VII

Uno de los mil placeres de los coleccionistas

 

El presidente de Marville vivía en la calle de Hannover, en una casa comprada diez años antes por la presidenta, tras la muerte de su padre y de su madre, sieur y dame Thirion, que le dejaron alrededor de ciento cincuenta mil francos de economías. Esta casa, de aspecto bastante sombrío, vista desde la calle, en la que la fachada da al norte, disfruta de las ventajas de estar orientada cara al sur por la parte del patio, a continuación del cual se extiende un hermoso jardín. El magistrado ocupa todo el primer piso, que, bajo Luis XV, había albergado a uno de los financieros más poderosos de la época. Y como el segundo está alquilado a una anciana dama muy rica, el edificio, en conjunto, ofrece un aspecto tranquilo y honorable que sienta bien a la magistratura. Los restos de la magnífica propiedad de Marville, en cuya adquisición el magistrado había empleado sus economías de veinte años, así como la herencia de su madre, se componían del castillo, espléndido monumento como aún existen en Normandía, y de una buena granja de doce mil francos. Un parque de cien hectáreas rodea el castillo. Este lujo, hoy principesco, cuesta un millar de escudos al presidente, de modo que la propiedad no reporta más que nueve mil francos limpios, como se dice vulgarmente. Estos nueve mil francos y su sueldo proporcionaban al presidente una fortuna de unos veinte mil francos de renta, en apariencia suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que debía recibir la mitad de la herencia de su padre, ya que era el único heredero de su primer matrimonio; pero la vida de París y las exigencias de su posición habían obligado al señor y a la señora de Marville a gastar la casi totalidad de sus rentas. Hasta 1834 su posición no había sido muy desahogada.

Este inventario explica por qué la señorita de Marville, a sus veintitrés años, aún no se había casado, a pesar de los cien mil francos de dote, y a pesar del incentivo de sus esperanzas, aireadas hábil y frecuentemente, pero en vano. Hacía cinco años que el primo Pons oía las lamentaciones de la presidenta, que veía casados a todos los «substitutos», y a los nuevos jueces en el tribunal, ya padres, después de haber hecho brillar inútilmente las esperanzas de la señorita de Marville ante los ojos poco ilusionados del joven vizconde Popinot, primogénito del gran señor de la droguería, en provecho de quien, según los envidiosos del barrio de los Lombardos, se había hecho la revolución de Julio, al menos tamo como en el de la rama segundona.

Una vez en la calle de Choiseul, y cuando estaba a punto de enfilar la calle de Hannover, Pons experimentó esta inexplicable turbación que atormenta las conciencias puras, que les inflige los suplicios que sufren los peores malvados a la vista de un gendarme, y causada únicamente por la cuestión de saber cómo le recibiría la presidenta. Aquel grano de arena que le desgarraba las fibras del corazón, nunca se había redondeado; los ángulos eran cada vez más agudos, y los habitantes de aquella casa reavivaban incesantemente las aristas. En efecto, el poco caso que los Camusot hacían de su primo Pons, su desmonetización en el seno de la familia, influía en los criados, que, sin faltarle al respeto, le consideraban como una variedad de pobre.

El enemigo capital de Pons era una tal Madeleine Vivet, una solterona alta y flaca que era doncella de la señora C. de Marville y de su hija. A la tal Madeleine a pesar de los barrillos de su piel, y quizá a causa de estos mismos barrillos y de su delgadez viperina, se le había metido en la cabeza convertirse en la señora Pons; Madeleine agitó en vano el señuelo de veinte mil francos de ahorros ante los ojos del viejo solterón. Pons rechazó aquella dicha por demasiado barrosa. Y así, aquella Dido de antesala, que quería llegar a ser prima de sus amos, hacía las peores jugadas al pobre músico. Madeleine exclamaba en voz alta: «¡Mira, ya está aquí el gorrón!», cuando oía al infeliz subiendo la escalera, procurando que le oyese. Si era ella quien servía la mesa, en ausencia del mayordomo, cenaba poco vino y mucha agua en el vaso de su víctima, dejándole la difícil tarea de llevarse a los labios, sin verter nada, un vaso lleno hasta los bordes. Olvidaba servir al pobre hombre, y se lo hada decir por la presidenta (¡y con qué tono…! ¡Su primo se ruborizaba!), o le vertía salsa sobre el traje. Era, en resumen, la guerra del inferior que se sabe impune, contra un superior en desgracia.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook