XIII

Profunda sorpresa

 

Cuando, en 1836, los dos amigos vinieron a ocupar para ellos solos el segundo piso del antiguo palacio, ocasionaron una especie de revolución en el matrimonio Cibot. He aquí cómo. Schmucke, al igual que su amigo Pons, tenía la costumbre de ponerse de acuerdo con los porteros o porteras del lugar en que vivía para que se cuidaran de la casa. De modo que los dos músicos, al instalarse en la calle de Normandía, fueron del mismo parecer en lo referente a contratar los servicios de la señora Cibot, quien se convirtió en su asistenta, a razón de veinticinco francos al mes, doce francos con cincuenta céntimos cada uno.

Al cabo de un año, la digna portera reinaba en el piso de los dos solterones, como reinaba en el del señor Pillerault, tío abuelo de la señora condesa de Popinot; sus intereses eran los suyos, y ella decía: Mis dos señores. En resumen, que viendo que los dos cascanueces eran dóciles como corderos, fáciles de conformar, nada desconfiados, lo que se dice unos niños, dejándose llevar por su corazón de mujer del pueblo, se puso a protegerles, a adorarles, a servirles con tanta solicitud que incluso les daba algunas reprimendas y les defendía contra todos los fraudes que en París hacen aumentar los gastos de una casa. Por veinticinco francos al mes, los dos solterones, sin premeditación, y sin que hubiesen podido sospecharlo, adquirieron una madre. Al darse cuenta de todo el valor de la señora Cibot, los dos músicos habían hecho de ella una serie de ingenuos elogios, le habían dado muestras de gratitud y le habían obsequiado con pequeñas propinas, todo lo cual estrechó los lazos de esta alianza doméstica. La señora Cibot prefería mil veces más que apreciasen lo que hacía que le pagasen; sentimiento que, una vez conocido, siempre hace mejorar los sueldos. Cibot, por mitad de precio, hacía los encargos, los arreglos de la ropa, todo lo que podía concernirle en el servicio de los dos señores de su mujer.

Finalmente, a partir del segundo año, en las relaciones que unían al segundo piso con la portería, hubo un nuevo elemento de mutua amistad. Schmucke llegó a un acuerdo con la señora Cibot, que satisfacía su pereza y su deseo de vivir sin ocuparse de nada. Mediante el pago de un franco con cincuenta céntimos por día, es decir, de cuarenta y cinco francos al mes, a señora Cibot se encargaba de dar a Schmucke el desayuno y la comida. Pons, encontrando muy satisfactorio el desayuno de su amigo, concluyó otro acuerdo de dieciocho francos por su desayuno. Este sistema de abastecimientos, que aumentó en unos noventa francos al mes los ingresos de la portería, hizo de los dos inquilinos seres inviolables, ángeles, querubines, dioses. Es muy dudoso que el rey de Francia, que entiende en estas materias, fuese servido como lo eran en aquella época los dos cascanueces. Ellos bebían la leche tan pura como la traía el lechero, leían gratuitamente los periódicos del primero y del tercero, cuyos inquilinos se levantaban tarde, y a quienes, en caso necesario, se les hubiera dicho que los periódicos aún no habían llegado. Además, la señora Cibot mantenía el piso, la ropa, el rellano, todo, en un estado de limpieza resplandeciente. Schmucke gozaba de una felicidad que jamás había esperado alcanzar: la señora Cibot le hacía la vida fácil; daba unos seis francos al mes para que le lavase la ropa, de lo cual ella misma se encargaba, así como de la parte de costura. Gastaba quince francos al mes en tabaco. Estos tres gastos formaban un total mensual de setenta francos, que, multiplicados por doce, dan setecientos noventa y dos francos. Añádase a esto, doscientos veinte francos de alquiler y de contribuciones, y se tendrán mil doce francos. Cibot vestía a Schmucke, y el promedio de este último gasto ascendía a ciento cincuenta francos. Este profundo filósofo vivía, pues, con mil doscientos francos al año. ¡Cuántas personas en Europa, que sólo piensan en vivir en París, quedarían agradablemente sorprendidas al saber que aquí se puede ser feliz con mil doscientos francos, en la calle de Normandía, en el Marais, bajo la protección de una señora Cibot!

La señora Cibot quedó estupefacta al ver regresar al infeliz de Pons a las cinco de la tarde. Y no sólo era este hecho, que no se había producido jamás, sino que además su señor no la vio, no la saludó.

—¿Te has fijado, Cibot? —dijo a su marido—. El señor Pons o se ha hecho millonario o se ha vuelto loco.

—Eso parece —replicó Cibot, dejando una manga en la que estaba haciendo lo que, en la jerga de los sastres, se llama un cuchillo.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook