LXVI

La sensibilidad de una veladora

 

Después de dejar tras de sí una factura de trescientos sesenta francos, la Sauvage se puso a preparar una cena para cuatro personas, ¡y qué cena! Como plato fuerte, el faisán de los zapateros, una oca llena de grasa, luego una tortilla de confitura, legumbres variadas, y la institución que es el cocido, en el que todos los ingredientes se hallaban en una cantidad tan exagerada que el caldo parecía gelatina de carne. A las nueve de la noche, el sacerdote enviado por el vicario para velar a Pons, llegó junto con Cantinet, quien traía consigo cuatro cirios y dos candeleros de iglesia. El sacerdote encontró a Schmucke tendido en la cama, y fuertemente abrazado al cuerpo de su amigo. Fue precisa toda la autoridad de la religión para lograr que Schmucke se separara del cadáver. El alemán se arrodilló y el sacerdote se instaló cómodamente en el sillón. Mientras el sacerdote leía sus oraciones y Schmucke, arrodillado ante el cadáver de Pons, imploraba a Dios que hiciese un milagro que le permitiese reunirse con Pons y poder ser enterrado en la misma fosa que su amigo, la señora Cantinet había ido al Temple a comprar un catre y un juego de cama completo para la señora Sauvage; ya que la bolsa de mil doscientos cincuenta y seis francos se vaciaba a toda prisa. A las once de la noche, la señora Cantinet fue a preguntar a Schmucke si quería comer un bocado. El alemán contestó por señas que le dejaran tranquilo.

—La cena está servida, padre Pastelot —dijo entonces la sillera al sacerdote.

Schmucke, al quedar solo, sonrió como un loco, que puede por fin satisfacer un antojo comparable al de las mujeres encinta. Se arrojó sobre Pons y una vez más volvió a abrazarle estrechamente. Hacia las doce volvió el sacerdote, y Schmucke, después de ser reprendido, se separó de Pons y volvió a ponerse a rezar.

Al amanecer, el sacerdote se fue. A las siete de la mañana, el doctor Poulain, apenas llegar, se acercó afectuosamente, a Schmucke y quiso obligarle a comer; pero el alemán se negó.

—Si no come ahora, cuando vuelva tendrá hambre —dijo el doctor—, porque tendrá que ir a la alcaldía con un testigo para declarar el fallecimiento del señor Pons y hacer que den constancia oficial…

—¿Yo? —exclamó el alemán horrorizado.

—¿Quién pues, si no? No puede usted excusarse, ya que es la única persona que le ha visto morir…

—Las biernas no me llefan… —respondió Schmucke, implorando la ayuda del doctor Poulain.

—Tome un coche —respondió suavemente el hipócrita doctor—. Yo ya he firmado el acta de defunción. Pida a alguien de la casa que le acompañe. Durante su ausencia, estas dos señoras vigilarán el piso.

Nadie puede figurarse lo que son estas coacciones de la ley obrando sobre un dolor auténtico. Es algo como para hacer odiar la civilización, como para hacer preferir las costumbres de los pueblos salvajes. A las nueve, la señora Sauvage ayudó a bajar a Schmucke, sosteniéndole por los sobacos, y una vez en el fiacre el alemán se vio obligado a rogar a Rémonencq que le acompañara a la alcaldía para certificar el fallecimiento de Pons. Sin embargo —y esto ocurre en todas las cosas—, en París salta a los ojos la desigualdad de las situaciones, en este país ebrio de igualdad. Esta inmutable fuerza de las cosas se advierte hasta en las consecuencias de la muerte. En las familias ricas, un pariente, un amigo, un representante legal, evitan estos dolorosos trámites a los que lloran; pero en esto, como en la distribución de los impuestos, el pueblo, los proletarios sin ayuda sufren todo el peso del dolor.

—¡Ah, no le faltan motivos para echarle de menos! —dijo Rémonencq en respuesta a una lamentación que se le escapó al pobre mártir—. Era muy buen hombre, un hombre tan honrado, y que deja una colección de obras de arte preciosa; pero, usted que es extranjero, tiene que saber que va a encontrarse en un buen lío, porque todo el mundo dice que es el heredero del señor Pons.

Schmucke no le escuchaba: se hallaba sumido en un dolor tal, que lindaba con la locura. El alma tiene su tétanos como el cuerpo.

—Lo mejor que podría hacer es tener alguien que le aconsejara, que le representase un abogado, un hombre de leyes…

—Ein hompre te leyes… —repitió Schmucke maquinalmente.

—Ya verá usted como necesitará a alguien que le represente. Yo, si estuviera en su lugar, contrataría a un hombre de experiencia, un hombre conocido en el barrio, un hombre de confianza… Yo, en mis pequeños negocios, utilizo a Tabareau… el escribano. Y si da poderes a su primer oficial, no tendrá que preocuparse de nada.

Esta insinuación, apuntada por Fraisier, acordada entre Rémonencq y la Cibot, se grabó en la memoria de Schmucke; porque, en los momentos en que el dolor inmoviliza, por así decirlo, el alma, interrumpiendo las funciones, la memoria conserva todas las huellas que imprime allí el azar. Schmucke escuchaba a Rémonencq con una mirada tan completamente desprovista de inteligencia, que el chamarilero no le dijo nada más.

—Si se queda imbécil como ahora —pensó Rémonencq—, podré comprarle todo lo del piso por cien mil francos, si es que es suyo… Ya hemos llegado, esto es la alcaldía.

Rémonencq se vio obligado a sacar a Schmucke del fiacre y a cogerle por los sobacos para conseguir llevarle hasta la oficina de registro del estado civil, en la que Schmucke se encontró con una boda. Schmucke tuvo que esperar su turno, ya que, por una de estas casualidades bastante frecuentes en París, el empleado tenía por registrar cinco o seis actas de defunción. El pobre alemán debió sufrir una pasión semejante a la de Jesús.

—¿El señor Schmucke? —dijo un hombre vestido de negro, dirigiéndose al alemán, que quedó estupefacto al oírse llamar por su nombre.

Schmucke le miró con el mismo aire ausente que tenía cuando repuso a Rémonencq.

—Sí —dijo el chamarilero al desconocido—, ¿qué quiere usted? Déjele tranquilo, ¿no ve cómo está sufriendo?

—El señor acaba de perder a su amigo, y sin duda se propone honrar dignamente su memoria, ya que es su heredero —dijo el desconocido—. Sin duda el señor no va a regatear unos francos; va a comprar un terreno a perpetuidad para su sepultura. ¡El señor Pons amaba tanto las artes! Sería una gran lástima no reunir en su tumba a la Música, la Pintura y la Escultura… Tres bellas figuras de pie, llorosas…

Rémonencq hizo un gesto de auvernés para alejar al hombre, y éste respondió con otro gesto, por así decirlo, comercial, que significaba: «Déjeme hacer mis negocios», y que el chamarilero supo interpretar.

—Represento a la casa Sonet y compañía, de monumentos funerarios —siguió diciendo el agente, a quien Walter Scott hubiese apodado el joven de las tumbas—. Si el señor quisiera hacernos un pedido, nosotros le evitaríamos las molestias de ir a la ciudad a comprar el terreno necesario para la sepultura del amigo que han perdido las artes…

Rémonencq inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y apretó el codo de Schmucke.

—No hay día en que no nos encarguemos, por deseo de las familias, de ir a cumplir todas las formalidades —seguía diciendo el comisionista, alentado por el gesto del auvernés—. En el primer momento de dolor, a un heredero le es muy penoso ocuparse por sí mismo de estos detalles, y nosotros tenemos la costumbre de hacer todos estos trámites en nombre de nuestros clientes. Nuestros monumentos están tarifados a tanto el metro, en piedra tallada o en mármol… Nosotros cavamos las fosas para las tumbas familiares… Nos encargamos de todo, a los precios más módicos. Nuestra casa ha hecho el magnífico monumento de la bella Esther Gobseck y de Lucien de Rubempré, que es uno de los ornatos más magníficos del Père-Lachaise. Contamos con los mejores artesanos, y yo aconsejaría al señor que desconfiara de las pequeñas empresas… que no hacen más que chapucerías —añadió viendo acercarse a otro hombre vestido de negro que se proponía hablar en nombre de otra casa de marmolería y escultura.

 

 

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