LXXIII

Aparición de tres hombres negros

 

De repente sonó un agudo campanillazo, y aparecieron tres hombres vestidos de negro, a quien la señora Cantinet y la señora Sauvage dejaron pasar. El primero era el señor Vitel, el juez de paz, seguido de su señor relator. El tercero era Fraisier, más seco, más áspero que nunca, después de haber sufrido la decepción de un testamento en toda regla que anulaba la poderosa arma, tan audazmente robada por él.

—Caballero —dijo suavemente el juez de paz a Schmucke—, venimos a poner los sellos…

Schmucke, a quien aquellas palabras sonaban como griego, miró asustado a los tres hombres.

—Venimos a petición del abogado señor Fraisier, mandatario del señor Camusot de Marville, heredero de su primo, el difunto señor Pons… —añadió el relator.

—Las colecciones están ahí, en el salón grande y en la alcoba del difunto —dijo Fraisier.

—Bien, pues vamos allá… Perdón, siga usted desayunándose, por favor —dijo el juez de paz.

La invasión de aquellos tres hombres vestidos de negro había helado de terror al pobre alemán.

—El señor —dijo Fraisier, dirigiendo a Schmucke una de aquellas miradas venenosas que magnetizaban a sus víctimas como una araña magnetiza a una mosca—, el señor que ha sabido conseguir que se hiciera en beneficio propio un testamento ante notario, ya debía suponer que la familia ofrecería resistencia. Una familia no se deja expoliar por un extraño sin combatir, y ya veremos quién saldrá triunfante, si el fraude y la corrupción o la familia… Como herederos, tenemos derecho a solicitar que se pongan los sellos, los sellos serán puestos, y yo voy a velar por que este acto de garantía sea ejecutado con el máximo rigor, y así será.

—¡Tios mío, Tios mío! ¡Gué he hecho yo al Cielo! —dijo el inocente Schmucke.

—Se habla mucho de usted en la casa —dijo la Sauvage—. Mientras dormía ha venido un joven todo vestido de negro, un mequetrefe, el primer oficial del señor Hannequin, y quería hablar con usted costara lo que costase; pero como usted dormía, y estaba tan cansado de la ceremonia de ayer, le he dicho que usted había firmado poderes al señor Villemot, el primer oficial de Tabareau, y que, si se trataba de negocios, que fuese a hablar con él. «¡Ah, mejor!», ha dicho el joven, «con él me entenderé mejor. Vamos a depositar el testamento en el tribunal, después de haberlo presentado al presidente». Entonces yo le he pedido que nos enviara al señor Villemot lo antes posible. Esté tranquilo, señor Schmucke —dijo la Sauvage—, tendrá usted quien la defienda. No van a esquilmarle. ¡Ya verá usted a alguien que sabe sacar las uñas! ¡El señor Villemot va a cantárselas claritas! Yo ya me he puesto hecha una furia con esta perdida de Cibot, una portera que se atreve a juzgar a sus inquilinos, y que sostiene que usted ha birlado esta fortuna a los herederos, que secuestró al señor Pons y que le hizo hacer lo que quiso, porque él estaba loco de atar. Ahora que yo le he hecho tragar la lengua a esa malvada; voy y le digo: «¡Usted lo que es es una ladrona y una canalla, y la llevarán a los tribunales por todo lo que ha robado a sus señores…!». Y ha tenido que cerrar el pico.

—Caballero —dijo el relator, que entró buscando a Schmucke—, ¿quiere usted estar presente cuando pongamos los sellos en la cámara mortuoria?

—¡Hacan lo gue guieran! —dijo Schmucke—. ¿No fan a tejarme morir dranguilo?

—Siempre se tiene el derecho de morir —dijo el relator riendo—, y por eso los asuntos que más tratamos son los de herencias. Pero he visto pocas veces a los herederos universales seguir a la tumba a los testadores.

—Bues yo seré uno te esdos —dijo Schmucke, que, después de tantos golpes, sentía unos intensos dolores en el corazón.

—¡Ah, aquí está el señor Villemot! —exclamó la Sauvage.

—¡Señor Fillemod! —dijo el pobre alemán—. Rebreséndeme usded…

—Para eso he venido —dijo el primer oficial—. Vengo para informarle de que el testamento está en toda regla, y sin duda alguna será homologado por el tribunal, que le confirmará en la posesión de la herencia. Tendrá usted una bonita fortuna.

—¿Yo, una ponida vorduna? —exclamó Schmucke, desesperado de que se pudiera sospechar de la rectitud de sus intenciones.

—Entonces —dijo la Sauvage—, ¿qué hace allí el juez con sus velas y sus cintas de hilo?

—¡Ah! Pone los sellos… Venga usted, señor Schmucke, tiene derecho a asistir al acto.

—No, fayan usdedes…

—¿Pero por qué tienen que poner sellos si el señor está en su casa y todo es suyo? —preguntó la Sauvage, que interpretaba el derecho al modo de las mujeres, que suelen todas aplicar el Código según sus gustos.

—Señora mía, el señor no está en su casa, está en casa del señor Pons; sin duda todo le pertenecerá, pero cuando se es heredero, sólo se puede poseer aquello de lo que se compone la herencia por lo que llamamos un auto de posesión. Y esta disposición emana del tribunal. Ahora bien, si los herederos desposeídos de la herencia por voluntad del testador se oponen al auto de posesión, se entabla un pleito… Y como se ignora a manos de quién irá a parar la herencia, todos los valores se sellan, y los notarios de los herederos y del legatario proceden al inventario en el plazo exigido por la ley… Esto es todo…

Al oír por vez primera en su vida este lenguaje, Schmucke perdió de todo la cabeza, y la dejó caer sobre el respaldo del sillón en que estaba sentado, ya que la sentía tan pesada que le era imposible sostener su peso. Villemot fue a hablar con el relator y el juez de paz, y asistió, con la sangre fría de los habituados, a la operación de poner los sellos, que, cuando no está presente ningún heredero, transcurre siempre entre algunas bromas y comentarios sobre las cosas que se encierran de este modo hasta el día del reparto. Finalmente, los cuatro hombres de leyes cerraron el salón y volvieron al comedor, donde se instaló el relator. Schmucke miraba hacer maquinalmente la operación, consistente en sellar con el lacre del juez de paz una cinta de hilo sobre cada hoja de las puertas, cuando son de dos hojas, o de sellar el resquicio de los armarios o de las puertas sencillas, lacrando los dos bordes.

—Pasemos a esta habitación —dijo Fraisier, señalando la alcoba de Schmucke, cuya puerta daba al comedor.

—¡Pero si éste es el cuarto del señor! —dijo la Sauvage, precipitándose a interponerse entre la puerta y los representantes de la justicia.

—Aquí está el contrato del piso —dijo el atroz Fraisier—, lo hemos encontrado entre los documentos, y no está a nombre de los señores Pons y Schmucke, sino sólo a nombre del señor Pons. Por lo tanto este piso forma parte de la herencia. Y, además —dijo abriendo la puerta de la alcoba de Schmucke—, mire, señor juez de paz, está llena de cuadros.

—En efecto —dijo el juez de paz, quien dio inmediatamente la razón a Fraisier.

 

 

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