LXIX

El entierro de un solterón

 

—Ahora, se trata de resolver un grave problema —dijo el maestro de ceremonias—. Tenemos que atribuir las cuatro cintas del féretro… Si no ha venido nadie, ¿quién va a llevarlas? Ya son Las diez y media —dijo consultando su reloj—, en la iglesia nos estarán esperando.

—¡Ah, ya está aquí Fraisier! —exclamó imprudentemente Villemot. Pero nadie podía recoger aquella confesión de complicidad.

—¿Quién es este señor? —preguntó el maestro de ceremonias.

—¡Oh! Es la familia.

—¿Qué familia?

—La familia desheredada. Es el representante legal del señor presidente Camusot.

—¡Bueno! —dijo el maestro de ceremonias con aire satisfecho—. Al menos ya tenemos dos cintas atribuidas, una a usted y otra a él.

El maestro de ceremonias, contento de tener dos cintas atribuidas, fue a buscar dos magníficos pares de guantes blancos de piel de ante, y entregó uno a Fraisier y otro a Villemot con un aire cortés.

—De modo que se hacen ustedes cargo de dos cintas del féretro… —dijo.

Fraisier completamente vestido de negro, ataviado con cierta pretensión, la corbata blanca, el aire oficial, hacía estremecer. Contenía cien legajos de causas criminales.

—Con mucho gusto —dijo.

—Sólo con que vinieran dos personas más —dijo el maestro de ceremonias— ya tendríamos atribuidas las cuatro cintas.

En aquel momento llegó el infatigable comisionista de la casa Sonet, seguido del único hombre que se acordó de Pons, que pensó en tributarle un último homenaje. Aquel hombre era un mozo del teatro, el encargado de poner las partituras sobre los atriles de la orquesta, y a quien Pons daba todos los meses una moneda de cinco francos, ya que le sabía padre de familia.

—¡Ah, Dobinard (Topinard)! —exclamó Schmucke al reconocer al joven—. ¡Dú sí gue guieres a Bons…!

—Señor Schmucke, he venido todos los días, por la mañana, para saber noticias del señor…

—¡Dodos los tías! ¡Bopre Dobinard! —dijo Schmucke estrechándole la mano.

—Parece ser que me tomaban por un pariente, porque no podían recibirme peor. Yo ya decía que trabajaba en el teatro y que venía a saber cómo se encontraba el señor Pons, pero me contestaban que ya conocían estos trucos. Yo pedía que me dejaran ver al enfermo, pero nunca me permitieron subir.

—¡La invame Cipod! —dijo Schmucke apretando contra su corazón la callosa mano del mozo del teatro.

—Era bueno como el pan el pobre señor Pons. Cada mes me daba cinco francos… Sabía que estaba casado y que tenía tres hijos. Mi mujer está en la iglesia.

—¡Yo gombardiré mi ban gondigo! —exclamó Schmucke exultando de alegría por tener a su lado a un hombre que quería a Pons.

—¿Quiere el señor hacerse cargo de una de las cintas del féretro? —dijo el maestro de ceremonias—; así ya tendremos las cuatro.

El maestro de ceremonias había decidido fácilmente al corredor de la casa Sonet a aceptar una de las cintas sobre todo al mostrarle el hermoso par de guantes, que, según la costumbre, debía quedar de su propiedad.

—¡Las once menos cuarto! Hay que bajar inmediatamente… Nos esperan en la iglesia —dijo el maestro de ceremonias.

Y las seis personas empezaron a bajar la escalera.

—Cierren bien el piso y quédense dentro —dijo el atroz Fraisier a las dos mujeres que permanecían en el rellano—. Sobre todo si quiere usted ser guardiana, señora Cantinet. ¡Piénselo bien, son dos francos por día!

Por una de estas casualidades que en París no tienen nada de extraordinario, había dos catafalcos bajo la puerta cochera, y por lo tanto dos entierros, el de Cibot, el difunto portero, y el de Pons. Nadie acudía a tributar un testimonio de afecto al suntuoso catafalco del amigo de las artes, y todos los porteros de la vecindad afluían y rociaban los restos mortales del portero con un hisopo. Aquel contraste de la multitud que seguía el entierro de Cibot y de la soledad en la que quedaba Pons se produjo no sólo en la puerta de la casa, sino también en la calle, donde el ataúd de Pons sólo era seguido por Schmucke, a quien sostenía un sepulturero, ya que el heredero desfallecía a cada paso De la calle de Normandía a la calle de Orléans, donde se halla situada la iglesia de San Francisco, los dos entierros avanzaron entre dos hileras de curiosos, ya que, tal como se ha dicho, en aquel barrio todo es un acontecimiento. Llamaba la atención la suntuosidad del carruaje blanco del que pendía un escudo en el que se había bordado una P mayúscula, y cuyo cortejo estaba formado por un solo hombre; mientras que el sencillo carruaje, el de la última clase iba acompañado con una inmensa muchedumbre. Afortunadamente, Schmucke, atontado por la muchedumbre de las ventanas y por la hilera que formaban los mirones, no oía nada y sólo veía aquella masa de personas a través del velo de sus lágrimas.

—¡Ah, es el cascanueces…! —decía uno—. El músico, ¿sabe?

—¿Quiénes son los que llevan las cintas?

—¡Bah! ¡Unos cómicos!

—¡Mira, el entierro del pobre Cibot! ¡Un trabajador menos! ¡Qué fiera trabajando!

—¡En su vida salía de casa!

—Nunca había hecho fiesta el lunes.

—¡Cómo quería a su mujer!

—¡La pobre!

Rémonencq iba detrás del coche mortuorio de su víctima y recibía pésames por la pérdida de su vecino.

 

 

LXX

En París la muerte permite vivir a no pocas personas

 

Estos dos entierros llegaron a la iglesia, donde Cantinet, de acuerdo con el pertiguero, cuidó de que ningún mendigo hablase con Schmucke, ya que Villemot había prometido al heredero que le dejarían tranquilo, y atendía a todos los gastos velando por su cliente. El modesto ataúd de Cibot, escoltado por una comitiva de sesenta a ochenta personas, fue acompañado hasta el cementerio por toda esta multitud. A la salida de la iglesia, el entierro de Pons disponía de cuatro coches; uno para el clero, y los otros tres para la familia; pero sólo se necesitó uno, ya que el corredor de la casa Sonet, durante la misa, había ido a prevenir al señor Sonet de la próxima llegada del entierro, a fin de que pudiese presentar el esbozo y el presupuesto del monumento al heredero universal, a la salida del cementerio. Fraisier, Villemot, Schmucke y Topinard cupieron en un solo coche. Los otros dos, en vez de volver a la administración, fueron de vacío al Père-Lachaise. Este inútil viaje de coches vacíos se produce a menudo. Cuando los difuntos no gozan de ninguna celebridad, no atraen a muchas personas, siempre sobran coches. Los muertos tienen que haber sido muy queridos en su vida, para que en París, donde todo el mundo quisiera encontrar una vigésimaquinta hora que añadir al día, la gente se tome la molestia de seguir el cortejo de un pariente o de un amigo hasta el cementerio. Pero los cocheros, si no cumpliesen su cometido, perderían su propina. Y así, llenos o vacíos, los coches van a la iglesia, al cementerio, y vuelven a la casa mortuoria, donde los cocheros reclaman la propina. Nadie puede figurarse la cantidad de personas a quienes la muerte permite vivir. El llamado «bajo clero» de la iglesia, los mendigos, los sepultureros, los cocheros, los enterradores, naturalezas esponjosas que después de sumergirse en un ataúd, se retiran de él hinchadas y saciadas. Desde la iglesia, donde el heredero, al salir, fue asaltado por una turba de mendigos, rápidamente dispersados por el pertiguero, hasta el Père-Lachaise, el pobre Schmucke fue como los criminales iban desde el Palacio de Justicia hasta la Plaza de Grève. Como si asistiese a su propio entierro, apretando con su mano la de Topinard, el único hombre que había sentido sinceramente la muerte de Pons. Topinard, muy impresionado por el honor que se le había concedido confiándole una de las cintas del féretro, y contento por ir en coche y por verse dueño de un par de guantes, empezaba a considerar el entierro de Pons como uno de los días más señalados de su Vida. Abismado en su dolor, confortado por el contacto de aquella mano que representaba un corazón, Schmucke se dejaba llevar exactamente igual que los pobres terneros se dejan llevar en una carreta hasta el matadero. En los asientos delanteros del coche iban Fraisier y Villemot. Quien ha tenido la desgracia de acompañar a muchos de los suyos hasta el lugar de su último reposo, sabe que en el coche cesa toda hipocresía, durante el trayecto, que a menudo es bastante largo, de la iglesia hasta el cementerio del Este, el cementerio parisiense donde se dan cita todas las vanidades, todos los lujos, el más rico en monumentos funerarios suntuosos. Los indiferentes inician la conversación, y los más apenados terminan por escucharles y distraerse.

—El señor presidente ya había salido para la audiencia —decía Fraisier a Villemot—, y no me ha parecido necesario ir al Palacio de Justicia para distraerle de sus ocupaciones; de todos modos, hubiese llegado demasiado tarde. Como a pesar de ser el heredero natural y legal, ha sido desheredado en favor del señor Schmucke, he creído que bastaba que hiciese acto de presencia su representante ante la ley…

Topinard aguzó el oído.

—¿Quién era el tipo que sostenía la cuarta cinta? —preguntó Fraisier a Viliemot.

—Es el corredor de una casa de monumentos funerarios y que está empeñado en conseguir el pedido de una tumba donde quiere esculpir tres figuras en mármol, la Música, la Pintura y la Escultura, llorando sobre el difunto.

—No es mala idea —repuso Fraisier—. El infeliz se lo ha merecido; pero este monumento va a costar de siete a ocho mil francos.

—¡Oh, sí, al menos!

—Si el señor Schmucke hace el pedido, este dinero no puede salir de la herencia, ya que un gasto así podría mermarla mucho…

—Bueno —siguió Fraisier—, él verá lo que hace. Sería una buena jugada para los del monumento —dijo Fraisier al oído de Villemot—. Porque si el testamento se anula, de lo cual yo respondo… o si no hubiese testamento, ¿quién iba a pagarles?

Villemot soltó una risita simiesca. El primer oficial de Tabareau y el abogado siguieron hablando en voz baja y al oído. Pero a pesar del traqueteo del coche y de todas sus precauciones, Topinard, acostumbrado a adivinarlo todo en el mundo de entre bastidores, comprendió que los dos hombres de leyes tramaban algo para poner en un apuro al pobre alemán, y finalmente acabó por oír el significativo nombre de Clichy. A partir de aquel momento, el digno y honrado servidor del inundo cómico, decidió velar por el amigo de Pons.

En el cementerio, donde gracias a la gestión del corredor de la casa Sonet, Villemot había comprado tres metros de terreno al Ayuntamiento, anunciando que tenía intención de construir un magnífico monumento, Schmucke fue guiado por el maestro de ceremonias a través de una turba de curiosos, hasta el borde de la fosa en la que iba a sepultarse a Pons. Pero al ver aquel hueco rectangular sobre el que cuatro hombres sostenían con unas cuerdas el féretro de Pons, mientras el clero rezaba las últimas oraciones, el alemán sintió un dolor tan intenso que se desvaneció.

 

 

LXXI

Para abrir un testamento se cierran todas las puertas

 

Topinard, ayudado por el corredor de la casa Sonet y por el mismo señor Sonet, llevó al pobre alemán hasta el interior del establecimiento del marmolista, donde la señora Sonet y la señora Vitelot esposa del socio del señor Sonet, le prodigaron los cuidados más solícitos. Topinard se quedó a su lado, ya que había visto a Fraisier, cuyo aspecto le parecía patibulario, conversar con el corredor de la casa Sonet.

Al cabo de una hora, hacia las dos y media, el pobre e inocente alemán recobró el sentido. Schmucke, desde hacía dos días, creía vivir en sueños. Pensaba que iba a despertarse y que encontraría vivo a Pons. Le pusieron tantas toallas empapadas sobre la frente, le hicieron respirar tantas sales y vinagres, que volvió a abrir los ojos. La señora Sonet obligó a Schmucke a tomar una taza de caldo muy graso, ya que en la casa de los marmolistas aquel día tenía cocido.

—Eso sí que no ocurre a menudo, atender a clientes que se lo toman tan a pecho; una vez cada dos años y gracias…

Por fin Schmucke habló de volver a la calle de Normandía.

—Caballero —dijo entonces Sonet—, aquí tiene el dibujo que Vitelot ha hecho exprofeso para usted; ¡ha estado trabajando en él toda la noche! Pero no puede decirse que le ha faltado la inspiración… ¡Será algo muy hermoso!

—¡Uno de los más hermosos del Père-Lachaise! —dijo la menuda señora Sonet—. Pero debe usted honrar la memoria de un amigo que le ha dejado toda su fortuna…

Aquel proyecto, supuestamente hecho exprofeso, había sido concebido para la tumba del famoso ministro De Marsay; pero la viuda había querido confiar el monumento a Stidmann; el proyecto de los marmolistas fue entonces rechazado, ya que se consideró con horror la posibilidad de un monumento de pacotilla. Las tres figuras representaban pues primitivamente las tres jornadas de Julio, en las que tomó parte tan importante aquel gran ministro. Posteriormente, con algunas modificaciones, Sonet y Vitelot, habían convertido las tres gloriosas, en el Ejército, la Finanza y la Familia, para el monumento de Charles Keller, que también terminó siendo ejecutado por Stidmann. Desde hacía once años el proyecto había sido adaptado a todas las circunstancias familiares; y ahora, calcándolo, Vitelot había transformado las tres figuras en las de los genios de la Música, la Escultura y la Pintura.

—Esto apenas da idea de los detalles y del trabajo material; pero en seis meses estará listo —dijo Vitelot—. Caballero, aquí tiene el presupuesto y el pedido… siete mil francos, sin contar la desbastadura.

—Si el señor quiere mármol —dijo Sonet, que era más específicamente marmolista—, serán doce mil francos, y el señor se inmortalizará junto con su amigo…

—Acabo de enterarme de que el testamento será impugnado —dijo Topinard, al oído de Vitelot— y de que los herederos acabarán por quedarse con la herencia; vaya a ver al presidente Camusot, porque este pobre inocente no percibirá ni un céntimo…

—¡Siempre nos trae clientes así! —dijo la señora Vitelot al comisionista, iniciando una disputa.

Topinard acompañó a Schmucke, a pie, hasta la calle de Normandía, ya que los coches de la comitiva se les habían anticipado.

—¡No me teje…! —decía Schmucke a Topinard.

Topinard quería irse, después de haber dejado al pobre músico en manos de la señora Sauvage.

—Son las cuatro, mi querido señor Schmucke, tengo que ir a comer… Mi mujer es acomodadora, y no va a saber lo que me ha pasado… Ya sabe usted, en el teatro abren a las seis menos cuarto.

—Sí, ya lo sé… Bero biense gue esdoy solo en el munto, sin ein amico… Usded gue ha llorato a Bons, agonséjeme, me siendo igual gue en metio te eine noche osgura, y Bons me había ticho gue esdaba roteado te cranujas…

—¡Y que lo diga, ya me he dado cuenta! Si no intervengo, iba usted a parar a Clichy.

—¿Glichy? —exclamó Schmucke—. No gombrendo nata…

—¡Pobre hombre! En fin, tranquilícese, que yo volveré. Adiós.

—¡Atiós! ¡Hasda bronto! —dijo Schmucke, dejándose caer en un sillón, extenuado.

—¡Adiós, siñor! —dijo la señora Sauvage a Topinard, en un tono que llamó la atención al joven.

—¿Con que éstas tenemos, amiguita? —le dijo burlonamente Topinard—. ¿Le gusta hacer de traidor de melodrama?

—¡El traidor lo será usted! ¿Quién le ha dado vela en este entierro? ¿O es que quiere meterse en los asuntos del señor y sacar tajada?

—¿Sacar tajada? ¿Qué dice esta sirvienta? —repuso altivamente Topinard—. Yo no soy más que un pobre empleado de teatro, pero tengo algo de artista, y entérese que nunca he pedido nada a nadie. ¿A usted se le ha pedido algo? ¿Le debo algo, o qué, eh?

—De modo que trabaja en el teatro y se llama… —preguntó aquel marimacho.

—Topinard, para servirle…

—Recuerdos a la familia —dijo la Sauvage— y mis respetos a la siñora, si es que el siñor está casado… Esto es todo lo que quería saber.

—¿Qué le ocurre, amiga mía? —dijo la señora Cantinet, que llegó en aquel momento.

—Ocurre que se va usted a quedar aquí vigilando la comida, y yo voy en un brinco a casa del señor…

—Está abajo, hablando con la pobre señora Cibot, que llora como una magdalena —respondió la Cantinet.

La Sauvage bajó la escalera con tal celeridad, que los peldaños retemblaron bajo sus pies.

—Señor… —dijo a Fraisier, atrayéndole a unos pasos de distancia de la señora Cibot.

Y señaló a Topinard, en el momento en que éste pasaba, orgulloso de haber pagado su deuda con su bienhechor, impidiendo por un ardid inspirado por el ambiente de entre bastidores, en el que todo el mundo tiene algo de pícaro, que el amigo de Pons cayera en una trampa. Y se prometía proteger al músico de su orquesta contra los lazos que tenderían a su buena fe.

—¿Ve este desgraciado que pasa? Es un sujeto empeñado en meter las narices en los asuntos del señor Schmucke…

—¿Quién es? —preguntó Fraisier.

—¡Oh! ¡Es un don nadie!

—En los negocios, no hay don nadie…

—Verá —dijo ella—, es un empleado del teatro que se llama Topinard…

—¡Magnífico, señora Sauvage! Siga como hasta ahora y tendrá usted su estanco.

Y Fraisier siguió su conversación con la señora Cibot.

—Le estaba diciendo, mi querida cliente, que usted no ha jugado limpio con nosotros, y que, tratándose de un socio que nos engaña, nos consideramos desligados de todo compromiso para con él.

—¿Y yo en qué les he engañado? —dijo la Cibot, poniéndose en jarras—. ¿Se cree que me va a hacer temblar con esta mirada de víbora y sus aires de hielo? Está buscando excusas para no cumplir sus promesas, y todavía dice que es un hombre honrado. ¿Sabe usté lo que es? ¡Un canalla! ¡Sí, sí, ya puede despistar…! ¡Pero encaje ésta!

—Es inútil hablar y enfadarse, amiga mía —dijo Fraisier—. Escuche. Usted ya ha sacado su tajada… Esta mañana, durante los preparativos del entierro, he encontrado este catálogo, con copia, todo él escrito de puño y letra del señor Pons, y, por casualidad, he leído esto:

Y leyó, abriendo el catálogo manuscrito:

N.° 7. Magnífico retrato, pintado en mármol, por Sebastián del Piombo, en 1546, vendido por una familia que lo sustrajo de la catedral de Terni. Este retrato, que hacía juego con el de un obispo, comprado por un inglés, representa a un caballero de Malta en oración, y se hallaba encima de la tumba de la familia Rossi. De no ir fechada, esta obra podría atribuirse a Rafael. La pintura me parece superior al retrato de Baccio Bandinelli, del Museo, que es un poco seca, mientras que este caballero de Malta es de una frescura que se debe a la conservación de la pintura sobre LAVAGNA (pizarra).

—He ido a mirar en el lugar número 7 —siguió Fraisier—, y he visto el retrato de una dama, firmado Chardin, sin número 7… Mientras el maestro de ceremonias completaba su número de personas para sostener las cintas del féretro, he estado comprobando los cuadros con el catálogo, y hay ocho lienzos ordinarios y sin número que sustituyen a otras tantas obras consideradas como capitales por el difunto señor Pons y que no aparecen por ningún lado… Finalmente, falta también un cuadrito sobre madera, de Metzu, al que se alude como una obra maestra…

—¿Es que yo era guardiana de los cuadros? —dijo la Cibot.

—No, pero era usted la mujer de confianza de la casa, la que cuidaba del piso y de todo lo que pertenecía al señor Pons, y se trata de un robo…

—¡Un robo! ¡Sepa usté que los cuadros fueron vendidos por el señor Schmucke, cumpliendo órdenes del señor Pons, para atender a sus necesidades!

—¿A quién?

—A los señores Élie Magus y Rémonencq…

—¿Por cuánto?

—¡De esto ya no me acuerdo!

—Escúcheme, mi querida señora Cibot; usted ya ha hecho su agosto, no le ha ido mal, precisamente —siguió Fraisier—. No voy a perderla de vista, la tengo cogida… ¡Sírvame y me callaré! Sea como sea, ya comprenderá usted que no puede espera nada del señor presidente Camusot, desde el momento en que por su cuenta y riesgo ha decidido expoliarle.

—Ya sabía yo, señor Fraisier, que lo que tenía que tocarme, iba a quedar en agua de burrajas —respondió la Cibot, amansada por las palabras: Me callaré.

 

 

LXXII

Sobre el peligro de meterse en los asuntos de la justicia

 

—¡Vaya! —dijo Rémonencq, que llegó en aquel momento—. Veo que esta usted buscando camorra a la señora. Esto no está bien. La venta de los cuadros se hizo por un acuerdo entre el señor Pons, el señor Magus y yo, que estuvimos tres días antes de llegar a un acuerdo con el difunto, que deliraba hablando de sus cuadros… Tenemos recibos en toda regla, y si, siguiendo la costumbre, hemos dado unas monedas de cuarenta francos a la señora, esto no es más que lo que damos en todas las casas burguesas cuando se cierra un acuerdo. ¡Ah, señor mío, si creía usted que iba a poder engañar a una mujer indefensa, no va a salirse con la suya! ¿Se entera usted, señor intrigante? El señor Magus es el dueño de la plaza, y si usted no se porta bien con la señora, si no le da lo que le prometió, ya verá lo que le ocurre cuando subastenla colección, ya verán lo que pierden ustedes si tienen en contra al señor Magus y a mí, que sabremos calentar los cascos a los marchantes… En vez de setecientos u ochocientos mil francos, no van a conseguir ni doscientos mil…

—¡Bien, bien, ya veremos! O no venderemos —dijo Fraisier— o venderemos en Londres.

—Conocemos Londres —dijo Rémonencq—, y allí el señor Magus es tan influyente como en París.

—Usted lo pase bien, señora, voy a dedicarme a curiosear en sus asuntos —dijo Fraisier—; a menos que me obedezca ciegamente —añadió.

—¡Fullero!

—Cuidado con las palabras —advirtió Fraisier—; voy a ser juez de paz.

Se separaron profiriendo amenazas cuyo alcance apreciaba perfectamente una y otra parte.

—¡Gracias, Rémonencq! —dijo la Cibot—; para una pobre viuda, es una gran cosa encontrar un defensor.

Alrededor de las diez, aquella noche en el teatro, Gaudissart llamó a su despacho al mozo de la orquesta. Gaudissart, de pie ante la chimenea, había adoptado una actitud napoleónica, costumbre que había adquirido desde que dirigía a toda una turba de comediantes, bailarinas, comparsas, músicos y tramoyistas, y desde que trataba con autores. Generalmente introducía su mano derecha en el chaleco hasta sujetar el tirante izquierdo, y mantenía el rostro medio ladeado, con la mirada perdida en el vacío.

—¡Ah! ¿Es usted, Topinard? ¿Tiene usted rentas?

—No, señor director.

—Entonces ¿busca usted un empleo mejor que el que tiene ahora? —preguntó el director.

—No, señor… —respondió Topinard palideciendo.

—¡Qué diablos! Tu mujer es acomodadora en los estrenos… He querido respetar en su persona a mi predecesor en desgracia… Te he dado el empleo de limpiar los quinqués de entre bastidores durante el día; y además te encargas de las partituras. ¡Y no acaba aquí la cosa! Tienes unos pluses de un franco para hacer los monstruos y dirigir los demonios cuando hay infiernos. Tienes una posición que envidian los demás empleados, te tienen celos, amigo mío, aquí en el teatro tienes enemigos.

—¡Enemigos! —dijo Topinard.

—¡Y tienes tres hijos! Y el mayor hace los papeles de niño con pluses de cincuenta céntimos…

—Señor director…

—¡Déjame hablar! —dijo Gaudissart con voz de trueno—. Si estando como estás quieres dejar el teatro…

—Señor director…

—Quieres meterte en negocios y complicarte la vida con herencias… ¡Desgraciado, van a aplastarte como a un gusano! Yo tengo por protector a Su Excelencia el señor conde Popinot, hombre de talento y de mucho carácter, a quien el rey ha tenido el buen acierto de hacer formar parte de su consejo… Este estadista, este gran político (estoy hablando del conde Popinot), ha casado a su primogénito con la hija del presidente de Marville, uno de los hombres más importantes y más considerados entre los altos cargos jurídicos, una de las lumbreras de los tribunales en el Palacio de Justicia. ¿Has estado en el Palacio de Justicia? Bueno, pues esta persona es el heredero de su primo Pons, nuestro antiguo director de orquesta, a cuyo entierro tú has ido esta mañana. Yo no te reprocho el que hayas ido a rendir un último homenaje a aquel pobre hombre… Pero no creo que conserves tu empleo si sigues metiéndote en los asuntos del bueno del señor Schmucke, a quien deseo toda la suerte del mundo, pero que va a encontrarse en una situación muy tirante con los herederos de Pons… Y como este alemán cuenta muy poco para mí, y el presidente y el conde Popinot cuentan mucho, te recomiendo que dejes que el buen alemán se las apañe solito como pueda. Los alemanes tienen un dios particular para ellos solos, y tú estarías muy mal en el papel de vicediós… Ya ves, lo mejor es que sigas siendo mozo del teatro… Sería la decisión más sensata.

—¡Por favor, señor director! —dijo Topinard, profundamente herido.

Schmucke, que esperaba volver a ver a la mañana siguiente al pobre mozo del teatro, el único ser que había llorado a Pons, perdió así el protector que el azar le había enviado. Al día siguiente, el pobre alemán sintió al despertar la inmensa pérdida que había tenido al encontrar vacío el piso. La víspera y la antevíspera, los acontecimientos y los trastornos que origina la muerte, habían producido a su alrededor esta agitación, este movimiento que distrae los ojos.

Pero el silencio que sigue a la partida de un amigo, de un padre, de un hijo, de una mujer amada, para la tumba, el opaco y frío silencio del día siguiente es terrible, es glacial. Empujado por una fuerza irresistible hacia la alcoba de Pons, el pobre hombre no pudo soportar su aspecto, retrocedió, volvió a sentarse en el comedor donde la señora Sauvage servía el desayuno.

Schmucke se sentó y no pudo comer nada.

 

 

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