LXIV

Donde reaparece la Sauvage

 

Cuando el padre Duplanty llegó a la puerta cochera, tuvo que detenerse durante unos momentos, debido a la multitud de amigos de Cibot que iban a interesarse por el más antiguo y el más apreciado de los porteros del barrio.

El doctor Poulain saludó al padre Duplanty, le llevó aparte y le dijo:

—Voy a subir a ver al pobre señor Pons; aún podría salir de ésta; se trata de convencerle de sufrir la operación de extracción de los cálculos que se le han formado en vesícula; se notan al tacto, y provocan una inflamación que le causará la muerte; y quizás estaríamos a tiempo de intervenir. Usted debería emplear su influencia en su penitente, recomendándole que se sometiera a esta operación: yo respondo de su vida, siempre que durante la operación no se presente ningún contratiempo inesperado.

—Cuando haya dejado la píxide en la iglesia, volveré —dijo el padre Duplanty—, porque el señor Schmucke está en un estado de ánimo que necesita los consuelos de la religión.

—Acabo de enterarme de que está solo —dijo el doctor Poulain—. Parece ser que esta mañana ha tenido un pequeño altercado con la señora Cibot, que hace diez años que les lleva la casa, y se han peleado, sin duda momentáneamente; pero en las circunstancias en las que va a encontrarse, no es posible que no tenga a alguien al lado que le ayude. Ocuparse de él es una obra de caridad… Oiga, Cantinet —dijo el doctor, llamando al pertiguero—, pregunte a su mujer si quiere venir a velar al señor Pons y cuidar al señor Schmucke por unos días, en lugar de la señora Cibot… Además, aunque no hubiera habido esta disputa, la señora Cibot se hubiera visto obligada a buscar una sustituta… Es una mujer honrada —dijo el doctor al padre Duplanty.

—La elección no puede ser mejor —respondió el buen sacerdote—; tenemos toda la confianza en ella, y se encarga de cobrar el alquiler de las sillas.

Al cabo de unos minutos, el doctor Poulain seguía, en la cabecera de la cama, los progresos de la agonía de Pons, a quien Schmucke suplicaba en vano que se dejara operar. El viejo músico sólo respondía a las súplicas del pobre alemán desesperado, con movimientos de cabeza negativos, mezclados a veces con arrebatos de impaciencia. Por fin, el moribundo, reuniendo todas sus fuerzas, dirigió a Schmucke una terrible mirada y le dijo:

—¡Déjame morir tranquilo!

Schmucke estuvo a punto de morir de dolor; pero cogió la mano de Pons, la besó suavemente y la retuvo entre sus dos manos, intentando así comunicarle de nuevo su propia vida. Fue entonces cuando el doctor Poulain oyó llamar, y fue a abrir la puerta al padre Duplanty.

—Nuestro pobre enfermo —dijo Poulain— empieza a entrar en la agonía. Dentro de unas horas habrá expirado; sin duda enviará usted a un sacerdote para velarle esta noche; pero es preciso que el señor Schmucke pueda contar con la señora Cantinet y con una mujer de hacer faenas, porque es incapaz de pensar en nada; yo temo por su estado mental, y en la casa hay cosas de valor que deben ser vigiladas por personas de toda confianza.

El padre Duplanty, sacerdote bueno y digno, sin recelos ni malicia, quedó impresionado por la verdad de las observaciones del doctor Poulain; además, consideraba muy competente al médico del barrio; de modo que, sin trasponer el umbral de la cámara mortuoria, hizo una señal a Schmucke para que se acercara a hablar con él. Schmucke no acababa de decidirse a soltar la mano de Pons, que se crispaba, aferrándose a la suya como si estuviese cayendo en un precipicio y quisiera agarrarse a algo para evitar la caída. Pero ya es sabido que los moribundos son víctimas de una alucinación que les impulsa a aferrarse a todo lo que les rodea, como las personas que, en un incendio, se apresuran a llevarse consigo los objetos más valiosos, y Pons soltó a Schmucke para agarrarse a la colcha y atraerla hacia su cuerpo en un horrible y significativo movimiento de avaricia y de urgencia.

—¿Qué va a hacer usted solo, con su amigo muerto? —preguntó el buen sacerdote al alemán, quien se acercó entonces a escucharle—. No pueden contar con la señora Cibot…

—¡Es un monsdruo gue ha madado a Bons! —dijo Schmucke.

—Pero necesita a alguien que le ayude —intervino el doctor Poulain—, porque esta noche habrá que velar el cadáver.

—¡Yo lo felaré, yo rezaré doda la noche! —repuso el inocente alemán.

—¡Pero tendrá que comer! ¿Quién le va a cocinar? —dijo el doctor.

—¡El tolor me ha guidado el abedido! —respondió ingenuamente Schmucke.

—Bueno —dijo Poulain—, pero tendrá que ir a declarar la defunción con testigos, hay que desnudar el cadáver, amortajarlo, ir a las pompas fúnebres a encargar el entierro, hay que dar de comer a la persona que se quede junto al cadáver y al sacerdote que lo vele: ¿Podrá hacer todo esto solo? ¡En la capital del mundo civilizado la gente no se muere como un perro!

Schmucke abrió unos ojos muy asustados, y tuvo como un momentáneo ataque de locura.

—¡Bero Bons no se morirá! ¡Yo lo salfaré!

—Usted, dentro de poco, necesitará dormir… y entonces ¿quién va a reemplazarle? Porque habrá que ocuparse del señor Pons, darle de beber, hacer remedios…

—¡Ay! ¡Es fertat! —dijo el alemán.

—Bueno —siguió el padre Duplanty—, pues yo he pensado hacer que el ayude la señora Cantinet, que es una mujer buena y muy honrada…

El detalle de sus deberes sociales para con su amigo muerto, trastornó de tal modo a Schmucke, que hubiese querido morir con Pons.

—¡Es un niño! —dijo el doctor Poulain al padre Duplanty.

—¡Es un niño! —repitió maquinalmente Schmucke.

—Bueno —dijo el vicario—, voy a hablar con la señora Cantinet y le diré que venga.

—No se moleste usted —dijo el doctor—, es vecina mía y ahora yo vuelvo a mi casa.

La muerte es como un asesino invisible contra el cual lucha el moribundo; en la agonía recibe los últimos golpes, intenta devolverlos y combate. Pons había llegado a aquel momento supremo y emitió unos gemidos entrecortados por gritos. Inmediatamente, Schmucke, el padre Duplanty y Poulain corrieron junto al lecho del moribundo. De repente, Pons, afectado en su vitalidad por esta última herida que corta los vínculos que unen el alma al cuerpo, recobró por unos instantes la perfecta quietud que sigue a la agonía, volvió a estar lúcido, con la serenidad de la muerte pintada en el rostro, y contempló casi sonriendo a los que le rodeaban.

—¡Ah, doctor! ¡He sufrido mucho! Pero tenía usted razón, ahora me encuentro mejor… Muchas gracias, padre… ¡Ya no veía a Schmucke!

—Schmucke no ha comido desde ayer por la noche, y son las cuatro. Él es la única persona que tiene usted a su lado, y sería peligroso volver a llamar a la señora Cibot…

—¡Esta mujer es capaz de todo! —dijo Pons, manifestando todo su horror al oír el nombre de la Cibot—. Es verdad, Schmucke necesita que le ayude alguien honrado.

—El padre Duplanty y yo —dijo entonces Poulain—, hemos pensado en los dos…

—¡Ah, gracias…! —dijo Pons—. A mí no se me había ocurrido…

—El padre ha propuesto a la señora Cantinet… —dijo el doctor.

—¡Ah, la sillera! —exclamó Pons—. Sí, es muy buena mujer…

—No se lleva bien con la señora Cibot —siguió el doctor— y podrá cuidar al señor Schmucke…

—Dígala que venga, por favor, padre… Ella y su marido… Yo estaré tranquilo. Nadie podrá robar nada…

Schmucke había vuelto a coger la mano de Pons, y la apretaba jubilosamente, creyendo que su amigo recobraba la salud.

—Vámonos, padre —dijo el doctor—. Voy a decir a la señora Cantinet que venga lo antes posible; no creo engañarme; tal vez cuando llegue ya no encontrará vivo al señor Pons.

 

 

LXV

La muerte tal como es

 

Mientras el padre Duplanty decidía al moribundo a tomar por veladora a la señora Cantinet, Fraisier había llamado a su casa a la sillera, y la sometía a su corruptora conversación, y a las tretas de su habilidad de leguleyo, a las que era difícil resistir. Y así fue cómo la señora Cantinet, mujer flaca y amarillenta de dientes grandes, labios fríos, embrutecida por la desgracia, como muchas mujeres del pueblo, y que había llegado a ver la felicidad en los más insignificantes beneficios diarios, no tardó en acceder a tomar como asistenta a la señora Sauvage. La criada de Fraisier ya había recibido órdenes. Había prometido tejer como una tela de hilos de hierro en torno a los dos músicos, y velar por ellos como la araña vela por la mosca que tiene prisionera. La señora Sauvage debía recibir, como premio a sus esfuerzos, un estanco: de este modo Fraisier se desembarazaba de su supuesta nodriza, y ponía junto a la señora Cantinet a un espía y a un gendarme en la persona de la Sauvage. Como el piso de los dos amigos se componía además de un cuarto de servicio y de una pequeña cocina, la Sauvage podía dormir en un catre y cocinar para Schmucke. Cuando las dos mujeres, convocadas por el doctor Poulain, se presentaron en la casa, Pons acababa de exhalar el último suspiro, sin que Schmucke se diera cuenta. El alemán conservaba aún entre sus manos la mano de su amigo, de la que el calor huía progresivamente, e hizo una señal a la señora Cantinet para que no hablara; pero la soldadesca señora Sauvage le sorprendió de tal modo por su aspecto, que no pudo reprimir un movimiento de susto, a lo cual aquella mujer hombruna ya estaba acostumbrada.

—La señora —dijo la señora Cantinet— ha sido recomendada por el padre Duplanty, que responde de ella; ha sido cocinera en casa de un obispo, y es la honradez personificada; ella se encargará de cocinar.

—Oigan, ya pueden hablar en voz alta —exclamó la corpulenta y asmática Sauvage—, el pobre señor ha muerto… Acaba de dar el alma.

Schmucke lanzó un grito penetrante, sintió la mano de Pons helada que se ponía rígida, y permaneció con los ojos fijos en los de Pons, cuya expresión le hubiera vuelto loco a no ser por la señora Sauvage, quien, sin duda acostumbrada a aquella clase de trances, fue hacia la cama con un espejo en la mano, lo puso ante la boca del muerto, y al ver que no quedaba empañado por la respiración, separó rápidamente la mano de Schmucke de la mano del muerto.

—Es mejor que la deje, luego no podría sacarla; usted no sabe cómo se endurecen los huesos. Los muertos se enfrían pero que muy aprisa. Si no se arregla a un muerto mientras está tibio, luego hay que romperle los miembros…

Fue, pues, aquella terrible mujer quien cerró los ojos al pobre músico que acababa de expirar; luego, con esta destreza de las veladoras, oficio que había ejercido durante diez años, desnudó a Pons, extendió el cuerpo sobre la cama, juntó las manos a cada lado del cuerpo, y le cubrió la cara con el cobertor, exactamente igual que un empleado hace un paquete en una tienda.

—Necesito una sábana para amortajarlo: ¿dónde puedo cogerla…? —preguntó a Schmucke, a quien aquel espectáculo había dejado aterrorizado.

Después de haber visto a la religión procediendo con un respeto tan profundo por la criatura humana, destinada a una nueva vida en el Cielo, aquella especie de empaquetamiento en la que su amigo era tratado como una cosa, le produjo un dolor capaz de paralizar todo su pensamiento.

—Haca lo gue guiera… —repuso maquinalmente Schmucke.

Aquel ser inocente veía morir a un hombre por primera vez, y aquel hombre era Pons, su único amigo, el único ser humano que le había comprendido y querido…

—Voy a preguntar a la señora Cibot dónde están las sábanas —dijo la Sauvage.

—Necesitaremos un catre para que duerma esta señora —dijo la señora Cantinet a Schmucke.

Schmucke hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y rompió a llorar; la señora Cantinet dejó tranquilo al desdichado; pero al cabo de una hora volvió para decirle:

—Tendría que darnos dinero para ir a comprar.

Schmucke dirigió a la señora Cantinet una mira da capaz de desarmar los odios más feroces; señaló el rostro lívido, demacrado y afilado del muerto, como la mejor respuesta a todo.

—¡Gójanlo dodo, y téjeme llorar y rezar! —dijo arrodillándose.

La señora Sauvage había ido a anunciar la muerte de Pons a Fraisier, quien tomó inmediatamente un cabriolé para dirigirse a casa de la presidenta y pedirle, para el día siguiente, la procuración que le daba derecho a representar a los herederos.

—Señor Schmucke —dijo a éste la señora Cantinet, una hora después de su última pregunta—, he ido a ver a la señora Cibot, que es la que conoce mejor la casa, para que me dijera dónde estaban las cosas; pero como acaba de morirse el señor Cibot, me ha soltado un chaparrón de despropósitos… ¡Escúcheme usted, al menos…!

Schmucke miró a aquella mujer, incapaz de sospechar lo cruel que era en aquellos momentos; porque la gente del pueblo está acostumbrada a sufrir pasivamente los mayores dolores morales.

—Necesitamos ropa blanca para una mortaja, dinero para un catre, para que pueda dormir esta señora; también para comprar batería de cocina, fuentes, platos, vasos, porque va a venir un cura a pasar la noche, y esta señora no encuentra absolutamente nada en la cocina.

—Pero escúcheme —insistió la Sauvage—, yo necesito leña, carbón para preparar la cena, y no veo nada… Claro que esto no es de extrañar, porque creo que la Cibot se lo subía todo…

—Ya ve usted —dijo la señora Cantinet señalando a Schmucke, abrazado a los pies del muerto, en un estado de insensibilidad completa—, usted no quería creerme, pero no contesta a nada.

—Bueno, amiga mía —dijo la Sauvage—, voy a enseñarle qué es lo que se hace en estos casos.

La Sauvage abarcó el cuarto con una mirada semejante a la de los ladrones que tienen que adivinar los escondites donde debe hallarse el dinero. Se dirigió derechamente hacia la cómoda de Pons, abrió el primer cajón, vio la bolsa en la que Schmucke había guardado el resto del dinero procedente de la venta de los cuadros, y se la enseñó a Schmucke, quien hizo una señal de consentimiento maquinal.

—¡Aquí está el dinero! —dijo la Sauvage a la señora Cantinet—. Voy a contarlo, y cogeré lo necesario para comprar lo que haga falta… vino, comida, velas… en fin, todo, porque aquí no hay nada… Búsqueme en la cómoda una sábana para amortajar el cadáver. Ya me habían dicho que este pobre señor era muy pobre de espíritu, pero yo creo que es algo peor. Es como un recién nacido, habrá que meterle la comida en la boca…

Schmucke miraba a las dos mujeres y todo lo que hacían, exactamente igual que las habría mirado un loco.

Deshecho por el dolor, inmerso en un estado casi cataléptico, no cesaba de contemplar fascinado el rostro de Pons, cuyos rasgos se afinaban como consecuencia del reposo absoluto de la muerte. Esperaba morir y todo le era indiferente. Aunque un incendio hubiera devorado la habitación, no se hubiese movido.

—Aquí hay mil doscientos cincuenta y seis francos… —le dijo la Sauvage.

Schmucke se encogió de hombros. Cuando la Sauvage se dispuso a amortajar a Pons, y midió la sábana sobre el cadáver, a fin de cortar la mortaja y coserla, se entabló una horrible lucha entre ella y el pobre alemán. Schmucke parecía un perro que muerde a todos los que quieren tocar el cadáver de su amo. La Sauvage perdió la paciencia, cogió al alemán, le obligó a sentarse en un sillón y le forzó a permanecer quieto gracias a su fuerza hercúlea.

—Adelante, amiga mía, cosa al difunto dentro de la mortaja —dijo a la señora Cantinet.

Una vez terminada la operación, la Sauvage volvió a dejar a Schmucke en su lugar, al pie de la cama, y le dijo:

—¿No lo comprende usted? Había que vestirle de muerto…

Schmucke se echó a llorar; las dos mujeres le dejaron y fueron a tomar posesión de la cocina, que al poco rato llenaron, entre las dos, de todo lo necesario para la vida.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook