XIV

Un vivo ejemplo de la fábula de los dos pichones

 

En el momento en que Pons volvía maquinalmente a su casa, la señora Cibot terminaba de preparar la cena de Schmucke. Esta cena consistía en un cierto guiso cuyo olor se esparcía por todo el patio. Se trataba de unos pedazos de buey hervido, que había comprado en una tienda en la que revendían desechos de carne, guisado con manteca y unas cebollas cortadas en rajas muy finas, hasta que la carne y las cebollas absorbieran la manteca, de modo que este manjar porteril ofreciera el aspecto de una fritura. Este plato, amorosamente preparado para Cibot y Schmucke, entre quienes debía repartirlo la señora Cibot, acompañado de una botella de cerveza y de un pedazo de queso, bastaba al viejo profesor de música alemán. Y téngase por seguro que ni el rey Salomón, en toda su gloria, cenaba mejor que Schmucke. Ya fuera este plato de buey hervido guisado con cebolla, ya fueran sobras de pollo con sofrito, o bien buey guisado con perejil, y pescado, con una salsa inventada por la señora Cibot, y con la que una madre se hubiera comido a su hijo sin darse cuenta, ya fuese algo de caza mayor, según la cantidad y la calidad de lo que los restaurantes del bulevar revendían a la tienda de la calle Boucherat, tal era el menú ordinario de Schmucke, que siempre se conformaba sin chistar, con todo lo que le servía la buena señora Cipod. Y, de día en día, la buena señora Cibot, había ido reduciendo este menú, hasta poder prepararlo por la suma de un franco.

—Voy a ver lo que le ha ocurrido a este pobre hombre —dijo la señora Cibot a su marido—; como ya está lista la comida del señor Schmucke…

La señora Cibot cubrió la fuente de barro con un plato de porcelana común; y, a pesar de su edad, llegó al piso de los dos amigos en el momento en que Schmucke abría a Pons.

—¿Gué de ha basado, mi puen amico? —dijo el alemán, asustado ante la agitación que denotaba la fisonomía de Pons.

—Ya te lo contaré todo; pero vengo a comer contigo…

—¿Gomer, gomer? —exclamó Schmucke, alborozado—. Bero, será imbosiple… —añadió acordándose de las costumbres gastrolátricas de su amigo.

Entonces el anciano alemán advirtió la presencia de la señora Cibot, que estaba escuchando con todos los derechos de las buenas asistentas. Poseído por una de estas inspiraciones que sólo pueden brillar en el corazón de un verdadero amigo, se dirigió inmediatamente hacia la portera, y los dos salieron al rellano.

—Señora Cipod, al pueno de Bons le custan los puenos blatos; vaya al «Catran Pleu», bida eine puena gomida: anchoas, magarones… En vin, eine gomida ticna te Lúgulo…

—¿Y eso qué es? —preguntó la señora Cibot.

—Ferá —replicó Schmucke—, quiero tecir, ternera, ein puen bescado, eine potella te fino te Purteos, y dodo lo mejor gue haya; gomo groquetas, arroz y docino ahumato. ¡Bague ustet! No tiga nata, yo le taré dodo el tinero mañana bor la mañana…

Schmucke volvió a entrar en el piso con aire satisfecho y frotándose las manos; pero su rostro fue recuperando gradualmente una expresión de asombro a medida que oía la historia de las desdichas que en tan poco tiempo se habían abatido sobre el corazón de su amigo. Schmucke trató de consolar a Pons describiéndole el mundo desde su punto de vista. París era una tempestad perpetua, los hombres y las mujeres se veían arrastrados por un furioso movimiento de vals, y era inútil pedir algo a la gente, porque sólo se fija en las apariencias, y no en lo te tendro, dijo. Volvió a contar por centésima vez que, de año en año, las tres únicas alumnas que él había querido, y que a su vez le habían mostrado cariño, por las que él daría la vida, y de las que incluso recibía una pequeña pensión de novecientos francos, a la que cana una de ellas contribuía con una parte proporcional de unos trescientos francos, de año en año, se habían olvidado tanto de ir a verle, y se veían arrastradas con tanta violencia por la corriente de la vida parisiense, que hacía tres años que no habían podido recibirle, cuando iba a su casa. (¡Claro que Schmucke se presentaba en casa de estas grandes damas a las diez de la mañana!) Y, en fin, que los trimestres de su renta se los pagaban los mismos notarios.

—Y, no greas —siguió diciendo—, dienen el gorazón te oro. En vin, son mis begueñas sandas Cecilias, unas tamas engandatoras, la señora te Bordentuère, la señora te Fantenesse y la señora te Dilet. Yo sólo las feo en los Gampos Elíseos, guando ellas no me fen… y me guieren mucho, y si vuese ir a gomer a su gasa, esdarian muy gondendas. Botría ir a fifir gon ellas vuera te París; bero yo brefiero mucho más fifir gon ni amico Bons, borque le veo guando guiero, y dodos los tías.

Pons cogió la mano de Schmucke, la puso entre las suyas, y la apretó con un movimiento en el que expresaba todo lo que sentía su alma, y los dos permanecieron así durante varios minutos, como unos enamorados que vuelven a verse después de una larga ausencia.

—Gome aguí dodos los tías… —siguió Schmucke, que en su interior bendecía la dureza de la presidenta—. ¡Mira! Iremos jundos a gombrar andicuetades, y el tiablo nunga asomará los güernos por nuesdra gasa…

Para comprender todo el significado de esta frase heroica —¡Iremos jundos a gombrar andicuetades!— hay que confesar que Schmucke era de una ignorancia crasa en estas cuestiones. Eran precisos todos los desvelos de su amigo para que no rompiese nada en el salón y el despacho abandonados a Pons para servirle de museo. Schmucke, que pertenecía a la música de cuerpo entero, compositor nato, contemplaba todas aquellas chucherías de su amigo como un pez, que hubiese recibido una invitación, contemplaría una exposición de flores en el Luxemburgo. Respetaba aquellas maravillas a causa del respeto que manifestaba Pons cuando les quitaba el polvo. Él respondía: ¡Si, sí! ¡Gué ponito es!, a las frases de admiración de su amigo, como una madre responde con frases sin importancia a los gestos de un niño que aún no sabe hablar. Desde que los dos amigos vivían juntos, Schmucke había visto a Pons cambiar siete veces de reloj de pared, siempre trocando uno inferior por otro más bello. Pons poseía entonces un magnífico reloj de Boulle, un reloj de ébano con incrustaciones de bronce y adornado con esculturas, que correspondía al primer estilo de Boulle: Boulle ha tenido dos estilos, como Rafael tuvo tres. En el primero armonizaba el cobre con el ébano; y, en el segundo, contra sus convicciones, sacrificaba a la concha; hizo verdaderos prodigios para vencer a sus competidores, que inventaron la marquetería en concha. A pesar de las eruditas demostraciones de Pons, Schmucke no advertía la menor diferencia entre el magnífico reloj de la primera época de Boulle y los otros diez. Pero, pensando en lo feliz que era Pons, Schmucke tenía más cuidado con todas aquellas paradijas que su propio amigo. No hay, pues, que extrañarse de que la sublime frase de Schmucke tuviese el poder de calmar la desesperación de Pons, pues el Iremos jundos a nombrar andicuetades del alemán quería decir: «Si te quedas a comer conmigo, pondré dinero en la colección».

—Los señores están servidos —vino a decir la señora Cibot con un aplomo asombroso.

Ya puede imaginarse cuál sería la sorpresa de Pons al ver y al saborear la comida que debía a la amistad de Schmucke. Esta dase de sensaciones, tan raras en la vida, no tienen su origen en el continuo desinterés con el que dos hombres se dicen perpetuamente el uno al otro: «En mí tienes otro yo» (pues también a esto se acostumbra uno); no, la causa hay que buscarla en la comparación de estas muestras de felicidad de la vida íntima, con la barbarie de la vida social. Es la sociedad la que, incesantemente, está uniendo a dos amigos o a dos amantes, cuando dos almas generosas se unen por el amor o por la amistad. Y así era cómo Pons se enjugaba dos lagrimones, mientras Schmucke, por su parte, se veía obligado a secarse los húmedos ojos. No se dijeron nada, pero no dejaron de hacerse pequeños movimientos con la cabeza, cuya balsámica expresión amortiguó los dolores de la arenilla introducida por la presidenta en el corazón de Pons. Schmucke se frotaba las manos hasta levantarse la epidermis, porque había concebido una de estas iniciativas que no asombran a un alemán más que cuando surgen rápidamente en su cerebro congelado por el respeto que se debe a los príncipes soberanos.

—Mi puen Bons… —dijo Schmucke.

—Ya sé lo que quieres decir, quisieras que comiéramos juntos todos los días…

—Guisiera ser rigo bara hacerde fifir dodos los tías así —respondió melancólicamente el buen alemán.

La señora Cibot, a quien Pons daba de vez en cuando entradas para los espectáculos del bulevar, lo cual en su corazón le situaba a la misma altura que su pensionista Schmucke, hizo entonces la siguiente proposición:

—Miren ustedes —dijo—, por tres francos (el vino aparte) puedo prepararles todos los días, para los dos, una comida como para chuparse los dedos.

—La fertat es gue —respondió Schmucke— gomo mejor gon lo gue me ta la señora Cipot gue los gue gomen en la mesa tel rey…

Concibiendo grandes esperanzas, el respetuoso alemán llegaba incluso a imitar a los irrespetuosos periódicos populares que calumniaban el módico presupuesto de la mesa real.

—¿De veras? —dijo Pons—. Pues bien, ¡mañana lo probaré!

Al oír esta promesa, Schmucke dio un salto de un extremo a otro de la mesa, llevándose por delante el mantel, las fuentes y las botellas, y dio a Pons un abrazo sólo comparable al de un gas, cuando se une con otro gas por el que siente afinidad.

—¡Gué veliz soy! —exclamó.

—El señor comerá todos los días aquí —dijo orgullosamente la señora Cibot, también emocionada.

Sin saber a qué acontecimiento se debía la realización de su sueño, la excelente señora Cibot bajó a su portería y entró en ella como Josefa entra en escena en Guillermo Tell. Dejó sobre la mesa las fuentes y los platos y exclamó:

—Cibot, corre a buscar dos tacitas de café al Turc, y dile al mozo que son para mí.

Luego se sentó apoyando las manos sobre sus fuertes rodillas, y contemplando a través de la ventana la pared de la casa de enfrente, murmuró:

—Esta tarde iré a consultar a la señora Fontaine…

 

 

XV

A la caza de un testamento

 

La señora Fontaine echaba las cartas a todas las cocineras, doncellas, lacayos, porteros, etc., del Marais.

—Desde que estos dos señores llegaron a mí casa, hemos podido meter dos mil francos en la caja de ahorros. ¡En ocho años, menuda suerte! ¿No sería mejor no ganar nada en la comida del señor Pons, y hacer que se quedara a comer aquí? La gallina de la señora Fontaine me lo dirá.

Como no conocía herederos ni de Pons ni de Schmucke, desde hacía unos tres años la señora Cibot esperaba conseguir que se acordaran de ella en el testamento de sus señores, y había redoblado su celo impulsada por este interés, que había surgido muy tarde en medio de sus bigotes, hasta entonces llenos de probidad. Al comer todos los días fuera de casa, Pons había escapado a la completa sujeción en la que la portera quería tener a sus señores. La vida nómada de aquel viejo trovador-coleccionista era una amenaza para los vagos proyectos de seducción que rondaban por el cerebro de la señora Cibot, y que se convirtieron en un formidable plan a partir de la memorable comida de aquel día. Un cuarto de hora después, la señora Cibot reaparecía en el comedor provista de dos tazas de excelente café, flanqueadas por dos vasitos de kirsch-wasser.

—¡Fifa la señora Cipod! —gritó Schmucke—. Me ha atifinado el bensamiento.

Después de algunas lamentaciones del parásito, que Schmucke combatió con los mimos que el pichón sedentario debió prodigar al pichón viajero, los dos amigos salieron juntos. Schmucke no quiso abandonar a su amigo en el estado en que le habían puesto los amos y los criados de la casa Camusot. Conocía a Pons y sabía que cuando se hallase ante el primer atril de la orquesta podía empezar a hacerse reflexiones terriblemente tristes, y que ello destruiría el buen efecto de su regreso al nido. Schmucke, al acompañar a Pons a su casa, hacia medianoche, le llevaba cogido de un brazo; y como hace un hombre con la mujer que adora, indicaba a Pons dónde terminaba o volvía a empezar la acera; le advertía cuándo había que cruzar un arroyo; hubiese querido que los adoquines fuesen de algodón que el cielo fuera azul, que los ángeles hiciesen oír a Pons la música que tocaban para él. ¡Había conquistado la última provincia de su corazón que aún no le pertenecía!

Durante unos tres meses, Pons comió todos los días con Schmucke. En primer lugar se vio forzado a retirar de la suma que dedicaba a sus adquisiciones, unos ochenta francos por mes, ya que necesitaba unos treinta y cinco francos de vino, además de los cuarenta y cinco francos que costaba la comida. Y luego, a pesar de los desvelos y de las bromas alemanas de Schmucke, el anciano artista echaba de menos las golosinas, las copas de licor, el buen café, la charla, la falsa cortesía, los invitados y la maledicencia de las casas en las que había comido. En el declive de la vida no se rompe tan fácilmente con una costumbre que ha durado treinta y seis años. Un tonel de vino de ciento treinta francos no satisface el gusto de un gourmet refinado; y cada vez que Pons se llevaba el vaso a los labios, se acordaba con una penetrante nostalgia de los vinos exquisitos de sus anfitriones. Y de este modo, al cabo de tres meses, los atroces dolores que habían destrozado el delicado corazón de Pons, se habían calmado, y no pensaba más que en los placeres de la buena mesa, igual que un viejo mujeriego echa de menos a una amante convicta de innumerables infidelidades… Y aunque intentase ocultar la profunda melancolía que le consumía, el anciano músico, evidentemente parecía aquejado de una de estas enfermedades inexplicables que radican en el espíritu.

Para explicar esta nostalgia producida por la ruptura de una costumbre, bastará hacer alusión a una de esas mil insignificancias que, al igual que las pequeñas piezas de una cota de malla, envuelven el alma con una férrea red. Uno de los mayores placeres de la vida que Pons había llevado hasta entonces, una de las dichas del gorrón, era la sorpresa, la impresión gastronómica del plato extraordinario, el requisito que la dueña de la casa añade triunfalmente a una comida burguesa para dar a la jornada un aire de fiesta. Esta delicia del estómago faltaba a Pons, ya que la señora Cibot, por orgullo, le contaba cada día su menú. Aquel aliciente periódico de la vida de Pons había desaparecido por completo. Sus comidas transcurrían sin la espera de aquello que, antaño, en las casas de nuestros abuelos, se llamaba el plato cubierto. Esto era lo que Schmucke no podía comprender. Pons era demasiado delicado para quejarse, y, si hay algo más triste que el genio incomprendido, es precisamente el estómago incomprendido. El corazón cuyo amor se rechaza, ese drama que tantas veces se nos ha descrito, en el fondo no es algo tan grave; pues, si la criatura nos abandona, puede amarse al Creador, quien tiene tesoros que ofrecernos. Pero ¡el estómago…! Nada puede compararse a sus sufrimientos; pues la vida está por encima de todo. Pons echaba de menos ciertas natillas ¡verdaderos poemas!, ciertas salsas blancas ¡auténticas obras de arte!, ciertas aves rellenas ¡maravillas!, y, sobre todo, las famosas carpas del Rin, que no se encuentran más que en París, ¡y con qué condimentos! Había días en que Pons exclamaba: «¡Oh, Sophie!», acordándose de la cocinera del conde Popinot. Quien hubiese oído aquel suspiro, hubiera imaginado que el pobre hombre estaba pensando en su amante, pero se trataba de algo mucho menos frecuente, ¡de una carpa bien carnosa!, acompañada de una salsa, clara en la salsera, espesa en el paladar, una salsa que merecía el premio Montyon. El recuerdo de estos ágapes del pasado hizo, pues, adelgazar considerablemente al director de orquesta, aquejado de una nostalgia gástrica.

 

 

XVI

Un tipo alemán

 

A comienzos del cuarto mes, hacia fines de enero de 1845, el joven flautista, que se llamaba Wilhem, como casi todos los alemanes, y Schwab, para distinguirse de todos los Wilhem, lo cual sin embargo no permitía distinguirle de todos los Schwab, juzgó necesario comentar con Schmucke el estado del director de orquesta, que tanto preocupaba en el teatro. Aquel día había un estreno en el que intervenían los instrumentos que tocaba el anciano músico alemán.

—El pobre hombre está decaído, algo no le funciona bien por dentro, tiene la mirada triste, y el movimiento de los brazos es más débil —dijo Wilhem Schwab, señalando a Pons, que subía a su estrado con aire fúnebre.

—Eso basa siembre a los sesenda años —respondió Schmucke.

Schmucke, igual que la madre de las Crónicas de la Canonjía, que, para poder disfrutar de su hijo veinticuatro horas más, le hace fusilar, era capaz de sacrificar a Pons al placer de verle comer con él todos los días.

—En el teatro todo el mundo está preocupado por él, y, como dice la señorita Héloïse Brisetout, nuestra primera bailarina, ya casi no hace ruido al sonarse.

El anciano músico parecía tocar el cuerno cuando se sonaba, tal era el estruendo que producía en el pañuelo su larga nariz. Este estruendo era causa de uno de los más constantes reproches de la presidenta al primo Pons.

—Yo haría gualguier gosa bor tistraerle —dijo Schmucke—, la trisdeza es más vuerde gue él.

—El señor Pons —dijo Wilhem Schwab— me parece un ser tan superior a los pobres diablos que somos nosotros, que no me atrevía a invitarle a mi boda. Me caso…

—¿Gomo? —preguntó Schmucke.

—¡Oh! Pues… ¡como es debido! —respondió Wilhem, que creyó ver en la extraña pregunta de Schmucke una burla, de la que aquel perfecto cristiano era incapaz.

—¡Vamos, señores, a sus puestos! —dijo Pons, contemplando el pequeño ejército de su orquesta, después de haber oído la campanilla del director.

Ejecutaron la obertura de La novia del Diablo, una obra de gran espectáculo que alcanzó doscientas representaciones. En el primer entreacto, Wilhem y Schmucke se encontraron solos en el desierto foso de la orquesta. La atmósfera de la sala llegaba a unos treinta y dos grados Réaumur.

—Güéndeme su hisdoria —dijo Schmucke a Wilhem.

—Mire… ¿ve usted aquel joven del palco proscenio? ¿No le reconoce?

—En apsoludo.

—¡Ah! Porque lleva guantes blancos, y brilla con todo el esplendor de la opulencia; pero es mi amigo Fritz Brunner, de Francfort del Main…

—¿Aguel gue venía a fer las obras teste la orguesta, al lato de ustet?

—El mismo. ¿Verdad que resulta difícil creer una metamorfosis como ésta?

Este héroe de la historia prometida era uno de estos alemanes cuya expresión contiene a la vez la sombría burla del Mefistófeles de Goethe, y la bonhomía de las novelas de Augusto Lafontaine, de pacífica memoria; la astucia y la ingenuidad, la severidad de un banquero, y el estudiado desaliño de un miembro del Jockey-Club; pero, sobre todo, el hastío que pone la pistola en la mano de Werther, mucho más hastiado de la vida por causa de los príncipes alemanes que por la de Carlota. Era verdaderamente un tipo característico de Alemania; mucho cálculo y mucha candidez, necedad y valor, una sabiduría que produce hastío, una experiencia que la menor puerilidad convierte en inútil; abuso de la cerveza y del tabaco; pero, dando realce a todas estas antítesis, una chispa diabólica en unos hermosos ojos azules y cansados. Vestido con la elegancia de un banquero, Fritz Brunner ofrecía a las miradas de toda la sala una cabeza calva de un color ticianesco, a cada lado de la cual se enroscaban unos rizos intensamente rubios que el libertinaje y la miseria le habían dejado para que el día de su recuperación financiera pudiera permitirse el lujo de pagar a un peluquero. Su rostro, antaño bello y atractivo como el de Jesucristo de los pintores, había adquirido unas tonalidades terrosas que unos bigotes rojos y una barba de color leonado convertían en algo casi siniestro. El azul puro de sus ojos se había enturbiado en su lucha contra las penalidades. Y, en fin, las mil prostituciones de París habían sombreado los párpados y el contorno de los ojos, en los que en otro tiempo una madre había contemplado con éxtasis una divina réplica de los suyos. Este filósofo prematuro, este joven viejo, era la obra de una madrastra.

Aquí comienza la curiosa historia de un hijo pródigo de Francfort del Main, el hecho más extraordinario y más peregrino que haya ocurrido jamás en esta apacible pero importante ciudad.

 

 

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