LXIII

Proposiciones engañosas

 

Al amanecer, Rémonencq, después de abrir su tienda y de dejarla al cuidado de su hermana, acudió, siguiendo una costumbre adquirida en los últimos días, a ver cómo seguía su buen amigo Cibot, y sorprendió a la portera que contemplaba el cuadro de Metzu y que se preguntaba cómo era posible que un trocito de madera pintada pudiese valer tanto dinero.

—¡Ah, vaya! —dijo mirando por encima del hombro de la Cibot—. Éste es el único que el señor Magus lamentaba no tener; dice que con esta cosilla ya no le faltaría nada para ser feliz.

—¿Cuánto pagaría? —preguntó la Cibot.

—Veamos, si usted me promete casarse conmigo antes de que se cumpla un año de ser viuda —respondió Rémonencq— yo me encargo de que Élie Magus pague veinte mil francos… Pero si usted no se casa conmigo, de este cuadro no podrá sacar más de mil francos…

—¿Por qué?

—Pues porque se vería obligada a firmar un recibo como propietaria, y entonces tendría un pleito con los herederos. Si es mi mujer, sería yo quien lo vendería al señor Magus, y a un comerciante sólo se le pide la inscripción en el libro de compras, y allí yo pondría que el señor Schmucke me lo ha vendido. Lo mejor que puede hacer es dejar la tabla en mi casa… Si su marido se muere, puede usted tener muchos conflictos, y nadie encontraría extraño que yo tuviera un cuadro en mi casa… Usted ya me conoce… Además, si quiere, le hago un recibo.

En la situación delictiva en la que había sido sorprendida, la ávida portera aceptó sin pararse a pensarlo esta proposición, que la ligaba para siempre al chamarilero.

—Tiene razón tráigame el recibo —dijo guardando el cuadro en su cómoda.

—Vecina —dijo el chamarilero en voz baja, llevando a la Cibot hasta el umbral de la puerta—, estoy viendo que no vamos a poder salvar a nuestro amigo Cibot; ayer por la tarde el doctor Poulain lo desahució, y dijo que no pasaría de hoy… ¡Qué desgracia tan grande! Pero, al fin y al cabo, éste no es un sitio para usted… Su lugar está en una tienda de antigüedades bien bonita, en el bulevard de los Capuchinos. ¿Sabía usted que en los últimos diez años he ganado cerca de cien mil francos, y que si llega un día en que usted tenga otros tantos, yo me encargo de redondearle una buena fortuna…? Siempre que sea mi mujer… Sería usted una señora… bien, servida por mi hermana, que se encargaría de la casa, y…

El seductor se vio interrumpido por las desgarradoras quejas del sastre, que entraba en la agonía.

—Váyase —dijo la Cibot—, es usté un mostruo de hablarme de estas cosas, cuando mi probre marido se está muriendo de esta manera…

—¡Ah! —dijo Rémonencq—. Es que yo la quiero, y cuando estoy a su lado pierdo la cabeza y sería capaz…

—Si me quisiera, en estos momentos no me diría nada —respondió ella.

Y Rémonencq volvió a meterse en su tienda, seguro de que llegada a casarse con la Cibot.

Alrededor de las diez, hubo en la puerta de la casa una especie de tumulto, ya que administraban los sacramentos al señor Cibot. Todos los amigos de los Cibot, los porteros y porteras de la calle de Normandía y de las calles adyacentes, llenaban la portería, obstruían la puerta cochera y se estacionaban delante de ésta, en la calle. Debido a esta circunstancia, nadie prestó atención al señor Léopold Hannequin, a quien acompañaba un colega, ni a Schwab y Brunner, que pudieron llegar hasta el domicilio de Pons sin ser vistos por la señora Cibot. La portera de la casa vecina, a quien se dirigió el notario para saber en qué piso vivía Pons, se lo indicó. En cuanto a Brunner, que llegó junto con Schwab, va había venido en una ocasión a ver el museo Pons, y enseñó el camino a su socio… Pons anuló formalmente el testamento de la víspera, e instituyó a Schmucke su heredero universal. Una vez terminada esta ceremonia. Pons después de haber dado las gracias a Schwab y a Brunner, y de haber recomendado vivamente al señor Léopold Hannequin los intereses de Schmucke, cavó en una postración tal, a consecuencia de la energía que había desplegado en la escena nocturna con la Cibot y en el último acto de su vida social, que Schmucke rogó a Schwab que fuese a llamar al padre Duplanty, va que no quería separarse de su amigo, y Pons reclamaba los sacramentos.

Sentada al pie de la cama de su marido, la Cibot, quien por otra parte va había sido despedida por los dos amigos, no se ocupó para nada de la comida de Schmucke. Pero los acontecimientos de aquella mañana, el espectáculo de la agonía resignada de Pons, que moría estoicamente, había destrozado el corazón de Schmucke de tal modo que no sintió el hambre.

Sin embargo, hacia las dos de la tarde, al no haber visto al viejo alemán, la portera, en parte por curiosidad, en parte por interés, rogó a la hermana de Rémonencq que fuese a ver si Schmucke necesitaba algo. En aquel mismo momento, el padre Duplanty, a quien el pobre músico había hecho su última confesión, le administraba la extremaunción. La señora Rémonencq turbó, pues, esta ceremonia con sus reiterados campanillazos. Pero, como Pons habla hecho jurar a Schmucke que no dejaría entrar a nadie, tal era su temor de que le robasen, Schmucke dejó llamar a la señorita Rémonencq, quien volvió a bajar muy asustada y dijo a la Cibot que Schmucke no le había abierto la puerta. Fraisier tomó buena nota de aquel hecho tan significativo. Schmucke, que era la primera vez que veía morir a alguien, iba a encontrarse con todos los conflictos que tiene un hombre en París con un muerto en la casa, sobre todo cuando carece de ayuda, de servidores y de consuelos. Fraisier, que sabía que los parientes verdaderamente afligidos pierden la cabeza en estos casos, y que, desde aquella mañana, permanecía en la portería en conferencia perpetua con el doctor Poulain, concibió la idea de dirigir el mismo todos los movimientos de Schmucke.

He aquí cómo los dos amigos, el doctor Poulain y Fraisier, se las arreglaron para conseguir este importante resultado.

El pertiguero de la iglesia de San Francisco, un antiguo vidriero llamado Cantinet, vivía en la calle de Orléans, en la casa vecina a la del doctor Poulain. La señora Cantinet, una de las silleras de la iglesia, había sido atendida gratuitamente por el doctor Poulain, a quien naturalmente estaba obligada por la gratitud, y a quien contaba a menudo las desdichas de su vida. Los dos cascanueces, que todos los domingos y días de precepto iban a los oficios de San Francisco, estaban en buenas relaciones con el pertiguero, el macero y el que daba el agua bendita, es decir, con toda esa milicia eclesiástica que en París se llama el bajo clero, y a la que los fieles terminan por dar pequeñas propinas. La señora Cantinet conocía, pues, tan bien a Schmucke, como Schmucke la conocía a ella. Esta señora se veía abrumada por dos desgracias que permitieron a Fraisier hacer de ella un instrumento ciego e involuntario. El joven Cantinet, apasionado por el teatro, se había negado a seguir el camino de la Iglesia, que podía conducirle al cargo de macero, había debutado como comparsa en el Circo Olímpico, y llevaba una vida desordenada que preocupaba mucho a su madre, cuya bolsa se vaciaba a menudo debido a préstamos forzosos. Por otra parte, Cantinet, entregado al alcohol y a la pereza, se había visto obligado por estos dos vicios a abandonar el comercio. Lejos de enmendarse, aquel desgraciado halló en sus funciones eclesiásticas pábulo para sus dos pasiones: no hacía nada, bebía con los cocheros de las bodas, con los empleados de las pompas fúnebres y con los mendigos que socorría el cura, de modo que a partir del mediodía su rostro se amorataba.

La señora Cantinet se veía condenada a la miseria en la vejez, a pesar, como decía ella, de haber aportado doce mil francos de dote a su marido. La historia de estas desdichas, cien veces repetidas al doctor Poulain, sugirió a éste la idea de servirse de ella para lograr introducir en casa de Pons y de Schmucke a la señora Sauvage, como cocinera y mujer de hacer faenas. Presentar a la señora Sauvage era imposible; ya que la desconfianza de los dos cascanueces se había hecho absoluta, y la negativa de abrir la puerta a la señorita Rémonencq había sido para Fraisier un hecho suficientemente significativo. Pero los dos amigos consideraron evidente que los piadosos músicos aceptarían a ciegas una persona que les fuese presentada por el padre Duplanty. La señora Cantinet, de acuerdo con su plan, iría acompañada de la señora Sauvage; y la criada de Fraisier, una vez allí dentro, sería como el propio Fraisier.

 

 

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