LVII

En el que Schmucke se eleva hasta el trono de dios

 

—Señora Cibot —dijo el pobre Pons cuando volvió la portera—, ¿se han ido?

—¿Si se han ido? ¿Quiénes? —preguntó.

—Estos hombres…

—¿Qué hombres? ¡Vamos, ahora resulta que ha visto hombres! —dijo—. Acaba de tener una subida de la fiebre que si no llega a ser por mí, se echa por la ventana, y encima me sale ahora con no sé qué de hombres… ¿Va a durar mucho todo esto?

—Pero ¡cómo!, hace un momento ¿no había aquí un señor que decía que había sido enviado por mi familia?

—Mire, no me haga perder los estribos —dijo la portera—. ¿Sabe usté dónde tendría que estar? ¡En Chalenton…! ¡Ya ve hombres!

—¡Élie Magus! ¡Rémonencq!

—¡Ah, bueno! A Rémonencq sí que puede haberlo visto, porque ha subido a decirme que mi pobre Cibot ha empeorado; o sea que tendré que plantarles, y ya se apañarán. ¡Mi Cibot es antes que nada, ea! Cuando mi marido está enfermo yo ya no conozco a nadie. Procure tranquilizarse y dormir un par de horitas, que ya he mandado llamar al señor Poulain y volveré con él… Ande, beba esto y sea bueno.

—¿Que no había nadie aquí, en mi habitación, hace un momento, cuando me he despertado?

—¡Nadie! —dijo la portera—. Habrá visto usté al señor Rémonencq por el espejo.

—Tiene razón, señora Cibot —dijo el enfermo, amansándose como un cordero.

—Eso es, sea razonable… Adiós, querubín mío, quédese tranquilo que vuelvo dentro de un segundo.

Cuando Pons oyó que se cerraba la puerta del piso, reunió sus últimas fuerzas para levantarse, ya que se dijo:

—¡Me engañan! ¡Me roban! Schmucke es como un niño que se deja engañar por cualquiera.

Y el enfermo, animado por el deseo de aclarar el misterio de aquella horrible escena que le parecía demasiado real para ser una visión, logró llegar hasta la puerta de su alcoba, la abrió penosamente y se encontró en su salón donde la vista de sus queridos cuadros, de sus estatuas, de sus bronces florentinos, de sus porcelanas le reanimó. El coleccionista, en bata, con las piernas desnudas, la cabeza ardiendo, pudo dar la vuelta a las dos calles formadas por los aparadores y los armarios que dividían así el salón en dos partes. En un primer golpe de vista su dueño lo contó todo y advirtió que el museo estaba completo. Ya iba a dar media vuelta cuando su mirada se fijó en un retrato de Greuze que estaba en el lugar del Caballero de Malta de Sebastián del Piombo. La sospecha surcó su inteligencia como un relámpago Taya un cielo tormentoso. Miró hacia los lugares ocupados por sus ocho mejores cuadros y vio que todos habían sido sustituidos. De repente los ojos del pobre hombre quedaron cubiertos de un velo negro, sufrió un desvanecimiento y se desplomó. Este desmayo fue tan completo que Pons permaneció en el suelo durante dos horas; allí le encontró Schmucke, cuando el alemán se despertó y salió de su habitación para ir a ver a su amigo. Schmucke a costa de grandes esfuerzos logró levantar al moribundo y volverle a meter en la cama; pero cuando dirigió la palabra a lo que era ya casi un cadáver y no recibió más que una mirada vidriosa y unas palabras vagas y balbuceantes, el pobre alemán, en lugar de perder la cabeza se convirtió en un héroe de la amistad. Empujado por la desesperación, aquel hombre-niño tuvo estas inspiraciones que sólo tienen las mujeres enamoradas o las madres. Empapó toallas en agua caliente (¡fue capaz de encontrar toallas!), envolvió con ellas las manos de Pons y se las puso también en la boca del estómago; luego cogió aquella frente húmeda y fría entre sus manos y evocó la vida con un poder de voluntad digno de Apolonio de Tiana. Besó a su amigo en los ojos como estas Marie que los grandes escultores italianos han esculpido en los bajo relieves llamados Pietà, besando el Cristo. Estos esfuerzos divinos, esta efusión de una vida a otra, esta obra de madre y de amante fue coronada con un pleno éxito. Al cabo de una media hora, Pons, reconfortado, volvió a adquirir apariencia humana: el color vital volvió a los ojos, el calor interior suscitó el movimiento en los órganos. Schmucke hizo beber a Pons agua de melisa mezclada con vino, el espíritu de la vida se encarnó en aquel cuerpo y la inteligencia brilló de nuevo en aquella frente que poco antes era insensible como una piedra. Pons comprendió entonces a qué santa abnegación, a qué poder de amistad se debía aquella resurrección.

—¡De no ser por ti, estaría muerto! —dijo sintiéndose el rostro dulcemente bañado por las lágrimas del buen alemán que reía y lloraba a un mismo tiempo.

Al oír esta frase, mentalmente implorada en el delirio de la esperanza, que equivale al de la desesperación, el pobre Schmucke, agotadas todas sus fuerzas, pareció deshincharse como un globo pinchado. Le tocó a él el turno de caer, se abandonó en un sillón y juntando las manos, dio gracias a Dios con una ferviente plegaria. ¡Para él acababa de producirse un milagro! No creía en el poder de su oración, pero sí en el del Dios a quien había invocado. Sin embargo, el milagro era un efecto natural que los médicos han constatado a menudo.

Un enfermo a quien se prodiga el afecto, cuidado por personas que se interesan por su vida, en igualdad de condiciones se salva del mal que hace sucumbir a quien está en manos de mercenarios. Los médicos se niegan a ver en estos casos los efectos de un magnetismo involuntario, y atribuyen este resultado a una medicación adecuada y al exacto cumplimiento de sus disposiciones. Pero muchas madres conocen la virtud de estas ardientes proyecciones de un constante deseo.

—¡Mi buen Schmucke…!

—No haples, ya oico lo gue dice du gorazón… ¡Tesgansa, tesgansa! —dijo el músico sonriendo.

—¡Pobre amigo mío! ¡Qué alma más noble! ¡Hijo de Dios que vive en Dios! ¡El único ser que me ha amado! —dijo Pons con interjecciones, dando a su voz modulaciones desconocidas.

El alma, dispuesta ya casi a volar, se hallaba contenida por entero en estas palabras, que proporcionaron a Schmucke goces casi iguales a los del amor.

—¡Fife, fife sopre dodo! Yo seré gomo un león, drabajaré bara los dos…

—Escúchame, mi buen, mi fiel, mi adorable amigo… Déjame hablar, el tiempo urge, porque yo ya estoy muerto, y no volveré a recuperarme de otras crisis como ésta…

Schmucke lloraba como un niño.

—Escúchame, luego llorarás… —dijo Pons—. Eres cristiano y tienes que someterte. Me han robado y ha sido la Cibot… Antes de dejarte, tengo que explicarte cómo son las cosas de la vida, tú no las conoces… Han robado ocho cuadros que valían muchísimo.

—Berdóname, yo los he fendido…

—¿Tú?

—Yo… —dijo el pobre alemán—, nos hafían denunciado por teutas…

—¿Denunciado? ¿Quién?

—¡Esbera…!

Schmucke fue a buscar el papel timbrado que había dejado el alguacil y se lo mostró a Pons.

Pons leyó atentamente aquel grimorio. Después de leerlo, dejó caer el papel y guardó silencio. Aquel observador del trabajo humano que hasta entonces se había despreocupado del moral, terminó por contar todos los hilos de la trama urdida por la Cibot. Su verbo de artista, su inteligencia de alumno de la Academia de Roma, toda su juventud, volvió a él por unos instantes.

—Mi buen Schmucke, obedéceme militarmente. ¡Escucha! Baja a la portería y dile a ese monstruo de mujer que quisiera volver a ver a la persona que me ha enviado mi primo el presidente, y que si esta persona no se presenta, tengo la intención de legar mi colección al museo; que quiero hacer testamento.

Schmucke cumplió el encargo; pero apenas había empezado a hablar cuando la Cibot le respondió con una sonrisa.

—Mi buen señor Schmucke, nuestro querido enfermo ha tenido un aceso de fiebre y ha creído ver gente en su habitación. Yo le doy mi palabra de mujer honrada que no ha venido nadie de parte de la familia de nuestro querido enfermo…

Schmucke fue a llevar la contestación que repitió textualmente a Pons.

—¡Vaya, es más pilla, más astuta, más maquiavélica de lo que creía! —dijo Pons sonriendo—; miente con un descaro… Figúrate que esta mañana ha traído aquí a un judío que se llama Élie Magus, a Rémonencq y a otro hombre que no conozco, pero que él solo tiene un aspecto más horrible que los otros dos juntos. Ella contaba que, mientras yo dormía, se podría evaluar mi herencia, pero la casualidad ha hecho que me despertara y les he visto a los tres sopesando mis tabaqueras. Luego el desconocido ha dicho que había sido enviado por los Camusot, y he hablado con él… ¡Y esta infame Cibot luego me ha sostenido que yo soñaba! ¡Mi buen Schmucke, yo no estaba soñando! He oído perfectamente a este hombre, me ha hablado… Los dos comerciantes se han asustado y se han ido… Creía que la Cibot se iba a volver atrás… Bueno, la tentativa ha sido inútil… Voy a tenderle otra trampa en la que esta malvada tiene que caer… Mi pobre amigo, tú crees que la Cibot es un ángel, y es una mujer que, desde hace un mes, me está asesinando movida por la codicia. Yo me resistía a creer en tanta maldad en una mujer que nos había servido fielmente durante varios años. Esta vacilación me ha perdido… ¿Cuánto te han dado por los ocho cuadros?

—Cingo mil vrancos.

—¡Santo Dios, valen veinte veces más! —exclamó Pons—. Es la flor y nata de mi colección. No tengo tiempo de intentar un proceso; además, ello equivaldría a ponerte en evidencia, por haberte dejado engañar por estos granujas… ¡Un proceso te mataría! ¡Tú no sabes lo que es la justicia! La cloaca de todas las infamias… Al ver tantos horrores, las almas como la tuya sucumben. Y además, ya serás suficientemente rico. Estos cuadros me costaron cuatro mil francos, y los tengo desde hace treinta y seis años… Pero nos han robado con una habilidad sorprendente… Yo ya estoy al borde de la tumba, y tú eres el único que me preocupa…, tú, el mejor de los hombres. Y no quiero que te veas despojado, porque todo lo que tengo es tuyo. O sea que hay que desconfiar de todo el mundo, y tú nunca has desconfiado. Dios te protege, ya lo sé; pero puede olvidarte un momento, y serías desvalijado y robado como un barco mercante. La Cibot es un monstruo, ¡me está matando…! Y tú ves en ella a un ángel; quiero que la conozcas; ve a decirle que, por favor, te indique un notario, porque quiero hacer testamento… ahora la verás tal como es…

Schmucke escuchaba a Pons como si le estuviese contando el Apocalipsis; que existiese un ser tan perverso como debía ser la Cibot, si Pons tenía razón, equivalía para él a negar la Providencia.

—Mi bopre amico Bons se engüendra dan mal —dijo el alemán, una vez estuvo de nuevo en la portería, dirigiéndose a la señora Cibot—, gue guiere hacer desdamento; faya a puscar un nodario…

Schmucke había hablado en presencia de varias personas, ya que el estado de Cibot era casi desesperado. Rémonencq, su hermana, dos porteras de unas casas vecinas que habían acudido, tres criados de unos inquilinos de la casa y el inquilino del primer piso que da a la calle, se hallaban obstruyendo la puerta cochera.

—¡Ah, vaya usté mismo a buscar un notario! —exclamó la Cibot con lágrimas en los ojos—. ¡Que le haga su testamento quien quiera! Cuando mi pobre Cibot está a las puertas de la muerte, no seré yo quien le deje para servirles… Daría todos los Pons del mundo para conservar a Cibot…, un hombre que en treinta años de casados no me ha dado ni así de un disgusto…

Y volvió a meterse en la portería, dejando a Schmucke sin saber qué hacer.

—¿Así que el señor Pons está muy mal? —preguntó a Schmucke el inquilino del primer piso.

Este inquilino, llamado Jolivard, era un empleado del registro, en las oficinas del Palacio de Justicia.

—¡Ha esdado a bunto de morirse, hace un momendo! —respondió Schmucke, con profundo dolor.

—Aquí cerca, en la calle San Luis, vive el notario señor Trognon —observó el señor Jolivard—. Es el notario del barrio.

—¿Quiere que le vaya a buscar? —preguntó Rémonencq a Schmucke.

—Sí, bor vafor… —respondió Schmucke—, ya gue la señora Cipod no puede adender a mi amico, brefiero no tejarle solo en el esdado en que esdá…

—La señora Cibot nos estaba diciendo que está perdiendo el juicio —siguió Jolivard.

—¿Bons logo? —exclamó Schmucke aterrorizado—. Nunga ha denido más lucitez… esdo es lo gue hace gue me breocupe más bor su salut…

Todas las personas que componían aquel grupo escuchaban la conversación con una curiosidad muy natural, que hizo que se grabara en su memoria. Schmucke, que no conocía a Fraisier, no pudo reparar en aquel rostro satánico y aquellos ojos brillantes. Fraisier, pronunciando unas palabras al oído de la Cibot, había sido el autor de aquella escena tan audaz, que tal vez rebasaba las posibilidades de la Cibot, quien, sin embargo, había desempeñado su papel con una seguridad asombrosa. Hacer pasar por loco al moribundo, era una de las piedras angulares del edificio construido por el leguleyo. El incidente de la mañana había sido aprovechado por Fraisier; y de no ser por él, tal vez la Cibot, en su turbación, se habría desmentido cuando el inocente Schmucke había ido a tenderle un lazo rogándole que volviera a llamar al enviado de la familia. Rémonencq, que vio venir al doctor Poulain, buscó un pretexto para desaparecer. Y he aquí el porqué.

 

 

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