Schmucke se hubo encerrado en su cuarto. El abogado se había provisto de una vela encendida y de un alambre de latón muy fino para poder desellar el testamento. La Cibot no tuvo ninguna dificultad en sacar el pañuelo con que se había atado la llave del secreter, y que se hallaba debajo de la almohada de Pons, ya que el enfermo había dejado exprofeso que el pañuelo pasara por debajo del travesaño, y se prestaba a la maniobra de la Cibot manteniéndose de cara a la calle y en una posición que le dejaba plena libertad para apoderarse del pañuelo. La Cibot se dirigió inmediatamente hacia el secreter, lo abrió intentando hacer el menor ruido posible, encontró el resorte del escondrijo y corrió, con el testamento en la mano, hacia el salón. Esta circunstancia dejó muy intrigado a Pons. En cuanto a Schmucke, temblaba de pies a cabeza como si hubiese cometido un crimen.

—Vuelva a su lado —dijo Fraisier cogiendo el testamento que le tendía la Cibot—; si se despierta es preciso que la encuentre allí.

Tras romper los lacres con una habilidad que demostraba que no era la primera vez que lo hacía, Fraisier quedó sumido en un profundo asombro al leer aquel curioso documento:

ÉSTE ES MI TESTAMENTO

Hoy, quince de abril de mil ochocientos cuarenta y cinco, hallándome en plena posesión de mis facultades mentales, como este testamento, redactado de acuerdo con el señor Trognon, notario, lo demostrará; sintiendo que debo morir dentro de muy poco de la enfermedad que me aqueja desde los primeros días del pasado mes de febrero, queriendo disponer de mis bienes, he decidido dictar mis últimas voluntades, que son las siguientes:

Siempre me han consternado los inconvenientes que perjudican a las obras maestras de la pintura y que a menudo conducen a su destrucción. He lamentado que los lienzos más bellos se vean condenados a viajar constantemente de un país a otro, sin poder nunca permanecer de un modo estable en un lugar al que pudieran acudir los admiradores de estas obras de arte para contemplarlas. Siempre he pensado que las páginas verdaderamente inmortales de los maestros más famosos deberían ser propiedad nacional, y exhibirse incesantemente a los ojos de los pueblos como la luz, la gran obra de arte de Dios, sirve a todos sus hijos.

Como yo he dedicado toda mi vida a reunir y seleccionar algunos cuadros que son gloriosas obras de los más grandes maestros, cuadros en los que no se ha hecho el menor retoque ni modificación, pienso con dolor en la posibilidad de que estos lienzos, que han sido la felicidad de mi vida, puedan venderse en una subasta pública; terminar unos en Inglaterra, otros en Rusia, dispersos como lo estaban antes de que yo los reuniese; he decidido pues sustraerlos a este triste destino, a ellos y a los magníficos marcos que los encuadran, todos ellos salidos de los talleres de los artesanos más hábiles.

Así pues, por estos motivos, dono y lego al Rey, para que se incorporen al Museo del Louvre, los cuadros de que consta mi colección, con la condición, en caso de que se acepte el legado, de pasar a mi amigo Wilhem Schmucke una renta vitalicia de dos mil cuatrocientos francos.

Si el Rey, como usufructuario del Museo, no acepta este legado con la condición que lleva aneja, los mencionados cuadros pasarán a formar parte del legado que hago en favor de mi amigo Schmucke consistente en todos los bienes que poseo, con la condición de entregar la Cabeza de mono de Goya a mi primo el presidente Camusot; el cuadro de Flores de Abraham Mignon, en el que figuran unos tulipanes, al notario señor Trognon, a quien nombro albacea testamentario, y de pasar doscientos francos de renta a la señora Cibot, quien se ocupa de mi casa desde hace diez años.

Finalmente, mi amigo Schmucke dará el Descendimiento de la Cruz de Rubens, esbozo de su célebre cuadro de Amberes, a mi parroquia, para decoración de una capilla, agradeciendo así las bondades del señor vicario Duplanty, a quien debo poder morir como cristiano y católico. Etc.

—¡Es la ruina! —se dijo Fraisier—. ¡La ruina de todas mis esperanzas! ¡Ah, empiezo a creer que la presidenta tenía razón cuando me hablaba de la malicia del viejo!

—¿Qué hay? —vino a preguntar la Cibot.

—Su señor es un monstruo, lo deja todo al Museo del Estado; y contra el Estado no se puede pleitear… No hay modo de impugnar este testamento… ¡Nos han robado, arruinado, despojado, asesinado!

—¿Me deja algo?

—Doscientos francos de renta vitalicia…

—¡Pues sí que está generoso! De todos modos, está dando las boqueadas…

—Vaya con él —dijo Fraisier—; volveré a meter el testamento dentro del sobre.

 

 

LXII

Primera catástrofe

 

Una vez la Cibot le hubo vuelto la espalda, Fraisier con la máxima rapidez sustituyó por una hoja de papel el testamento, que guardó en el bolsillo; luego volvió a sellar el sobre con tanta destreza, que mostró los lacres a la señora Cibot cuando volvió, preguntándole si podía advertir la menor huella de la operación. La Cibot cogió el sobre, lo palpó, sintió por el tacto que estaba lleno y suspiró profundamente. Esperaba que Fraisier hubiese quemado él mismo aquel documento fatal.

—Bueno, ¿y ahora qué vamos a hacer, mi querido señor Fraisier? —preguntó.

—¡Ah, esto es asunto suyo! Yo no soy heredero; pero si tuviese algún derecho sobre esto —dijo señalando la colección—, ya sé lo que haría…

—Esto es lo que le pregunto —dijo un poco abobadamente la Cibot.

—La chimenea está encendida… —replicó el abogado, levantándose para irse.

—En realidad, sólo usté y yo lo sabremos —dijo la Cibot.

—No hay manera de probar que un testamento ha existido —siguió diciendo el leguleyo.

—¿Y usté?

—¿Yo? Si el señor Pons muere sin testamento, le garantizo cien mil francos.

—¡Ah, sí, sí! —dijo ella—. A una se le promete montañas de oro, pero cuando tienen la cosa y se trata de pagar, entonces se regatea como…

Se contuvo a tiempo, porque iba a hablar de Élie Magus a Fraisier…

—Yo me largo —dijo Fraisier—. Por su propio interés no le conviene que me hayan visto en el piso; la espero abajo, en la portería.

Después de cerrar la puerta, la Cibot volvió junto al enfermo con el testamento en la mano, decidida a arrojarlo al fuego; pero, cuando entró en la alcoba, y avanzó hacia la chimenea, se sintió cogida por los dos brazos… Y se vio entre Pons y Schmucke, que se habían ocultado a ambos lados de la puerta.

—¡Ah! —exclamó la Cibot.

Y se desplomó hacia delante, en medio de terribles convulsiones, reales o fingidas, esto jamás se supo. Aquel espectáculo produjo tal impresión en Pons que sintió un desmayo mortal, y Schmucke dejó a la Cibot en el suelo para volver a acostar a Pons. Los dos amigos temblaban como personas que, al verse obligadas a llevar a cabo una acción que les repugnaba, habían ido más allá de lo que les permitían sus fuerzas. Cuando Pons estuvo acostado de nuevo, y Schmucke se hubo rehecho un poco, el alemán oyó unos sollozos. La Cibot, de rodillas, hecha un mar de lágrimas, tendía las manos a los dos amigos, implorándoles con una pantomima muy expresiva.

—¡Ha sido pura curiosidá! —dijo al ver que era objeto de la atención de los dos amigos—. ¡Pura curiosidá, mi buen señor Pons! ¡Es el vicio de las mujeres, ya lo saben ustedes! ¡Pero no he sabido qué hacer para poder leer el testamento y ahora mismo lo iba a devolver a su sitio!

—¡Fáyase! —dijo Schmucke, irguiéndose sobre la punta de los pies, y pareciendo adquirir más estatura con la grandiosidad de su indignación—. ¡Es usted un monsdruo! Ha indendado madar a mi puen Bons. Él denía razón, es beor gue un monsdruo, es un temonio…

La Cibot, al ver el horror pintado en el rostro del cándido alemán, se levantó orgullosa como Tartufo, dirigió a Schmucke una mirada que le hizo temblar y salió de la habitación llevándose oculto bajo la falda un sublime cuadrito de Metzu que Élie Magus había ponderado mucho y del que había dicho: «¡Es una perla!». La Cibot encontró en la portería a Fraisier, quien la estaba esperando convencido de que había quemado el sobre y el papel en blanco por el que había sustituido el testamento; quedó muy asombrado al ver a su cliente asustada y con la cara descompuesta.

—¿Qué ha ocurrido?

—Mi querido señor Fraisier, lo que ha ocurrido es que, con el pretexto de darme buenos consejos y de dirigirme, ha hecho que perdiera para siempre mis rentas y la confianza de mis señores…

Y se lanzó a uno de sus torrenciales discursos en los que era maestra consumada.

—No gaste saliva porque sí —replicó secamente Fraisier, interrumpiendo a su cliente—. ¡Al grano, al grano! ¡Y de prisa!

—Bueno, pues ha pasado lo siguiente…

Y contó la escena tal como acababa de ocurrir.

—Yo no le hecho perder nada —respondió Fraisier—. Los dos dudaban de su honradez, de lo contrario no le hubieran tendido esta trampa; la estaban esperando, la espiaban… Hay algo que usted me oculta… —añadió el abogado, dirigiendo una mirada de tigre a la portera.

—¡Yo! ¿Que le oculto algo? ¡Después de todo lo que hemos hecho juntos…! —dijo estremeciéndose.

—Muy señora mía… ¡Yo no he cometido ningún acto reprensible…! —dijo Fraisier, manifestando así su intención de negar la visita nocturna que acababa de hacer a casa de Pons.

La Cibot sintió que se le erizaban los cabellos y que la envolvía un frío glacial.

—¿Cómo dice…? —preguntó como alelada.

—Ante un juez, tendría usted todas las de perder… Se le podría acusar de sustracción de testamento —respondió fríamente Fraisier.

La Cibot hizo un movimiento de horror.

—Tranquilícese, yo soy su consejero —siguió diciendo el abogado—. Sólo quería demostrarle lo fácil que es, de un modo u otro, convertir en realidad lo que acabo de decirle. Vamos a ver… ¿Qué ha hecho usted para que este alemán tan ingenuo se oculte en el cuarto para sorprenderla…?

—¿Yo? Nada… Fue lo que pasó el otro día, cuando sostuve al señor Pons que había tenido visiones. Desde aquel día, los dos dieron un cambio radical respecto a mí. O sea que usté es la causa de todas mis desgracias, porque aunque hubiese perdido mi dominio sobre el señor Pons, estaba segura del alemán, que llegó a hablar de casarse conmigo, o de llevarme a vivir con él, que es lo mismo.

Esta justificación era tan plausible que Fraisier se vio obligado a aceptarla.

—No tenga ningún miedo —dijo el abogado—, yo le he prometido unas rentas, y mantendré mi palabra. Hasta ahora en este asunto todo era hipotético; a partir de ahora, vale billetes de banco… Usted tendrá al menos mil doscientos francos de renta vitalicia… Pero, mi querida señora Cibot, es preciso que obedezca mis órdenes y que las ejecute con inteligencia.

—Sí señor Fraisier —dijo servilmente la portera, completamente amansada.

—Así, pues, de acuerdo. Adiós —dijo Fraisier saliendo de la portería y llevándose el peligroso testamento.

Mientras volvía a su casa, rebosaba de satisfacción, ya que aquel testamento era un arma terrible.

—Tendré un buen argumento —pensaba— para defenderme de la mala fe de la señora presidenta de Marville. Si decidiera no cumplir su palabra, perdería la herencia.

 

 

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