LXVIII

Donde nos enteraremos de cómo se muere en París

 

Al cabo de una hora, Schmucke vio entrar en la alcoba a la señora Sauvage, seguida de un hombre vestido de negro que parecía un obrero.

—Señor Schmucke —le dijo—, Cantinet ha tenido la amabilidad de enviarle a este señor, que es el proveedor de ataúdes de la parroquia.

El proveedor de ataúdes se inclinó con aire de conmiseración y de condolencia, pero con una actitud de hombre seguro de su cometido y que se sabe indispensable; dirigió al cadáver una mirada de entendido.

—¿Cómo lo quiere el señor? ¿De madera de pino, de madera de encina sencillo, o de madera de encina forrado de plomo? El de madera de encina forrado de plomo, sin duda alguna es el más digno. Me han dicho que el cuerpo tiene las medidas corrientes ¿no?

Palpó los pies para medir el cadáver.

—¡Un metro setenta! —añadió—. Sin duda el señor piensa encargar las exequias en la iglesia, ¿verdad?

Schmucke dirigió a aquel hombre una de estas miradas que tienen los locos antes de cometer una atrocidad.

—Señor Schmucke —dijo la Sauvage—, debería usted buscar a alguien que se ocupara de todos estos detalles en lugar suyo…

—Sí… —dijo por fin la víctima.

—¿Quiere usted que vaya a buscarle al señor Tabareau, porque va a tener muchos problemas de estos que resolver? No sé si sabe que el señor Tabareau es el hombre más honrado del barrio.

—¡Sí, el señor Dapareau! Ya me han haplado te él… —respondió Schmucke, vencido.

—Bueno, el señor va a quedar tranquilo y podrá entregarse a su dolor, después de tener una conversación con su representante legal.

Hacia las dos, el primer oficial del señor Tabareau, un joven que aspiraba a seguir la carrera de escribano, se presentó modestamente. La juventud tiene asombrosos privilegios, no asusta. Aquel joven, llamado Villemot, se sentó junto a Schmucke, y esperó el momento oportuno para hablarle. Esta reserva impresionó mucho a Schmucke.

—Señor Schmucke —le dijo—, soy el primer oficial del señor Tabareau, quien me ha encomendado la misión de velar por los intereses de usted, y encargarme de todos los detalles del entierro de su amigo… ¿Está usted de acuerdo?

—No me salfarán la fida, borgue ya no me gueda mucho gue fifir, bero ¿me tejarán en baz?

—Desde luego, no tendrá usted ninguna molestia —repuso Villemot.

—Pueno. ¿Gué hay gue hacer bara esdo?

—Firmar este documento en el que nombra su mandatario al señor Tabareau, en lo concerniente a todas las cuestiones que afecten a la herencia.

—Pueno… Teme… —dijo el alemán, queriendo firmar inmediatamente.

—No, no, primero tengo que leerle el documento.

—¡Pueno, lea…!

Schmucke no prestó la menor atención a la lectura de aquella procuración general, y la firmó. El joven recibió las órdenes de Schmucke para el entierro, la compra del terreno, donde el alemán quería tener su tumba, y para las ceremonias religiosas, y le dijo que no volvería a tener ninguna molestia, ni nadie le volvería a pedir dinero.

—Bara gue me tejen dranguilo, taría dodo lo gue boseo —dijo el infortunado, que se arrodilló de nuevo ante el cadáver de su amigo.

Aquello era el triunfo de Fraisier; el heredero ya no podía escapar del círculo en el que le había encerrada gracias a la Sauvage y a Villemot.

No hay dolor que no pueda ser vencido por el sueño. Y así fue como, al terminar el día, la Sauvage encontró a Schmucke tendido a los pies de la cama en que yacía el cadáver de Pons, y durmiendo; le levantó, le acostó, le arrebujó maternalmente en la cama, y el alemán durmió hasta el día siguiente. Cuando Schmucke se despertó, es decir cuando terminada esta tregua, volvió a ser consciente de su dolor, el cadáver de Pons se hallaba expuesto bajo la puerta cochera, en la capilla ardiente a la que daba derecho el entierro de tercera clase; buscó pues en vano a su amigo en el piso, que le pareció inmenso, y en el que no encontró más que horribles recuerdos. La Sauvage, que mandaba en Schmucke con la autoridad que tiene una nodriza sobre un niño de pocos años, le obligó a comer antes de salir para dirigirse a la iglesia. Mientras aquella pobre víctima se forzaba en comer, la Sauvage le hizo notar, con lamentaciones dignas de Jeremías, que no tenía ningún traje negro. El guardarropa de Schmucke, alimentado por Cibot, había llegado, antes de caer enfermo Pons, al igual que la comida, a su más simple expresión: ¡dos pantalones y dos levitas!

—¿Quiere ir tal como va al entierro del señor? Sería una atrocidad que nos avergonzaría ante todo el barrio…

—¿Y gomo guiere gue faya?

—¡Pues de luto!

—¿Te ludo?

—El decoro…

—¡El tegoro! ¡Me río yo te totas esdas donderías…! —dijo el infeliz en el último grado de desesperación al que el dolor puede llevar a un alma de niño.

—¡Es un monstruo de ingratitud! —dijo la Sauvage, volviéndose hacia un hombre que apareció inesperadamente en el piso, y que hizo estremecer a Schmucke.

El funcionario, magníficamente vestido de paño negro, con calzones negros, medias de seda negra, puños blancos, decorado con una cadena de plata de la que pendía una medalla, con una irreprochable corbata de muselina blanca y guantes blancos; este tipo oficial, acuñado uniformemente para los dolores públicos, llevaba en la mano una varita de ébano, insignia de sus funciones, y bajo el brazo izquierdo, un tricornio con una escarapela tricolor.

—Soy el maestro de ceremonias —dijo este personaje, con voz suave.

Habituado por sus funciones a dirigir todos los días entierros, y a visitar todas las familias sumidas en una misma aflicción, real o fingida, aquel hombre, al igual que todos sus iguales, hablaba en voz baja y con suavidad; era digno, cortés, correcto por su oficio, como una estatua representando al genio de la muerte. Esta presentación provocó en Schmucke un temblor nervioso, como si hubiera visto al verdugo.

—¿El señor es tal vez el hijo, el hermano, el padre del difunto…? —preguntó el hombre oficial.

—¡Soy dodo esdo y más aún…! ¡Yo soy su amico…! —dijo Schmucke en medio de un torrente de lágrimas.

—¿Es usted el heredero? —preguntó el maestro de ceremonias.

—¿El heretero…? —repitió Schmucke—. No hay nata en el munto gue me imborte.

Y Schmucke volvió a adoptar la actitud que reflejaba su sombrío dolor.

—¿Dónde están los parientes, los amigos? —preguntó el maestro de ceremonias.

—¡Aguí esdán dodos! —exclamó Schmucke, señalando los cuadros y las obras de arte—. Ésdos nunga han hecho suvrir a mi puen Bons… ¡Esdo es dodo lo gue él guería, atemás te mí…!

—Ya ve que está loco —dijo la Sauvage al maestro de ceremonias—. Es inútil que le hable.

Schmucke se había sentado, y había vuelto a adoptar su aire de idiota, mientras se secaba maquinalmente las lágrimas. En aquel momento apareció Villemot, el primer oficial de maître Tabareau. Y el maestro de ceremonias, al reconocer a la persona que había ido a encargar el entierro, le dijo:

—Bueno, caballero, ya es hora de salir… Ya ha llegado el coche; pero yo en mi vida había visto un entierro como éste. ¿Dónde están los parientes, los amigos?

—No hemos tenido mucho tiempo —respondió Villemot—; el señor está sumido en un dolor tan profundo, que no tiene cabeza para nada; no hay más que un pariente…

El maestro de ceremonias miró a Schmucke con aire compasivo, ya que aquel experto en dolor distinguía perfectamente el verdadero del falso, y se acercó a Schmucke:

—¡Vamos, caballero, tenga ánimo…! Piense en honrar la memoria de su amigo.

—Nos hemos olvidado de enviar las esquelas, pero yo ya me he cuidado de enviar un propio al señor presidente de Marville, el único pariente de quien le hablaba… No tiene amigos… No creo que vengan los del teatro en el que el difunto era director de orquesta… Pero, si no me equivoco, el señor es el heredero universal…

—En este caso, tiene que presidir el duelo —dijo el maestro de ceremonias—. ¿No tiene usted traje negro? —preguntó al reparar en la indumentaria de Schmucke.

—Yo foy te negro por tendro… —dijo el pobre alemán con voz desgarradora—. Dan te negro gue siendo la muerde en mí… Tios me oirá y me unirá en la dumpa a mi amico…

Y juntó las manos.

—Yo ya lo había advertido a mis superiores, que han introducido tantos perfeccionamientos —dijo el maestro de ceremonias, dirigiéndose a Villemot—; deberíamos tener un vestuario y alquilar trajes de heredero… Es algo que cada día se va haciendo más necesario… Pero ya que el señor hereda, tiene que ponerse la capa de luto, y ésta que yo he traído lo cubrirá todo y nadie se dará cuenta de que lleva una ropa tan inadecuada… ¿Sería usted tan amable de levantarse? —dijo a Schmucke.

Schmucke se levantó, pero se tambaleó al temblarle las piernas.

—Sosténgale —dijo el maestro de ceremonias al primer oficial—; al fin y al cabo, usted es su representante ante la ley.

Villemot sostuvo a Schmucke, cogiéndole por los sobacos, y mientras el maestro de ceremonias cogió esa amplia y horrible capa negra que se ponen los herederos para seguir al coche fúnebre desde la casa mortuoria hasta la iglesia, y se la ató bajo la barbilla, mediante unos cordones de seda negra.

Y Schmucke quedó ataviado de heredero.

 

 

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