LXVII

Donde se pone de manifiesto que los muertos son los únicos a quienes no se atormenta

 

A menudo se ha dicho que la muerte era el final de un viaje, pero nadie sabe hasta qué punto este símil es real en París. Un muerto, sobre todo un muerto importante, es acogido en la sombría orilla como un viajero que desembarca en el puerto, y a quien abruman con sus recomendaciones todos los mozos de los hoteles. Nadie, a excepción de algunos filósofos o de ciertas familias seguras de vivir que se hacen construir tumbas del mismo modo que tienen palacios, nadie piensa en la muerte y en sus consecuencias sociales. La muerte siempre llega demasiado pronto; y, por otra parte, un sentimiento muy comprensible, impide a los herederos suponerla posible. Y así es como casi todos los que pierden a sus padres, a sus madres, a sus esposas o a sus hijos se ven inmediatamente asaltados por estos corredores o comisionistas que aprovechan la turbación en la que sume el dolor para arrancar un pedido.

Hace unos años, las agencias de monumentos funerarios se hallaban agrupadas en los alrededores del célebre cementerio del Père-Lachaise, donde formaban una calle que debería llamarse Calle de las Tumbas, y asaltaban a los herederos en las proximidades de la tumba o a la salida del cementerio; pero insensiblemente, la competencia, el genio de la especulación, les ha hecho ganar terreno, y hoy han invadido la ciudad y rondan por las alcaldías. A menudo se ve incluso a comisionistas que penetran en la casa mortuoria con un plano de la tumba en la mano.

—Estoy tratando de negocios con el señor —dijo el agente de la casa Sonet a su rival que se acercaba.

—¡Difunto Pons! ¿Dónde están los testigos? —dijo el empleado.

—Acérquese, señor —dijo el comisionista, dirigiéndose a Rémonencq.

Rémonencq rogó al comisionista que le ayudara a levantar a Schmucke, que permanecía en su banco, como una masa inerte; entre los dos le llevaron hasta la balaustrada detrás de la cual el encargado de redactar las actas de defunción se protege contra los dolores públicos. Rémonencq, la providencia de Schmucke, fue ayudado por el doctor Poulain, quien proporcionó las informaciones necesarias sobre la edad y el lugar de nacimiento de Pons. El alemán sólo sabía una cosa, que Pons era su amigo. Una vez firmados los papeles, Rémonencq y el médico, seguidos del comisionista, metieron al pobre alemán en el coche, en el que también se introdujo el obstinado comisionista, empeñado en conseguir su pedido. La Sauvage, que estaba de guardia en el umbral de la puerta cochera, subió a Schmucke casi desvanecido en sus brazos ayudada por Rémonencq y por el agente de la casa Sonet.

—¡Va a desmayarse…! —exclamó el comisionista, decidido a toda costa a concluir el trato que había iniciado.

—¡No me extraña! —respondió la señora Sauvage—. Hace veinticuatro horas que está llorando, y no ha querido tomar nada. La pena es lo que más activa el estómago.

—¡Pero, mi querido cliente! —le dijo el agente de la casa Sonet—, tómese al menos un caldo. Tiene tantas cosas que hacer… Tiene que ir al ayuntamiento a comprar el terreno necesario para el monumento que quiero elevar a la memoria de este amigo de las artes, y que debe testimoniar su gratitud…

—Esto no tiene pies ni cabeza —dijo la señora Cantinet a Schmucke, acercándosele con caldo y un poco de pan.

—Ya que está tan débil —intervino Rémonencq—, lo mejor sería que se hiciese representar por alguien, porque usted no sabe la cantidad de problemas que va a tener; habrá que encargar el entierro; no querrá que su amigo sea enterrado como un pobre.

—¡Vamos, vamos! —dijo la Sauvage, aprovechando un momento en que Schmucke tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sillón.

Y metió en la boca de Schmucke una cucharada de sopa, y casi a pesar suyo se la hizo tragar como a un niño.

—Ahora, señor Schmucke, sea usted razonable; ya que quiere entregarse totalmente a su dolor, contrate a alguien para que represente sus intereses…

—Desde el momento en que el señor —dijo el comisionista— tiene la intención de elevar un magnífico monumento a la memoria de su amigo, sólo tiene que encargarme de todas las gestiones, yo me encargaré de todo con mucho gusto…

—¡A ver, a ver! ¿Qué quiere usted decir? —dijo la Sauvage—. ¿Le ha encargado algo el señor? ¿Usted quién es?

—Estimada señora, represento a la casa Sonet, la empresa más importante de contratistas de monumentos funerarios —dijo sacando una tarjeta y entregándola a la enérgica Sauvage.

—Bueno, bueno… Cuando nos parezca bien ya le iremos a buscar; pero ahora no hay que abusar del estado en que se encuentra el señor. Ya ve usted que el señor Schmucke no tiene cabeza para nada.

—Si usted pudiera arreglárselas para conseguirnos este pedido —dijo el comisionista de la casa Sonet al oído de la señora Sauvage, mientras la llevaba hasta el rellano—, estoy autorizado a ofrecerle cuarenta francos…

—Bueno, deme su dirección —dijo la señora Sauvage, humanizándose.

Schmucke, al verse solo y encontrándose mejor después de haber tomado la sopa de pan, volvió rápidamente a la alcoba de Pons, donde se puso a rezar.

Se hallaba sumido en los abismos del dolor, cuando le sacó de su profundo anonadamiento un joven vestido de negro que le repitió por undécima vez un «¡Caballero!» que el pobre mártir oyó por fin al sentirse sacudido por la manga.

—¿Gué ogurre ahora?

—Caballero, la ciencia debe al doctor Gannal un descubrimiento sublime; nosotros no negamos su gloria, sabemos que ha renovado los milagros de Egipto; pero su técnica puede perfeccionarse, y hemos obtenido resultados sorprendentes. O sea, que si desea usted volver a ver a su amigo, tal como era en vida…

—¡Folferle a fer…! —exclamó Schmucke—. ¿Bodrá haplarme?

—No, eso no; sólo le faltará hablar —repuso el agente de embalsamiento—. Pero quedará por toda la eternidad tal como usted le verá embalsamado. La operación exige muy poco tiempo. Una incisión en la carótida y la inyección bastan; pero el tiempo apremia… Si usted tarda en decidirse un cuarto de hora más, ya no podrá tener la dulce satisfacción de haber conservado el cadáver…

—¡Páyase al tiablo! ¡Bons es eine alma…! ¡Y su alma esdá en el cielo…!

—Este hombre es un ingrato —dijo el joven comisionista de uno de los rivales del célebre Gannal, al pasar bajo la puerta cochera—. ¡Se niega a hacer embalsamar a su amigo!

—¡Qué quiere usté! —dijo la Cibot, que acababa de hacer embalsamar a su marido—. Ha heredado, lo ha heredado todo. Una vez tienen el dinero, para ellos el difunto ya no significa nada.

 

 

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