LVIII

Un crimen punible

 

Rémonencq, desde hacía diez días, hacía las veces de la Providencia, lo cual molesta extraordinariamente a la Justicia, que aspira a representarla en exclusiva. Rémonencq quería desembarazarse a toda costa del único obstáculo que se oponía a su felicidad. Para él la felicidad consistía en casarse con la apetecible portera y triplicar su capital. Y al ver al sastrecillo beberse su tisana, se le había ocurrido la idea de convertir una indisposición en una enfermedad mortal, y su oficio de chatarrero le había proporcionado los medios.

Una mañana, mientras fumaba su pipa con la espalda apoyada en la chambrana de la puerta de su tienda, soñando en una hermosa casa de antigüedades en el bulevard de la Madeleine, donde la Cibot, soberbiamente vestida, se daría aires de gran señora, sus ojos se posaron sobre una arandela de cobre muy oxidada. Súbitamente se le ocurrió la idea de ir limpiando poco a poco su arandela en la tisana de Cibot; ató un cordelito a la arandela, que era del tamaño de una moneda de cinco francos, y mientras la Cibot se hallaba ocupada en casa de sus señores, iba todos los días a interesarse por la salud de su amigo el sastre; durante esta visita de unos pocos minutos, sumergía en la taza la arandela oxidada; y al irse, la recuperaba tirando del cordel. Esta leve adición de cobre cargado de su óxido, vulgarmente llamado cardenillo, introducía secretamente un principio deletéreo en la benéfica tisana, pero en proporciones homeopáticas, lo cual le haría causar daños incalculables. Veamos cuáles fueron los resultados de esta homeopatía criminal. Al tercer día, al pobre Cibot se le cayeron los cabellos, los dientes le temblaban en los alveolos, y la economía de todo el organismo quedó profundamente afectada por aquella imperceptible dosis de veneno. El doctor Poulain se devanaba los sesos al ver los efectos de la infusión, ya que era lo suficientemente entendido como para reconocer la acción de un agente destructor. Se llevó la tisana sin que nadie se enterara y la analizó él mismo; pero no encontró nada. El azar dispuso que aquel día, Rémonencq, asustado por las consecuencias de su acción, no hubiese sumergido en la taza su arandela fatal. El doctor Poulain se justificó ante sí mismo y ante la ciencia, suponiendo que, a consecuencias de una vida sedentaria en una portería húmeda, la sangre del sastre, que se pasaba todo el día encorvado sobre la mesa, ante aquella ventana con rejas, había podido descomponerse por falta de ejercicio, y sobre todo por respirar continuamente las emanaciones de un fétido arroyo. La calle de Normandía es una de esas calles viejas de calzada partida, en las que la ciudad de París aún no ha puesto fuentes públicas, y en las que un arroyo negruzco recoge las malolientes aguas residuales de todas las casas, que se filtran en la tierra y dan origen al fango tan peculiar de la ciudad de París.

La Cibot iba y venía constantemente, mientras que su marido, trabajador incansable, permanecía siempre ante aquella ventana, sentado como un faquir. Las rodillas del sastre se habían anquilosado, la sangre se aglomeraba en el busto; las piernas delgadas y retorcidas, se convertían en miembros casi inútiles. Y así era como el color cobrizo de Cibot parecía naturalmente enfermizo desde hacía mucho tiempo. La buena salud de la mujer y la enfermedad del marido parecían al doctor un hecho natural.

—¿Pero qué mal tiene mi pobre Cibot? —había preguntado la portera al doctor Poulain.

—Mi querida señora Cibot —respondió el medico—, se muere de la enfermedad de los porteros… Su caquexia general nos anuncia que tiene la sangre incurablemente viciada.

Un crimen sin objeto, que no beneficiaba a nadie, en el que nadie tenía interés, terminó por borrar de la mente del doctor Poulain sus primeras sospechas. ¿Quién podía querer matar a Cibot? ¿Su mujer? El médico la veía probar la tisana de Cibot mientras la azucaraba. Son muchos los crímenes que escapan a la venganza de la sociedad; y en general son los que se cometen, como éste, sin que haya pruebas evidentes de un acto de violencia: la sangre vertida, el estrangulamiento, los golpes, en una palabra, los procedimientos toscos y groseros; pero sobre todo cuando el asesinato aparentemente no beneficia a nadie, y se comete entre las clases inferiores. El crimen se denuncia por su vanguardia, por odios, por codicias visibles de las que se entera la gente ante cuyos ojos se vive. Pero en las circunstancias en las que se encontraban el sastrecillo, Rémonencq y la Cibot, nadie tenía interés en buscar el motivo de la muerte, excepto el médico. Aquel portero enfermizo, de rostro oliváceo, sin dinero, adorado por su mujer, carecía de enemigos. Los móviles y la pasión del chamarilero se ocultaban en la sombra, así como la fortuna de la Cibot. El médico conocía a fondo a la portera y sus sentimientos, la creía capaz de atormentar a Pons; pero sabía que no tenía ningún interés —y tampoco suficiente valor— de cometer un crimen; además, ella misma bebía una cucharadita de tisana cada vez que el doctor venía, y que la daba a beber a su marido.

Poulain, el único de quien podía venir la luz, creyó en algún azar del mal, una de estas sorprendentes excepciones que hacen de la medicina una profesión tan peligrosa. Y, en efecto, el sastrecillo, como consecuencia de su vida casi meramente vegetativa, se encontraba en tan malas condiciones de salud, que aquella imperceptible adición de óxido de cobre debía matarle.

Las comadres, los vecinos, reaccionaron también de un modo que contribuyó a alejar toda sospecha de Rémonencq y a justificar aquella muerte súbita.

—¡Ah! —exclamaba uno—. ¡Ya hace tiempo que yo decía que el señor Cibot tenía muy mal aspecto!

—Trabajaba demasiado —respondía otro—; este hombre se ha matado trabajando.

—Nunca me hacía caso —decía un vecino—; yo le aconsejaba que el domingo fuera a dar un paseo y que el lunes no trabajara, porque yo creo que dos días a la semana para descansar no es demasiado.

En resumen, que los rumores del barrio, tan delatores, y que la justicia recoge por medio de la oreja del comisario de policía, este rey de la clase baja, explicaban perfectamente la muerte del sastrecillo. Sin embargo, el aire pensativo, los ojos inquietos del señor Poulain, preocupaban mucho a Rémonencq; y por esto, cuando vio venir al doctor, se ofreció precipitadamente a Schmucke para ir a buscar a aquel señor Trognon a quien conocía Fraisier.

—Volveré cuando se haga el testamento —dijo Fraisier al oído de la Cibot—; piense que, a pesar de su dolor, tiene que velar por sus intereses.

El leguleyo, que desapareció con la ligereza de una sombra, encontró a su amigo el médico.

—¡Hombre, Poulain! —exclamó—. Todo va sobre ruedas. Estarnos salvados… ¡Esta noche te diré cómo! Piensa en el puesto que más te convenga, lo tendrás… Yo ya soy juez de paz… Tabareau no podrá seguir negándome a su hija… En cuanto a ti, yo me encargo de que te cases con la señorita Vitel, la nieta de nuestro juez de paz.

Fraisier dejó a Poulain estupefacto ante aquellas extravagantes palabras, y se precipitó hacia el bulevar como una bala; hizo una señal al ómnibus, y en diez minutos este moderno carruaje le dejó a la altura de la calle de Choiseul. Eran cerca de las cuatro, y Fraisier estaba seguro de encontrar sola a la presidenta, ya que los magistrados no suelen abandonar el Palacio de Justicia antes de las cinco.

La señora de Marville recibió a Fraisier con una amabilidad que demostraba que, cumpliendo la promesa que había hecho a la señora Vatinelle, el señor Leboeuf había hablado favorablemente del antiguo procurador de Mantes. Amélie estuvo casi zalamera con Fraisier, como la Duquesa de Montpensier debió serlo con Jacques Clément; porque aquel abogadillo era su puñal. Pero cuando Fraisier presentó la carta colectiva en la que Élie Magus y Rémonencq se comprometían a adquirir toda la colección de Pons por la suma de novecientos mil francos pagados al contado, la presidenta dirigió al abogado una mirada en la que parecía brillar la mencionada suma. Una oleada de codicia llegó hasta el leguleyo.

—El señor presidente —le dijo ella— me ha encargado que en su nombre le invite a cenar con nosotros mañana por la noche; estaremos en familia; los otros comensales serán el señor Godeschal, el sucesor de mi procurador maître Desroches, Berthier —nuestro notario—, mi yerno y mi hija… Después de comer, usted, yo, el notario y el procurador, celebraremos la pequeña conferencia que usted solicitó, y le transmitiré nuestros poderes. Estos dos caballeros, tal como usted exige, estarán a sus órdenes, y velarán para que todo eso se desarrolle sin incidentes. Cuando la necesite tendrá también la procura del señor de Marville…

—La necesitaré el día del fallecimiento…

—Estará preparada.

—Señora presidenta, si pido una procura, si quiero que su procurador no intervenga para nada, no es por interés mío, sino por el bien de ustedes… ¡Yo, cuando me doy, me doy por entero…! Y en justa compensación, pido la misma fidelidad, la misma confianza a mis protectores, ya que en este caso, no me atrevo a llamarles mis clientes. Ustedes pueden creer que, al obrar de este modo, lo que quiero es dirigir yo todo el asunto; no, no, señora mía… Si llegaran a cometerse acciones reprensibles…, ya que tratándose de una herencia, a veces se pasan ciertos límites…, sobre todo cuando están en juego novecientos mil francos… Pues bien, ustedes no pueden desautorizar a un hombre como maître Godeschal, que es la honradez personificada; pero cabe echar todas las culpas a un abogadillo que nadie conoce…

La presidenta miró a Fraisier con admiración.

—Llegará usted muy arriba o muy abajo —le dijo—. Yo en su lugar, en vez de ambicionar este retiro de juez de paz, aspiraría a ser fiscal… ¡en Mantes! Y empezar una brillante carrera.

—¡Déjeme hacer y verá! Ser juez de paz para el señor Vitel, significa ir vegetando, pero yo haré de este cargo un caballo de batalla.

Y así la presidenta se vio llevada a hacer a Fraisier su última confidencia.

—Señor Fraisier, le considero ya tan afecto a nuestros intereses —dijo— que voy a explicarle las dificultades de nuestra posición y nuestras esperanzas. El presidente, cuando se proyectó la boda de su hija con un intrigante, que luego se hizo banquero, deseaba vivamente aumentar la propiedad de Marville con unos pastos que entonces estaban en venta. Como usted ya sabe, nos hemos desprendido de aquella magnífica finca para casar a mi hija; pero como mi hija es hija única, yo tengo grandes deseos de adquirir el resto de estos pastos. Son unos prados muy hermosos que en parte ya han sido vendidos, y ahora pertenecen a un inglés que vuelve a Inglaterra después de haber vivido allí durante veinticinco años; ha construido la más encantadora de las casas de campo, maravillosamente situada, entre el parque de Marville y los prados que en otros tiempos dependían de la finca, y para hacerse un parque, ha comprado, a unos precios locos, sotos, bosquecillos y jardines. Esta casa, con sus dependencias, armoniza admirablemente con el paisaje, y linda con los muros del parque de mi hija. Los pastos y la casa podríamos tenerlos por setecientos mil francos, ya que el producto neto de los prados es de veinte mil francos… Pero si el señor Wadman se entera de que somos nosotros quienes lo compramos, sin duda pedirá dos o trescientos mil francos de más, ya que los pierde, si, como suele hacerse con fincas rústicas, la casa no cuenta para nada…

—Señora presidenta, a mi entender, puede usted estar tan segura de la herencia, que me ofrezco a hacer el papel de comprador en beneficio de ustedes, y me encargaré de conseguirles la tierra lo más barata posible, mediante un contrato privado, como se hace con los que negocian en tierras… Me presentaré al inglés como tal. Conozco este tipo de asuntos, en Mantes eran mi especialidad; Vatinelle había doblado el valor de su bufete, ya que yo trabajaba en su nombre…

—Así se comprenden sus relaciones con la señora Vatinelle… Hoy en día debe ser muy rico este notario, ¿verdad?

—Sí, pero la señora Vatinelle gasta mucho… De modo que no tiene por qué preocuparse; yo le serviré al inglés en bandeja…

—Si lo consigue, se hará acreedor a nuestra eterna gratitud… Adiós, mi querido señor Fraisier. Hasta mañana…

Fraisier salió saludando a la presidenta con menos servilismo que la última vez.

—¡Mañana ceno en casa del presidente de Marville! —se decía Fraisier—. Ya son míos. Ahora, para acabar de redondear el asunto, sólo me falta poder ser el consejero de este alemán, en la persona de Tabareau, el escribano del juez de paz. Este Tabareau que me niega a su hija, hija única, me la dará si soy juez de paz. La señorita Tabareau es una joven demasiado alta, pelirroja y tísica, pero es propietaria, gracias a su madre, de una casa en la plaza Real; o se, que seré elegible. A la muerte de su padre aún tendrá unas seis mil libras de renta. No es que sea guapa; pero ¡santo Dios!, para pasar de cero a dieciocho mil francos de renta no hay que fijarse mucho en el escalón que nos ayuda a subir…

Y, mientras volvía a la calle de Normandía por los bulevares, se abandonaba a este sueño de oro; se abandonaba a la dicha de estar ya para siempre a salvo de toda preocupación económica; pensaba en casar a la señorita Vitel, la hija del juez de paz, con su amigo Poulain. Se veía a sí mismo, de acuerdo con el doctor, como uno de los reyes del barrio, dominando las elecciones municipales, militares y políticas. Los bulevares parecen cortos cuando quien se pasea por ellos, pasea así su ambición a caballo de la fantasía.

 

 

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